Como reza la frase popular, la tercera es la vencida. El actor devenido realizador eventual Todd Field (sólo firmó tres largometrajes a lo largo de más de dos décadas) logra con Tár un relato cinematográfico redondo, en ambiciones y logros. Relato que es a su vez retrato de un personaje complejo, ambiguo, descentrado, más allá de las exigentes demandas de una profesión que requiere de equilibrios precisos. A diferencia de En el dormitorio, su ópera prima de 2001, y Secretos íntimos (2006), que a pesar del rigor narrativo aparecían lastradas por gravedades autoimpuestas, en su último esfuerzo los diversos elementos que forman parte de la historia y, en particular, el tono crecientemente espeso y perturbador terminan por darle forma a un largometraje atípico en la producción estadounidense, a tal punto que sus singularidades formales y ritmos podrían confundirse con los de un film europeo. Todo ello coronado por una estupenda actuación de Cate Blanchett, quien compone con notable fiereza a Lydia Tár, directora de orquesta celebérrima, además de compositora y estudiosa, mientras atraviesa la gradual desintegración de su figura granítica, a nivel público y privado, antes de desaparecer y reinventarse.

Tár llega a los cines argentinos el próximo jueves 9 de febrero, precedida por las recientes seis nominaciones a los premios Oscar, incluida desde luego la de Mejor Actriz, además de Mejor Película, Director y Guion Original. Acompañan a la australiana dos grandes actrices del Viejo Continente, la francesa Noémie Merlant y la alemana Nina Hoss, la primera como su asistente personal y mano derecha en las rutas del mundo de la música clásica, la segunda en el papel de su pareja en la ficción. De cómo un pecado del pasado puede alterar por completo una carrera en el presente en tiempos de cancelación, merced a los rencores, celos y abusos profesionales, apenas uno de los diversos temas que recorre Tár, sin subrayados enfáticos ni posturas moralizantes.

Lydia Tár reina en un mundo de hombres, dominando con destreza sus manos y la batuta, símbolo fálico indispensable para llevar a la orquesta al destino musical deseado. Sus méritos curriculares en el cosmos clásico incluyen la conducción de la Orquesta de Nueva York, una maestría en la Universidad de Viena luego de recibirse en Harvard, cinco años de estudio de cantos indígenas peruanos y, como si todo eso fuera poco, cuatro estatuillas coleccionables: un Emmy, un Grammy, un Oscar y un Tony. La cereza del postre: supo ser la protegida de Leonard Bernstein. El prólogo de la película la muestra clara y elocuente durante una entrevista pública en los Estados Unidos, contestando preguntas de un periodista de The New Yorker, recordando anécdotas, repasando la carrera, anticipando los próximos pasos. Lydia vive junto a su esposa Sharon (Hoss) y su pequeña hija en Berlín, ciudad cosmopolita y con una tradición de alto nivel en materia de conciertos. La elección geográfica no es casual: la maestra Tár dirige nada menos que la prestigiosa Filarmónica de Berlín. La trama la encuentra enfrascada en los preparativos de una grabación definitiva de la Sinfonía n.º 5 de Mahler, uno de esos registros sonoros destinados a transformarse en futuro clásico de la compañía discográfica Deutsche Grammophon. Pero antes de eso, reflejo de la entrevista extendida de apertura, Todd Field regala un plano-secuencia poco ostentoso diseñado para describir una clase magistral en la Academia Juilliard, el exclusivo conservatorio de artes neoyorquino. Allí se despliegan (y se ponen en tensión) algunas de las cuestiones que más tarde conformarán el hueso del asunto.

Tár reflexiona sobre la ejecución de uno de los alumnos y la conversación deriva en discusión. El joven estudiante se autodefine como pangénero y BIPOC (siglas en inglés del colectivo “negro, indígena y gente de color”) y afirma con vehemencia que, para él, Bach está cancelado. No quiere saber nada con un compositor blanco y cisgénero: “La vida misógina de Bach hace que sea imposible para mí tomar su música en serio”. La separación entre obra y artista, nuevamente en el centro. La profesora le da una buena lección: alguna vez, en el futuro, el muchacho deberá salir al mundo y dirigir una orquesta, grande o pequeña, y la forma en la cual será recibido dependerá de su talento y no de sus elecciones y cancelaciones personales. El tono de Tár es fuerte, incluso agresivo, y deja en ridículo al alumno, quien ofendido se retira, no sin antes despedirse con un epíteto. El espectador no tiene otra opción que posicionarse en uno u otro lugar, y seguramente la pertenencia generacional lo predispondrá para ubicarse en uno de los extremos o en algún lugar intermedio. Lo que ocurrirá más tarde, de otro orden y tenor, de una gravedad mayor, devolverá a la memoria esa escena en el auditorio. Antes, en una instancia fugaz pero esencial, alguien edita las páginas de Wikipedia dedicadas a la conductora, y no precisamente con una descripción favorable.

Todd Field recuerda en una entrevista reciente con la revista Vanity Fair que la escena en cuestión tiene un origen real, una anécdota de sus años de estudio cinematográfico. “Teníamos una clase en el American Film Institute llamada Análisis Narrativo. Era una clase bastante brutal. El profesor era un realizador húngaro, Dezsö Magyar, y solíamos llevar a cabo unos proyectos que debían filmarse en cuatro días, con apenas unos cientos de dólares de presupuesto, que además había que editar en cuatro días. El resultado era proyectado frente a toda la clase, el responsable sentado en el escenario, mientras sus compañeros le tiraban tomates, sin posibilidad de responder. Era brutal, muy terrible que te tiraran toda esa fruta. Y si recibías elogios era peor, porque a partir de ese momento te transformabas en blanco por el resto del año. Hay ciertamente paralelos con la escena de Tár, pero en realidad el ímpetu para escribirla fue simplemente una pregunta generacional: ¿qué le diría tu viejo yo a tu yo más joven? Dos versiones de un mismo individuo, uno de cincuenta años, el otro con la mitad de esa edad. La versión joven es muy parecida a cómo imagino a Lydia Tár a los veinticinco, una joven rompiendo el vidrio de cristal, ignorando el canon. A ella tampoco le importaba la música de los ‘hombres blancos muertos’. La escena toma impulso porque ella desestima la elección musical del alumno”. Lydia regresa a Alemania y se reencuentra con Sharon y su hija, reanudando el trabajo en la Filarmónica. En paralelo, intenta componer una pieza y termina de darle los últimos toques editoriales a su autobiografía, próxima a ser editada por una importante librera. Lydia está en la cima de su carrera. De pronto, una noticia la sacude, a pesar de que su exterior no lo demuestra, en absoluto. Apenas un dejo de shock sobreactuado. Una exalumna, de quien supo ser mentora tiempo atrás, una muchacha aparentemente brillante y con futuro, acaba de suicidarse. ¿Qué tiene que ver Lydia Tár con ese hecho?

A partir de ese momento, la película comienza a operar en dos niveles. Por un lado, el que (aparentemente) estaba predestinado a llevar adelante la historia, cercano a la protagonista pero “objetivo”. Un nivel que comienza a ser horadado por otro, el reino de la subjetividad de la exitosa conductora de orquesta. Una salida de running por los bosques de Berlín es interrumpida por los gritos desesperados de una mujer, cuyo origen es imposible dilucidar. Por la noches, en plena madrugada, las levantadas cada vez más frecuentes luego de escuchar sonidos que no deberían oírse. ¿Quién activó en las horas silenciosas el instrumento esencial del métier, el rector del ritmo que nunca debe perderse? ¿Quién envió por correo esa edición de Challenge, la novela de la escritora y poetisa Vita Sackville-West de 1923, amante durante un tiempo de Virginia Woolf, prologada por una serie de mensajes crípticos? La vida profesional y personal de Lydia comienza a pender de hilos cada vez más finos y delicados; esa existencia que parecía tallada en piedra, firme e indestructible.

Field, cuya extensa carrera como actor incluye un papel secundario en Ojos bien cerrados, canto de cisne de Stanley Kubrick (su personaje es quien lleva al protagonista a la célebre orgía nocturna), declaró en una entrevista con IndieWire que Cate Blanchett siempre fue la primera elección a la hora de interpretar a Lydia. “Cuando Cate dijo que haría la película, la decisión fue bastante clara: el personaje tenía que ser el hilo conductor de la historia. Durante los preparativos, se trataba de pasar la primera hora a solas con los actores, ensayar, mirar, ver qué se sentía bien, encontrar un ángulo. Eso fue dictado por el guion y por el hecho de contar con alguien tan notable como Blanchett. La cámara sólo se mueve cuando necesita moverse”. En cuanto al particular universo en el cual se mueve la protagonista, el realizador afirmó que “tanto a Cate como a mí nos impresiona la música de concierto, porque hay tanta historia encerrada en ella. Una vez que se comienza a escarbar se encuentran infinitas conexiones con la historia, esa historia que le dio forma a los siglos pasados. Nos sentíamos como dos personas que descubren por primera vez el cine de autor europeo”.

Por supuesto que hay música en Tár. Y ensayos. Y una joven violonchelista rusa que encandila a Lydia y que, de forma inexorable, se transforma en su niña mimada, sujeto especular de aquella otra muchacha, la suicidada. La mirada de Sharon, la mujer de Lydia y primer violín en la filarmónica berlinesa, no puede sino reflejar aquello que se siente en las tripas y, por el momento, no se verbaliza. Cuando la película tuvo su estreno en los Estados Unidos, hace algunos meses, más de un espectador imaginó que estaba ante de la presencia de una biopic, un film biográfico basado en personas y hechos reales. La confusión, en parte, está dada por la enorme cantidad de referencias a figuras reales del mundillo de la así llamada música culta. Otras voces, previsiblemente, se alzaron en contra de la construcción de una figura femenina con poder, gay para mayor poder provocador, que no hace más que replicar algunos de los males usualmente conferidos al constructo (hetero) patriarcal, en particular los referidos al poder y su abuso. Pero Tár no sería Tár si su figura central fuera un hombre blanco con décadas de carrera y jerarquía. Es precisamente en la elección de una mujer de mediana edad, lesbiana “emparejada” (Tár dixit), que concentra el talento y el poder usualmente adjudicado a sus pares masculinos, donde Field encuentra las armas para erigir un film intrincado, que debe necesariamente ser completado en la cabeza del espectador. ¿Acaso los últimos tramos de la película, luego de las demandas y las defensas y el derrumbe, forman parte de la realidad dentro de la ficción o son apenas potentes vestigios de la imaginación de Lydia? Como fuere, la decisión de que la ¿heroína? muera simbólicamente y vuelva a renacer en los márgenes (algunas cancelaciones de la vida real dibujan precisamente ese arco) le dan una vuelta de tuerca irónica al clásico relato estadounidense de caída, redención y retorno con gloria. Lo mejor de Tár radica precisamente en las ambigüedades, en una narración crecientemente anómala, en su balanceada oferta de incomodidad.