“El cuerpo del chico era esbelto, atlético. Aparte de los calcetines de felpa, estaba completamente desnudo. Tenía un cuchillo clavado en el pecho. Lo habían golpeado repetidamente en la cabeza, en la cara, en la boca, en las manos, entre los dientes. Había heridas profundas a la altura del tórax, grandes cortes en la base del cuello. A las heridas profundas se añadían numerosas lesiones superficiales. La cabeza estaba inclinada a la derecha. Medio enroscado en torno al cuello, había un cable de plástico, como de electricidad. Quizás también habían intentado estrangularlo. (…) Quien había golpeado a ese chico se había ensañado de un modo asombroso, había descargado sobre él una furia desmesurada, primitiva. Pero, aparte de los cortes y de las demás lesiones, el cuerpo de la víctima también atestiguaba algo diferente: en el brazo izquierdo, desde el inicio del bíceps hasta casi el codo estaba tatuado el nombre Marta Gaia.”

Historia de un crimen sin móvil

La escena relatada por Nicola Lagioia en La ciudad de los vivos remite a una escena real: el crimen de Luca Varani, de veintitrés años, trabajador en un taller de planchistería, taxiboy ocasional, hijo de una familia humilde de vendedores ambulantes de dulces y frutos y novio desde la adolescencia de Marta Gaia. Los victimarios fueron dos jóvenes pertenecientes a los sectores privilegiados: Manuel Foffo, proveniente de una familia de empresarios del sector gastronómico y Marco Prato, un RRPP conocido de la noche gay romana e hijo de un profesor universitario y reconocido periodista italiano católico y algo ultramontano. El horroroso homicidio no tenía ningún móvil.

Pero la escena, que no admite metáforas, tiene también reminiscencias de una escena literaria en la cual la violencia del lenguaje expresa la violencia ejercida sobre los cuerpos: la tortura, violación y estrangulamiento de un niño de sectores populares a manos de tres niños burgueses en El niño proletario de Osvaldo Lamborghini. Lamborghini supuso un quiebre en la literatura argentina no solo por lo escabroso del relato y de la lengua, sino porque puso en evidencia aquello que se pretendía distorsionar desde la génesis de la narrativa argentina. No son los sectores populares los que violan y matan a las clases acomodadas como tradicionalmente lo mostraba la literatura desde el cuento El matadero de Esteban Echeverría, sino que era a la inversa. Es decir, aquello de lo que pretendía dar cuenta Lamborghini, es que históricamente los que explotan, humillan, vilipendian y matan los cuerpos y los corazones de los proletarios son los burgueses, la autodenominada civilización.

A su vez, como el asesinato de Luca Varani transcurrió en Roma se puede citar al poeta y escritor italiano clarividente por antonomasia: Pier Paolo Pasolini. Porque la escena que da comienzo a este artículo parece un fotograma de Salo o Los cien días de Sodoma (1975) aquella película en la cual Pasolini dio cuenta de la manera en que la burguesía iba perdiendo toda metáfora o aplazamiento en su capacidad destructora. Allí, la burguesía ya no tenía fábricas: lisa y llanamente se apropiaba sexualmente de los cuerpos para usarlos a su antojo, degradarlos, violarlos y finalmente matarlos. La burguesía ya mataba literalmente sin ambages.

Los hechos

A comienzos de marzo de 2016, en un apartamento de las afueras de Roma, dos jóvenes pertenecientes a una clase social adinerada, se lanzaron a una fiesta de varios días plena de drogas y alcohol. Pasadas setenta y dos horas de descontrol, decidieron invitar a alguien y finalmente acordaron cita con Luca Varini, un muchacho al que apenas conocían. El cebo fue dinero a cambio de sexo. Sin embargo, horas después, sin mediar riña o motivo, entre ambos lo sedaron y empezaron a torturarlo hasta la muerte. Manuel Foffo tenía entonces veintiocho años y Marco Prato veintinueve.

La muerte a martillazos y cuchilladas de Luca captó la atención y conmovió la sensibilidad del escritor Nicola Lagioia (Bari, 1973) quien dedicó casi un lustro de su vida a investigar los pormenores de este asesinato terrible, salvaje y sin sentido. Ello requirió sumergirse en la noche del infierno: habló con afectos y allegados allegados a la víctima y los victimarios, se carteó con Manuel Foffo, releyó los whatsapp que condujeron al momento fatal, siguió los detalles del juicio, ahondó en los alegatos y las declaraciones, leyó informes psiquiátricos y forenses, contempló fotografías escabrosas, analizó las distintas coberturas de los medios masivos de comunicación. De este trabajo surge La ciudad de los vivos (Random House), una crónica extraordinaria que ya fue comparada con libros de no ficción tales como A sangre fría de Truman Capote que lo hizo merecedor del premio Strega, el más prestigioso de los galardones literarios italianos.

Por más que el asesinato gratuito no se explica únicamente por la variable de la clase social, ante la impunidad y la brutalidad del crimen de un muchacho que buscaba la vida como podía casi cabe la pregunta de Walsh en los basurales de José León Suarez, en un contexto completamente diferente, ante el fusilamiento de peronistas: “¿por qué nos mataban de esa manera?” 

Es decir, ¿por qué siempre las víctimas propiciatorias de las fiestas, de las bromas y de los rituales burgueses pertenecen al mundo de los trabajadores o del subproletariado? ¿es el odio visceral y ancestral de la burguesía por la clase obrera?

Tras cometer el homicidio y con el cadáver aun en su departamento, Manuel Foffo durmió unas horas, se vistió y asistió al funeral de su tío fallecido de cáncer. En el viaje, le confesó a su padre lo ocurrido. Marco Prato se fue a un hotel y tomó unas pastillas para suicidarse en pleno “bajón” a causa de las drogas. Mientras se recuperaba en el hospital, Prato relató pormenorizadamente los hechos con abundancia de detalles. Según la psiquiatra, en su narración, Marco no evidenciaba sentimientos de culpa o de autoacusación, ni sentimientos de vergüenza o desesperación. (En prisión solo esbozó como explicación que: “solo querían saber que se sentía al matar a alguien”). 

Asimismo, ocupados en preparar la defensa de sus hijos, los padres insistieron en defenderse como “buenas familias”. El padre de Foffo fue más lejos y calificó a su hijo como “modélico”. La madre manifestó su incredulidad con las desafortunadas palabras: “Este chico no era del grupo de amigos de Manuel… ¿qué estaba haciendo en mi casa?”. Ledo Pratto, el progenitor de Marco, escribió una carta pública en su blog, donde resaltaba sus propias virtudes paternas, asimilaba su tragedia a la de las otras dos familias -incluidas la de Varani-, y apelaba a la figura divina para “revertir el mal en el bien”. Ni entonces, ni durante los días siguientes, ni durante el juicio, ni nunca en estos seis años, a nadie de los implicados o de sus familias, pareció ocurrírsele pedir perdón a la madre y el padre de Varani por ese hecho imperdonable. 

Será que, parafraseando al Michel Foucault de Genealogía del racismo, ¿se educa a poblaciones enteras para odiar y matar? ¿Habrá un mecanismo consciente o inconsciente mediante el cual el otro aparece como un sujeto sin el estatus total de la humanidad, alguien superfluo y objetual que puede ser muerto sin que se considere que lo que se está cometiendo es un homicidio? 

Vientos de homofobia y transfobia

La carnicería tiene un antecedente que se sucedió hace casi exactamente un siglo: el brutal asesinato de un adolescente cometido por Nathan Leopold y Richard Loeb. En efecto, en 1924 estos jóvenes cultos y millonarios de la élite judía de Chicago se lanzaron a cometer la utopía eterna del crimen perfecto. 

Nathan y Richard, amantes y enamorados, malinterpretaron las ideas de Nietzsche y de Schopenhauer quisieron estar más allá de las leyes de la moral humana y convertirse en superhombres y con ese fin secuestran y mataron a un estudiante de catorce años desconocido. El fallo de lo que fuera llamado “el crimen del siglo” -se pidió asesoramiento a Freud para la defensa- concluyó en el confinamiento de por vida de los criminales. El delito gratuito sirvió como pretexto para fortalecer el imaginario que asocia homosexualidad con peligrosa criminalidad, es decir, la idea de que los gays son asesinos innatos.

Entre muchas interpretaciones y repercusiones, el asesinato de Varani también encendió en muchos medios masivos y en parte de la opinión pública los nunca apagados fuegos de la homofobia y la transfobia (Prato se travestía en la intimidad y manifestaba frecuentemente su deseo de ser mujer) de cualquier sociedad contemporánea en particular y de la italiana en particular. A eso se agregó que, una vez en prisión, se difundiera procazmente la seropositividad de Marco. 

Frente a un crimen que no tiene explicación: ¿qué mejor artilugio que recurrir a la vieja fórmula y al argumento de la vida sórdida de gays y travestis o al resentimiento de “los sidosos”? Se lanzó incluso la hipótesis de que un vulnerable Foffo había sido víctima de las manipulaciones y de las seducciones de Prato. Así Prato, el homosexual, devenía en autor intelectual y Foffo, el declarado heterosexual, en autor material.

Impacto fatal

En el prólogo de la película Impact, (1949, Arthur Lubin) traducida al castellano como Choque, se define “Impacto” como “la fuerza con la que dos vidas pueden encontrarse, a veces para bien, a veces para mal”. En su libro, Lagioia insiste con una hipótesis formulada también por otros investigadores: si Foffo y Prato no se hubieran conocido, la tragedia no hubiera tenido lugar. 

Probablemente si a esos jóvenes les hubieran presagiado una semana antes de los infaustos hechos lo que iba a ocurrir se hubieran reído de la incredulidad. Para algunos psicólogos y psiquiatras al conocerse y encontrarse se juntaron los traumas familiares, las represiones, las debilidades, las pesadillas, las paranoias de dos seres impotentes, solitarios y a la deriva, e hicieron eclosión en combinación con las drogas. Quizás, entre otras razones, Foffo solo quería matar a su padre y Marco quería matar a su madre. Y, al ver a ese pobre muchacho reducido en un estado de absoluta postración se reconocieron a sí mismos y sintieron horror y llevaron a la práctica la ancestral idea del crimen ritual. Son meras hipótesis para un crimen que ofrece más preguntas que respuestas porque parece remitir a la eterna pregunta de la naturaleza del mal.

Tras varios traslados, la violación de su intimidad al llevar a publicidad su estado de salud, presos que le juraron venganza por haber sido seducidos y otras vulneraciones a sus derechos humanos, Prato se suicidó en la cárcel el día previo a la audiencia. Así se llevó a la tumba algunas palabras que pudieran brindar pistas. En julio de 2019, Marco fue condenado por el juez Nicola Di Grazia a treinta años de prisión. 

El crimen de Varani parecen ser uno de esos hechos que parecen concentrar los conceptos centrales de la obra de Hannah Arendt: la de los crímenes imperdonables que no tiene ni castigo ni perdón, la de la banalidad del mal (en algún momento, los jóvenes admitieron que no querían matar, solo querían divertirse), la de una humanidad donde algunas vidas se vuelven más precarias que otras…