A meses de que se cumpla un siglo de la publicación de El juguete rabioso, la primera novela de Roberto Arlt, el homenaje no se lo hace la literatura ni el mundillo cultural, sino la sociedad en su conjunto.

Ya nos hemos referido antriormente al gobierno de Los siete locos: es innegable la semejanza de un personaje del Gobierno con El Astrólogo, la del asesor monotributista con el Rufián Melancólico y la de Mauricio Macri con Barsut, el burlador burlado. Lilia podría ser La Coja. Adivinen quién sería hoy el desdichado Remo. 

Pero no se trata solamente de eso. Vivimos una época tan arltiana como la que el ecritor de Flores plasmó en sus textos, en la que los repartidores de Rappi de hoy son los turritos que trajinaban el empedrado entonces, a la caza desesperada de un morlaco que los hiciera morfar. 

Más o menos como el joven Silvio Astier que arrastra por las calles céntricas, como un yugo, la canasta roja para las compras de su patrón, el librero napolitano de la calle Esmeralda. 

Antes de eso, antes de asumirse como gil trabajador, el pibe tuvo una etapa en la que, junto a dos cómplices, intentó vivir sin laburar. En la novela, roban picaportes, canillas y hasta libros de una escuela. 

Un siglo después, los de su edad y su condición intentan pegarla con una apuesta deportiva o una criptomoneda. La decisión tiene una lógica implacable, basada en un dato de su entorno. Es evidente que los que laburan no viven dignamente. 

A sus quince años, Astier busca empleo por dos razones: porque su madre es viuda y pasa necesidades y, más importante todavía, porque la secundaria no es obligatoria y a nadie escandaliza el trabajo infantil.  

Y la calle, entonces como ahora, es una suerte de selva impiadosa, donde el nacimiento condena a cada ser a un determinado lugar de la cadena alimentaria, generalmente uno vulnerable, del que difícilmente se pueda zafar, por más astucia o coraje que se le eche a la tarea.

Los personajes de Arlt también son, a su modo, emprendedores. En su afiebrada carrera por salir de la pobreza, uno inventa la rosa de cobre, otro el contador de estrellas fugaces, sólo para descubrir que, en el capitalismo, una buena idea no es necesariamente un buen negocio, porque además se requiere capital, relaciones y una serie de cosas con las que los muchachos de barrio no cuentan. 

Las novelas de Arlt datan, El juguete rabioso, del gobierno de Marcelo Torcuato de Alvear, donde el radicalismo mostró su rostro más elitista y similar al del conservadurismo; Los siete locos y Los lanzallamas, de la década infame, que empezó cuando la oligarquía, harta del experimento democrático, decidió recordarle al conjunto de la sociedad quién manda y para qué.

Lo hizo a través del golpe de estado de 1930, encabezado por el general José Félix Uriburu, quien fue bautizado por el humor popular como "Von Pepe", por su apasionado sentimiento germanófilo. 

Pero el aporte clave para terminar con el ciclo de presidentes radicales, más allá de las tropas y los fusiles, lo realizó la Corte Suprema de aquel momento, al darle al golpe de 1930 cobertura legal a través de una acordada, que sirvió de argumento o excusa para los golpistas posteriores.

Aquel golpe del 6 de septiembre de 1930 contó con la simpatía de buena parte de la clase media. Condición necesaria para eso fue que los medios masivos, en especial los periódicos impresos, muy influyentes entonces, difamaran diariamente al presidente Hipólito Yrigoyen.

Para ello, generaban un sentimiento que aún hoy parece rendir frutos: la indignación moral, que anula o traba el análisis político. Con la devaluación posterior al golpe de estado, la clase media comprobó que los beneficiarios del nuevo régimen serían otros y le retiró su apoyo al gobierno de facto, pero el engaño ya estaba consumado.

Uno de los más comprometidos con esa tarea de demolición, que a la vez conspiraba casi compulsivmente, haciendo de anfitrión de pantagruélicos asados para políticos opositores y militares en su quinta de Don Torcuato, fue el dueño de Crítica y empleador de Arlt, Natalio Botana.

No hay registro ni prueba documental de que Botana haya considerado "puesto menor" la presidencia, pero por el tipo de relaciones que establecía podemos inferir que se consideraba parte del poder permanente, que no se somete a elecciones ni a prácticamente nada. 

Arlt también fue un gran dramaturgo. Una de sus obras más conocidas del género teatral es La isla desierta, donde un grupo de trabajadores atrapados en tareas rutinarias, mal pagas y carentes de sentido fantasea con la libertad. Pero, antes de eso, publicó Los lanzallamas, que es la secuela de Los siete locos. Allí, todos sus personajes, sin excepción, terminan mal.