No soy hombre, no estoy en mis veinti. No sé lo que es ser parte de un grupo de varones, jóvenes, que van a un boliche sabiendo que probablemente se pelearan con alguien. Pero tengo dos hijos varones. El mayor, de la edad en que algunos de los acusados tenían la noche del 18 de enero de 2020, me dice que por eso nunca le gustó salir a boliches, porque es normal que se agarren a piñas. Eso dicen también mis sobrinos. Es común, habitual, es lo que pasa siempre. Solo que esta vez terminó mal.

Hay algo que me da vueltas, que supera a la pertenencia rugbier de estos pibes. Se juega también la cultura de los hijos del poder, aunque sea un poder chiquito, de una ciudad periférica. Pero especialmente hay una cuestión que tiene que ver con lo que pasa con esos grupos de varones en los que las individualidades hacen cosas que solos no se atreverían a hacer. Está estudiado el poder del grupo, donde alguno impone, otro sigue, un tercero no quiere ser menos o tal vez hay una puja entre algunos por ver quién es el más poronga, y nadie se quiere quedar atrás, nadie quiere ser menos, incluso nadie puede querer ser menos.

Recordé el cuento de Osvaldo Lamborghini, “La causa justa”, en el que después de un partido, en un vestuario, empiezan “las pioladas y las bromas de mal gusto, ese repugnante clima de “formamos todos una gran familia” creado generalmente por los acostumbrados al naranjín, pero que la juegan de campeones del “vinacho” –como dicen ellos, y que a las tres copas ya perdieron”, y siempre hay uno que prepotea a otro, se va de boca, lo humilla, el atacado responde, y esa escena se repite porque todos por acción u omisión la avalan. Pero un día Tokuro, un hombre de otra cultura, que no entiende de dobles sentidos, exige que el que arenga cumpla con lo que dice. Y lo que ese hombre venía diciendo es que si fuera puto le chuparía la pija al otro, pero como no es no lo hace. El asunto es que Tokuro que sabe de artes marciales, exige que se cumpla con la palabra empeñada o los mata a todos. Y todo el grupo de guapos arruga, frente a ese que se animó a cortar semejante circo.

Para Fernando no hubo un Tokuro. Y con esto no quiero decir que oriente no tenga sus propios rituales de crueldad entre hombres. Sin embargo, en la historia de Lamborghini, me gusta leer que es el hombre de otra cultura, alguien que viene de otro lado y está excluido del pacto que los sostiene a todos, el que logra romper con ese juego perverso de afirmación de la masculinidad siempre heterosexual, blanca y de clase acomodada.

A Fernando Báez le faltó un Tokuro, repito. Alguien que no naturalizara la violencia, alguien que interrumpiera esa carnicería. Alguien o muchos, mejor dicho, entre todos los que estaban viendo lo que pasaba, que pudiera impedir que lo mataran.

También recordé otro cuento, esta vez de Raymond Carver, “Tanta agua tan cerca de casa”, en el que una mujer relata cómo su esposo y tres amigos, “gente honrada, hombres de su casa, hombres que se ocupan de su trabajo” fueron a pescar. Apenas llegar al río encontraron a una chica muerta, desnuda, el cuerpo enganchado en unas ramas en el agua. Uno de los hombres dijo que tenían que avisar a la policía de inmediato, pero los otros se opusieron, dijeron que la chica ya estaba muerta, no se iba a ir a ninguna parte, y ellos estaban cansados, acababan de llegar, era tarde y no tenían ganas de volver. Así que siguieron con sus planes, acamparon, hicieron fuego, tomaron whisky, ataron a la chica para que no se la llevara el río, pescaron, desayunaron y cenaron, jugaron a las cartas, contaron historias, durmieron, tomaron más whisky, siguieron pescando y después recién decidieron volver. Entonces llamaron a la policía y se quedaron esperando las instrucciones sin ninguna vergüenza, ni remordimiento ni culpa.

Ellos no la habían matado. Sin embargo, les resultó más cómodo aprovechar su fin de semana que abortar sus planes porque habían encontrado una chica muerta, seguramente asesinada. Imposible no asociar la actitud de esos hombres con la de los pibes yendo a comer después de ser conscientes de que Fernando había “caducado”.

En el cuento, la mujer está furiosa con el marido. Va al velorio de la chica. Duerme en el sofá. Le habla poco y mal a su marido. Recuerda que en su adolescencia habían matado a una chica, también la habían tirado al río, y declararon inocentes a los únicos sospechosos. Al final ella vuelve a su casa -había dejado a su hijo con el padre unas horas para ir al velorio - y teme que le haya pasado algo. Esa desconfianza hacia su marido dura un instante, hasta que encuentra al chico sano y salvo. Finalmente se reconcilia con su marido y todo hace creer que las cosas seguirán como hasta el momento.

No dejo de pensar en esas cofradías de hombres que se potencian, se tapan, se sostienen, se dejan llevar. Y por otro en las mujeres que a veces tenemos un rapto de lucidez, desconfiamos, pero después dejamos que todo siga en su lugar.

Lo que quiero decir es que hemos normalizado durante siglos y milenios esa violencia. Sin ir demasiado lejos, en los últimos años no es raro que los medios nos hablen de violaciones grupales que en algunos casos terminan en asesinatos, de hombres matando a otros hombres y a mujeres. Lo que pasó con Fernando no es nuevo. Tal vez lo nuevo es que haya tantos registros fílmicos y testigos de lo que pasó.

Me pregunto si una “condena ejemplar” -aunque un amigo letrado me aclara que las condenas no deben ejemplificar nada- permitirá cambiar esa costumbre ancestral de machos preocupados por cuidarse las espaldas sin importar las consecuencias.

Me pregunto si como sociedad estaremos a la altura, si seremos capaces de producir Tokuros (lo digo como concepto, más allá de lo individual), o seguiremos cada uno en nuestros asuntos y diremos, como el protagonista de “Tanta agua tan cerca de casa”, como justificación:

-Estaba muerta. Y lo siento como el que más. Pero estaba muerta.

 

Y seguiremos leyendo el diario, tomando una cerveza, fumando un cigarrillo mirando la nada. O nos enojaremos por un tiempo y luego dejaremos que todo siga su curso, como el río, o mejor dicho, como el agua del río que se nos escurre entre los dedos.