“Traigo en mi canto,
el poco conocido
cantar arisco del canto de mi gente”
(“Desde la Patagonia”)
Marcelo Berbel

Bien concluye Naldo Labrín que a principios de la década del sesenta, Neuquén no tenía canciones propias. Él mismo, que con el tiempo se convertiría en uno de sus principales exponentes, versionaba por entonces a Los Fronterizos, a Yupanqui o a Falú, con su grupo Las voces del sur. Así, hasta que Naldo se llegó hasta un ignoto músico de la Banda del Ejército, que sí se ocupaba de ese vacío existencial. Que componía desde y para Neuquén. Que estaba construyendo una identidad musical, incluso extensible a toda la Patagonia. Marcelo Berbel (1925-2003) se llamaba, y los nombres de sus canciones primigenias no arrojaban dudas: “Lago Quillén”, “Dulce Limay”, “Pilmayquen”, y así.

Como la vida en esos parajes, el hombre no carecía de escollos. Motivos históricos sobran para detectar por qué cada región en la Argentina ya tenía su arte, su cultura y su música, cuando el inmenso sur andaba perdido entre bravas ventiscas, jarillales y soledades. La lógica de su conquista que se arrastraba en años era otra. El “dueño” había sido distinto porque, aun con sus atrocidades a cuestas, el dominio español en el Noroeste, en Cuyo, en la Mesopotamia o en la misma pampa húmeda, había permitido un mestizaje; un sincretismo religioso, social, cultural y musical que devendría, además de en una orgullosa pertenecía marrón, en un sonido autóctono, en una música identitaria, propia de cada región.

En el sur eso no sucedió, porque su dominación, más tardía y cruel, cayó en saco inglés. La concretó Roca, que lo único que tenía de argentino era el segundo nombre. Y que se inspiró en una visión racista, exterminadora, de neto corte sarmientino (a la que ciertas prácticas nazis tendrían poco que envidiarle siglo después) y favoreció, en definitiva, a los estancieros ingleses que ambicionaban el ganado lanar y los lagos escondidos, además de a sus ladinos locales. No era más que el viejo mito-sueño de la “nación blanca”, que muchos conservan hoy, como dejan traslucir los discursos de odio.

Escueto contexto histórico para dimensionar ciertos motivos que explican la tardía carencia musical patagónica. Carencia que Berbel, como refrenda el libro que acaba de publicar el Instituto Nacional de la Música, vino a resolver atropellando escollos. Recuperando e incorporando, es decir, la tradición mapuche --que la argentina inglesa había querido eliminar a fuerza de Remingtons, genocidio y destierros—a ese perfil estético gaucho que bajaba de las milongas sureras. Pero no solo. También de polcas, jotas, zambas y de ritmos primitivos, ancestrales, de otras regiones del país, incluso. A esa combinación "berbeliana" le debe entonces la inmensa Patagonia una manera genuina de ser, una ontología cultural que, a partir de la obra de este cantor, poeta, músico y compositor, le ha permitido presentarse ante la otredad, ante una alteridad, con todo lo que ello implica.

Se festeja entonces --y con enorme pasión-- que el INAMU haya puesto el foco en Marcelo Berbel y en su familia para dedicarles el quinto libro de una colección que ya anduvo por otras regiones –menos complejas en los términos expuestos— a través de Luis Alberto Spinetta, Gustavo “Cuchi” Leguizamón, Mario del Tránsito Cocomarola o Leda Valladares. Desde la Patagonia (El legado de Marcelo Berbel) propone unas doscientas páginas más un conjunto de partituras con sus respectivos códigos QR, canciones, fotografías, poesías y testimonios cuyo destino es poblar bibliotecas, escuelas e institutos de formación de todo el país. Fin nada despreciable para un país que suele sufrir de dispersión cultural. De desconocimiento hacia dentro. Que suele separar las partes esenciales que lo componen, en beneficio de variopintos cipayismos.

La vida y el legado de Berbel revela a libro abierto un profuso cancionero que patenta una personería musical neuquino-patagónica a través de piezas que se eternizarían en la voces de José Larralde –cómo soslayar la bellísima hondura de “Quimey Neuquén”, que además se convertiría en el tema oficial de la provincia--; de Jorge Cafrune, caso “La pasto verde”; de “Piñonero”, hermanos Marité y Hugo Berbel mediante; o de la profundísima “Rogativa de Loncomeo”, que da en el punto heroico de la construcción. Le otorga ese maridaje cultural del que supuestamente carecía la Patagonia, al fusionar la necesidad occidental de nominar un género musical --lonco (cabeza) + meo (movimiento) = loncomeo-- emparentada a una tradición anónima, atávica, dada por la danza indígena del choique purun, por caso.

Y no solo, porque lo que Berbel cosechó en el “desierto” fue también una épica poética capaz de entrelazar paisaje y sociedad, naturaleza y gentes, lo huinca y lo mapuche, cuyo idioma tiñen con tinta ancestral varias de sus composiciones. De “Cuesta del Rahue” a “Del sur al altiplano”, pasando por el “Loncomeo del amor mapuche”; la seminal “Embudo”, que León Gieco grabaría con sus amigos en Orozco o “Alambrado de veranada”, cuya letra bien podría caberle a los tantos lagos pirateados de la región. “Suerte que el cielo está encima / sino también lo alambran”.

La historia de Marcelo Berbel se deja contar también a través de los testimonios de Diego Boris, Rubén Patagonia, Neli Saporiti, Gustavo Namuncurá, Musha Carabajal, entre otros y otras, y especialmente de su hija Marité, que va narrando las historias detrás de las canciones de su padre, como un hilo conductor cardinal. Explica ella por qué “Del puestero” es un “valse”, y no un vals; quién era Carmen Funes de Campos, la protagonista de “La pasto verde”; da cuenta de por qué “Neuquén Travum Mapu”, se terminó convirtiendo en el himno de la provincia; refrenda la belleza del Aluminé que su padre evoca en “Piñonero”. Y recala en los orígenes de “Micha Cheo”, canción oficial de Zapala que, con música de Hugo, revela un tesoro escondido, tal como ese latir esencial patagónico que Marcelo logró visibilizar a través de más de mil canciones.