“Mexicanos dudan de que el virus llegue a su país”, decía la noticia que encontré entre un libro sobre la fundación de Tenochtitlán y una novela búlgara.

A veces, entre mis libros –aquellos que, antes de alcanzar algún librero, se apilan sobre mi escritorio, la mesa o los sillones– aparecen este tipo de recortes, que no son sino radiografías de mis neurosis.

No hay vez que no me lo repita: “Las recortas para nada”, “nunca has usado una”, “qué manera de perder el tiempo”, pero tampoco hay vez que no ceda al impulso, cuando leo una nota que merece ser amputada del cuerpo del diario, para morir, después, sepultada: “Confían en la rusa, no en la china”.

“Temen implante de chip”: lo más curioso es que esta manifestación particular de mis neurosis es realmente parecida a esa otra que me hace comprar o pedir ciertos libros usados, libros que se apilarán sin que los lea y sin llegar jamás a mis libreros, con el único fin de encontrar en ellos alguna anotación que explique, que me haga comprender qué llevó a alguien a leerlos.

El crimen más monstruoso, Separatismo yucateco, Oro... ¡más oro!, Hipnotismo, magnetismo y sugestión, Los brazos necesitan almohadas... por suerte, aunque no traigan consigo forma alguna de la fecundidad, aunque me condenen a angustias múltiples, extravíos improbables y desamparos únicos, mis neurosis también funcionan como premoniciones –El curita antes de la herida se titulaba uno de los libros que más tiempo pasó juntando polvo en mi escritorio–.

Y es que algunas de mis neurosis son rebeliones ante el futuro: es por esos recortes que me aferro a leer los diarios en papel, así como es por los mensajes que encuentro en los libros usados que no me entrego a los libros electrónicos, aunque, la verdad, con la pandemia de la covid-19, casi sucumbo a su imperio, pues las librerías estuvieron cerradas durante meses y después, durante meses, fui yo el que se mantuvo cerrado: me daba terror contagiarme y contagiar a mi familia, familia que, atrapada en el encierro, descubrió que mis libros, apilados por todas partes, eran un estorbo.

Un estorbo que les resultó, de golpe, intolerable, a pesar de que ellos también se nutren de mi biblioteca: “A ver cuándo acomodas tu desmadre”, empezó a recriminarme mi pareja un día sí y otro no, mientras que nuestro hijo, puliendo la lengua de su adolescencia, me decía, si no a diario, cada vez que podía encajar su puñal: “Y luego dices que yo soy desordenado”. Las neurosis, las de los demás, antes que premoniciones o rebeliones frente al futuro, son condenas inapelables: por primera vez en mi vida, de golpe y porrazo –yo, que tan feliz era habiéndole cedido mi orden al azar– me veía orillado a transformar mi relación con el espacio.

Eso sí, aunque sabía que al final sería derrotado, no estaba dispuesto a capitular sin llevar a cabo una última defensa. “No lo entienden, pero este desmadre es aparente, no es un desmadre, pues sé dónde está cada uno de mis libros, lo sé de un modo que no puedo explicarlo, pero lo sé”, aseguré ante mi pareja y nuestro hijo, durante la sobremesa que antecedió a la transformación de mi biblioteca, poco antes de atacar, como ataca un animal que se ve perdido: “Además, cuando no pasaban aquí todo el día metidos, no les importaba, así que si lo piensan, no es que les importe, sino que están hartos del encierro y decidieron desquitarse conmigo”. Indiferente a este último argumento, mi hijo decidió emplazar a examen mi aseveración previa.

“¿Dónde está Las puertas del paraíso?”, preguntó tras un breve silencio. Sin perder tiempo, me levanté de la mesa, entré en mi estudio y me dirigí al librero en el que creía que encontraría dicha novela. “Eso fue suerte”, aseveró entonces mi pareja, antes de retarme: “¿Dónde está Los ríos subterráneos?”. Esta vez me dirigí a los libreros del pasillo y, sin dudarlo, sin ni siquiera titubear, encontré el volumen de relatos de Inés Arredondo que ella había solicitado. Como torero dando vuelta al ruedo, volví a la mesa y lancé, sobre el mantel, aquel ejemplar de tapas moradas. “Me da exactamente lo mismo, es un desmadre y te toca arreglarlo”, soltó mi pareja justo antes de que el adolescente me entregara un nuevo reto, reto que se perdió igual que se perdieron mis últimas esperanzas de mantener vivo mi orden orgánico: de repente.

***

“Quieren el líquido de nuestras rodillas”, titulaba –citando a uno de sus entrevistados– la primera nota que encontré al día siguiente, día que, en un acto de afirmación nietzscheana, había decidido dedicar al sacrificio, es decir, a acomodar mis libros, tras ser derrotado por la neurosis de mi familia pero, también, tras darme cuenta de que así tendría un argumento que me permitiría exigirles algo similar a ellos –Ya mataron a la perra, pero quedan los perritos, se titula otro de los libros usados que he ido acumulando, con el fin, ya dije, de encontrar en su interior las razones que llevan a alguien a leer un libro como ese, dedicado a las piezas más importantes del corrido mexicano–. Ese día, sin embargo, tras cuatro o cinco horas de trabajo arduo, me vi forzado a aceptar que no me sería posible, ni humana ni mágicamente, acomodar mi biblioteca –para colmo, había decidido hacerlo por orden alfabético– en un día.

“Creen que el líquido de las rodillas vale más que el oro”: esta nota la encontré al día siguiente, entre Maqroll –la edición de todas las andanzas del gaviero de Mutis– y el segundo de los tomos que Acantilado publicó con las mejores entrevistas a escritores del Paris Review, justo cuando acababa de aceptar, primero, que además de todo el suelo de mi estudio sería necesario extenderme al suelo de la sala y, después, que debería tirar los recortes que había ido juntando, así como la mayoría de los libros con los que me había ido haciendo a consecuencia exclusiva de mi neurosis –divertimentos, en realidad, antes que libros, es decir, antes que objetos a los que uno sabe que volverá o cree que volverá o quiere creer que volverá algún día, como sabe que volverá o cree que volverá o quiere creer que volverá a La Ilíada, Macbeth, Moby Dick, La montaña mágica, Ulises, Los demonios, Pedro Páramo, La tentación del fracaso, El limonero real, Los viernes de Lautaro, Zama, Tres tristes tigres, El ruido y la furia–.

“¿No las ves hinchadas?”, le pregunté a mi pareja al tercer día del aniquilamiento, cuando casi todos mis libros –que para entonces ocupaban, además del suelo de mi estudio y de la sala, buena parte del pasillo y el comedor– habían sido separados según las letras del alfabeto, mostrándole mis rodillas. Ante sus carcajadas, le dije que, además, me dolía la espalda, las lumbares, para ser exactos, a consecuencia de ese movimiento que había realizado, hasta entonces, unas mil veces: colocar sobre el suelo una pila de libros. “Voy a terminar en silla de ruedas”, clamé cuando ella acabó de reírse. “Ni que fueras un anciano o un sedentario recalcitrante”, me gritó cuando me dirigía a mi estudio, para seguir con el sacrificio de mi orden orgánico. “Haces ejercicio y eres joven, mejor apúrate y deja de estarte quejando”, sumó el adolescente, que ni la debía ni la temía, cuando empecé con lo que había dejado a medias la noche anterior: llenar las bolsas de basura con aquello que se había vuelto descarte.

Esa misma tarde, cuando saqué la última bolsa negra –la cochera parecía un vertedero, la escena de una de esas novelas negras en las que un cuerpo aparece ante los ojos atónitos de un separador de basura–, empecé, por fin, a acomodar, uno tras otro, los libros de las pilas que había hecho, según las letras del alfabeto. Contra todo pronóstico, es decir, contra aquello que había imaginado, dicha fase resultó peor y más cansada que la anterior: maldije, entonces, la decisión de acomodar mis libros por orden alfabético y estuve tentado a conformarme con un orden medio alfabético. Pero entonces recordé que había anunciado lo que haría y no me vi dispuesto a prestarme a las burlas que sobrevendrían si dejaba inconclusa mi labor. Así que, para la noche, envarado, agotado, embotado y hasta mareado, acepté que necesitaba otros tres o cuatro días, a menos que convenciera a mi familia de ayudarme.

“Están claramente hinchadas”, le dije a mi mujer mostrándole las piernas y tocándome, con la punta de un dedo índice, la carne en torno a mis rodillas. “Siente, tócalas, están aguadas, se me derramó el líquido sinovial”, añadí mientras ella se burlaba y, adivinando lo que en el fondo pretendía, señalaba: “No voy a ayudarte, quedaste en que tú lo harías, dijiste que no necesitabas de nadie, que, si te ayudábamos, quedaría mal, que mi dislexia echaría a perder todo, que la inutilidad de tu hijo te pondría enfermo”. “Enfermo estoy... ¿no ves? ¡Voy a acabar con osteoartritis! Pero está bien, no me ayuden, déjenme perder la movilidad en soledad, al final, de cualquier forma, lo habrá valido, no me había dado cuenta, pero será una maravilla, será una gozada haber acomodado mis libros de este modo y poder renovar mi memoria espacial, usarla pues con algo más”.

Durante aquel cuarto día, como también durante el quinto, a pesar de que la espalda me dolía más y más y de que las rodillas me pesaban como si trajera amarradas a cada una un balón lleno de agua –por supuesto, me dopé con analgésicos como pocas veces en mi vida había hecho, pues no soy mucho de analgésicos, a menos que sea por uso recreativo, amén de que había tirado dentro de una de las bolsas de basura (con las que aún no sabía qué iba a hacer) mi ejemplar de Autoacupuntura, la mejor aguja es la propia–, el arreón del orgullo herido me trajo una felicidad inesperada: empezar a colocar los libros fue un subidón, sentía, literalmente, que mi biblioteca se convertía, de pronto, en una biblioteca, y que yo era, entonces, un bibliotecario.

Esa noche, la quinta, no la cuarta, sin embargo, empecé a notar una cosa extraña en el pecho, como si algo no estuviera en su lugar, como si algo, más bien, faltara en algún sitio, como si algo, pues, no estuviera completo. Eso es, me dije, no están todos mis libros. Al día siguiente, antes de continuar con lo que tocaba –empezar a colocar los ejemplares de los autores cuyo apellido empezaba con la O (cada vez faltaba menos, cada vez estaba más cerca pero también más vuelto mierda)–, revisé lo que llevaba acomodado y me di cuenta de todos los libros que había tenido y ya no tenía: ¡son una mierda... mis amigos... una puta basura... perros asquerosos... ratas miserables!

Cuando llegué al reino de los organismos unicelulares –¡trilobites descastados!–, tras escupir insectos, gusanos y protozoarios, sin embargo, la sensación que me asaltara la noche anterior volvió a vaciarme –estuve seguro, entonces, de que aquello que faltaba faltaba, de algún modo, dentro de mí–: no puede ser, hay libros que leí hace poco y nadie ha venido –ya dije que llevábamos casi un año encerrados, sin invitar a nadie a nuestra casa, a consecuencia de la pandemia de la covid-19–. ¿Cómo, entonces, es que habían desaparecido aquellos libros?

La respuesta a esta última pregunta no cayó encima de mí hasta pasado un rato –mientras acomodaba la letra P–. Lo hizo, eso sí, con la fuerza de una estación espacial que se hubiera desplomado desde la estratósfera: los leí en electrónico... puta madre... ¡yo soy el trilobite! Sorprendido y humillado, me dejé entonces caer sobre la silla que tengo delante de la computadora. Me sentía desconectado de mí y de mis libros. Veía la pila que debía seguir acomodando y no me decía nada.

No me decían nada ni Pacheco ni Pamuk ni Palacio ni Palahnuik ni Parra ni Pascal ni Pasolini ni Pasternak ni Pavese ni Pessoa ni Pinget ni Pinter ni Piñero ni Polgar ni Poe ni Proust ni Pushkin. Nada. Hasta que, de golpe, cruzó mi mente la siguiente idea: bueno, digamos que tengo dos bibliotecas y digamos, además, que, en aquella otra, la que no está aquí, puedo mantener mis libros en desorden.

La alegría que sentí entonces me levantó de la silla y me ayudó a terminar de acomodar el resto de los libros que faltaban. Sin embargo, mientras trabajaba, así como el dolor de las lumbares y de las rodillas seguía creciendo, crecía un nuevo desasosiego, que no lograba comprender a qué podía deberse.

Fue hasta el día siguiente, apenas despertar, que lo supe, como supe que mis rodillas estaban destrozadas: si había cedido ante la electrónica, debía defender mi archivo de papeles y mis libros inútiles o la balanza quedaría descalibrada.

Sin perder tiempo, salí a la cochera, metí las bolsas, las vacié una por una y acomodé su contenido ahí donde hubiera algún espacio: sobre mi escritorio, la mesa, algunos sillones y no pocos rincones.

Cuando terminé, mi pareja y mi hijo casi me matan. La biblioteca, sin embargo, había sido ordenada tal y como había prometido, así que no podían decirme demasiado.

Aun así, poniéndome, otra vez, el curita antes de la herida, justo antes de que empezaran a reclamar, les enseñé mis rodillas.

Mi pareja se marchó furiosa, mientras mi hijo, riéndose, me dijo: “Bueno, si es líquido sinovial, somos millonarios”.

Luego, cuando estuve otra vez solo, decidí que aquel era un día que debía celebrar.

Y qué mejor manera que con un ácido –no me metía uno desde antes de la covid–.

Volteé, entonces, hacia el lugar en donde sabía que debía estar el libro en el que siempre he guardado mis plantillas.

Pero no, aquel libro, cuyo sitio recordaba mi memoria espacial, no estaba ahí.

Y como no sabía qué libro era –no lo necesitaba, formaba parte de mi orden orgánico–, no tenía idea de dónde podría haber terminado.

Me lleva la verga, pensé mientras intentaba, en vano, recordar qué libro era aquel que estaba justo ahí, en donde ya no estaba.

“Mexicanos dudan de que el virus llegue a su país”, leí en la nota que estaba en mi escritorio, al tiempo que caía en cuenta de todo lo que acababa de perder: eran muchas las cosas que había guardado como guardé aquellos ácidos.

No tenía, en realidad, nada que celebrar: el nuevo orden de mi biblioteca era un desorden infinito, un anti-mapa del tesoro.

Eso sí, ahora, cada vez que abro un libro, tengo la esperanza de encontrar una sorpresa.