Varias veces en su vida Pasolini confesó su intención de abandonar Italia y esa misma intención parece dominar toda su obra. “Irse, o el suicidio”, podríamos decir, glosando a nuestros maestros. Me refiero, claro, a David Viñas hablando de Leopoldo Lugones. En una entrevista de Eugenia Wolfowicz en 1975, Pasolini reflexiona sobre la relación de su obra con la sociedad de consumo. A la pregunta “¿Usted quiere decir que la sociedad de consumo invadió, incluso, Sicilia?”, contesta:

“No solo invadió Sicilia sino que la destruyó. Si usted hubiera estado allí hace diez años y volviera ahora, no la reconocería. Todos los jóvenes han emigrado, puede ir en coche durante horas, de un pueblo a otro en la zona de las Madonías sin encontrar un solo joven: solo verá viejos y algunos chicos y pollos. ¿Dónde están los jóvenes? Se fueron a Alemania, a Francia o al norte de Italia, donde llevan un tipo de vida totalmente alienante que destruye su sistema de valores, lo reemplazan por otros que, para ellos, son locos y absurdos. Esos valores les son impuestos por los horrores de la televisión, la radio y otros medios de comunicación, la infraestructura, la moda, etcétera. Durante años tuve que vivir con este horror. Al principio, ya se lo dije, reaccioné reafirmando los antiguos valores que iban a ser reemplazados y destruidos. Ahora que la situación no tiene remedio, a menos que me suicide o huya de Italia, de poder adaptarme a lo que llega, así como lo ven, mis películas reflejan la nueva y horrible realidad italiana”.

Mientras Pasolini pudo luchar en contra de esto, recurrió (como Kafka) a la política del anacronismo, reafirmando valores tradicionales: la ética cristiana, el primitivismo africano. Luego, el rechazo absoluto: el suicidio o la fuga hacia el propio tercer mundo y el propio subdesarrollo.

Toda la obra de Pasolini podría entenderse como una progresiva disidencia de Italia (ese límite nacionalitario), aunque solo fuera porque toda la obra de Pasolini está tramada alrededor de los dialectos entendidos como lenguas menores.

Como ha señalado Cesare Cesarino, los versos de Las cenizas de Gramsci (1957), el más ambicioso libro de poemas de Pasolini, constituyen un punto de partida para una interpretación de Pasolini como el heredero más importante y original del proyecto gramsciano. Tal importancia y originalidad consisten principalmente en el hecho de que Pasolini reinterpretó el compromiso de Gramsci en dirección a un Sur ligado con un diagrama geopolítico planetario, pero también en relación con la arena sexual, ligando diferentes ámbitos de la energía y la resistencia en un sentido que reapareció, mucho después, en los diálogos entre los campos disciplinares de la teoría queer y los estudios poscoloniales, así como a la figura bifronte que obsesiona a la filosofía contemporánea: la biopolítica y la globalización.

Queer o poscolonial, no quiero sostener estas palabras presuntuosas en relación con la obra de Pier Paolo Pasolini, que usaba un léxico más sencillo, más inocente, más preciso e indirecto, como cuando rechaza la identificación hecha por su amoroso compañero Ninetto Davoli del lugar en el que vive con el tercer mundo:

–No es un Tercer Mundo –le dice él–, sino casi un Tercer Mundo.

UN ARTE CASI MENOR

“Casi” un tercer mundo es una noción que nos conviene retener, como objeto de indagación pasoliniana pero, sobre todo, como actitud pasoliniana: Il padre selvaggio, Appunti per un film sull’India, Appunti per un’Orestiade africana, Appunti per un poema sul Terzo Mondo son los nombres de los proyectos en los que Pasolini apunta su obsesión y que, en algún sentido, aclaran su respuesta a Ninetto. En una entrevista de 1965 le dice a Ferdinando Camon que “no hay diferencia entre un villorrio calabrés y un villorrio indio o marroquí: se trata de dos variantes de un hecho que en el fondo es el mismo”.

Para Pasolini, el tercer mundo es, antes que un lugar determinado, un espacio indeterminado para el pensamiento y la imaginación.

Refiriéndose a los Appunti per un poema sul Terzo Mondo, señala:

Como dice el título, el tema de esta película es el Tercer Mundo: en este caso, la India, el África negra, los países árabes, América del Sur, los guetos negros de los Estados Unidos. El discurso será único. Así también habrá otros ambientes, por ejemplo, la Italia del Sur o las zonas mineras de los países nórdicos con grandes barracas de inmigrantes italianos, españoles, árabes, etc. Los principales problemas del Tercer Mundo son los mismos para todos los países a los que pertenecemos.

No hay, pues, ese tercer mundo (o aquel) sino siempre este, en el que vivo, y que es la condición de posibilidad del pensamiento y la imaginación, en su indeterminación: casi el tercer mundo, un espacio que a Pasolini le servía como punto de resistencia contra el avance del “capitalismo revolucionario, progresista y unificador”, contra la experiencia y la sensación, sin precedentes, de “la unidad del mundo” (que en otras latitudes se llamaba ya el Estado Universal Homogéneo).

Por eso, Pasolini termina rechazando (también) la idealización del tercer mundo, como la que se dejaba leer en el poema “Alí de los ojos azules” (dedicado a Sartre), donde imaginaba un agricultor africano que llegaba a Calabria con las banderas de Lenin. El tercer mundo no es exterior, sino ese casi (un lugar indeterminado) que permite sostener un pensamiento crítico y, al mismo tiempo, un arte radicalmente negativo.

Si la pregunta pasoliniana es qué arte hacer, su respuesta es clara como el agua: un arte menor, naturalmente, que por eso mismo fusione lo íntimo y lo público. Su Edipo re no es solo una película que adapta el texto de Sófocles sino la historia del propio Edipo de Pasolini. Un arte del cuerpo entendido como un espacio sagrado (el espacio en el que el pensamiento, encarnado, se libera de las determinaciones del capitalismo).

La idea de Pasolini fue volver a empezar con la poesía, la novela, el cine y la política como si la historia no hubiera sucedido, como si fuera un ser recién expulsado del Paraíso. En una de sus más importantes intervenciones teóricas, “32 puntos para un nuevo teatro” (1968), Pasolini escribe que:  “El nuevo teatro no oculta que se remite explícita-mente al teatro de la democracia ateniense, saltándose completamente toda la tradición reciente del teatro de la burguesía, por no decir la entera tradición moderna del teatro renacentista y de Shakespeare”.

Su arte es un arte de la más profunda y deliberada inocencia. En 1966, Pasolini escribió el largo poema “Quien soy”, también conocido como “El poeta de las cenizas”. En 1968, estrenó la película Teorema y ese mismo año publicó Teorema, la novela (el relato ya estaba incluido, como “proyecto”, en “Quien soy”).

La “actitud Pasolini”, que le permite ser “más moderno que todos los modernos”, tiene que ver con esa suspensión de los límites: películas, cartas, novelas, poemas, todo forma parte de la misma experiencia, que no puede desprenderse de un conjunto de negaciones radicales: la negación de la autonomía de la literatura, al mismo tiempo que se afirma un rechazo total del presente (dominado por una “mutación antropológica”; hoy diríamos una “catástrofe biopolítica”, cuya dirección lo horrorizaba). En ese contexto, lo que Pasolini intenta desarrollar es el rechazo a toda posible instrumentalización del arte por parte de la cultura: sostener el arte en su negatividad más absoluta, menos estatizable.

En la “Abjuración de la trilogía de la vida”, Pasolini constató que la presentación gozosa de los cuerpos que, para él, debía constituir un gesto de ruptura, había sido asimilada por la sociedad de consumo. Y es por eso que Pasolini abjuró de esas tres películas declarando que habían perdido toda fuerza crítica.

En todo caso (porque el régimen del arte es para Pasolini idéntico al de la carta), “lo que importa es, antes que nada, la sinceridad y la necesidad de lo que debe decirse”. Y solo por eso Pasolini no se arrepiente de haber filmado esas películas, que forman parte de ese protocolo (ingenuo, si se quiere) de sinceridad y necesidad (es decir: de inscripción de sí en una experiencia estética). La crisis cultural y antropológica de los años 60, tal y como Pasolini describe al período, opuso “los cuerpos inocentes con la arcaica violencia vital de sus órganos sexuales” (entendidos, estos cuerpos, como el último baluarte de la realidad), a la “irrealidad de la subcultura de los medios masivos de comunicación”.

En ese combate, piensa Pasolini, perdió “la realidad”. La protesta de Pasolini contra el mundo es una protesta contra la irrealidad de una ideología y de un aparato cultural (al mismo tiempo, una protesta contra la irrealidad de lo imaginario y una protesta contra la noción de compromiso sartreano).

¿Bajo qué forma Pasolini entiende la realidad? Varias palabras se repiten constantemente a lo largo de su obra; la violencia y la inocencia (al mismo tiempo), lo arcaico y lo vital, la fuerza (sagrada) del sexo, núcleos tanto de su poesía como de sus ficciones (películas y novelas). La realidad en todo caso, debe entenderse como una realidad “encantada”, en el sentido que tiene la palabra en la obra de Max Weber. Para Pasolini, la realidad es eso que debe permanecer encantado y el arte, aquello que contribuya a sostener el “encantamiento del mundo”. Frente a una modernidad donde lo que se verifica es la progresiva pérdida de valores o la progresiva reificación de las personas y de las relaciones personales, Pasolini afirma un mundo de valores puros, indeterminados, que relaciona con lugares y procesos de nominación.

La estética adecuada en relación con una realidad así pensada podría ser descripta, en términos de representación, como una suerte de “realismo figural” al estilo del realismo de la Edad Media (Pasolini elige siempre modelos “arcaicos”, es decir, fuera de la lógica del “progreso”). Sobre todo, de la pintura de Giotto, que inspira profundamente las composiciones de cuadros de las películas de Pasolini, tensionadas entre la crudeza y el simbolismo.

En términos de enunciación: el uso menor de la lengua, el uso del dialecto (se trate del friulano o del romanesco) como vectores de desterritorialización, así en la poesía como en el cine. En los “32 puntos para un nuevo teatro” (que hay que leer como un panfleto y un manifiesto), define eso que propone en la década del 60 como un teatro que “funde sus raíces en el rito y la palabra”. Lo que reconocemos como la obra de Pasolini funde sus raíces en el rito y en la palabra como manera de oponerse al academicismo burgués y al vanguardismo antiburgués. Dicho de otro modo: las palabras de Pasolini se cargan de sentido en un ritual. Ese ritual es la poesía y la poesía funciona, para Pasolini, como matriz de todas las artes.

En términos políticos: el proyecto de poetizar la experiencia estética supone asumir la poesía como un acto ritual de despojamiento a partir del cual sería posible recuperar el mundo bajo la forma del reencantamiento. Naturalmente, el reencantamiento supone el riesgo de la reterritorialización: no se trata de reencantar el mundo en la magia (eso es Harry Potter) o en la tradición de la Iglesia de Roma (el humanismo cristiano). Tampoco se trata de un reencantamiento que conduzca, por la vía del primitivismo que a Pasolini tanto le gustaba, al folclore. El propio Pasolini pudo haberse convertido -sobre todo si se leen sus primeros poemas, fuertemente cargados de retórica hermética y simbolista, y sus antologías de poesía popular y dialectal- en un poeta o un estudioso de un pasado muerto.

Pero su inscripción en la historia resiste a la reterritorialización, a la folclorización, al academicismo y al vanguardismo, concebidos estos últimos como dos momentos que naturalmente forman parte de una dialéctica. Así como en los “32 puntos”, el asunto reaparece en “El fin de la vanguardia” (1966), del mismo año de “Quien soy”, donde Pasolini polemiza al mismo tiempo con Goldman, Roland Barthes y Sanguineti. Pasolini se pregunta, en relación con unos versos del último:

“¿Qué se puede leer en ese texto [de vanguardia]? ¿Qué cosas vengo a saber sobre su modo de escritura? Antes que nada vengo a saber que en ese texto, a través de ese texto, se efectúa una determinada lucha lingüística. Una lucha lingüística que toma al clasicismo como enemigo (en el caso, ciertamente, de que la voluntad de esa lucha sea sincera). Por lo tanto vengo también a saber (y ciertamente con simpatía) que esa lucha lingüística se desenvuelve, a) contra el modo cotidiano de la lengua pequeñoburguesa estúpidamente rutinaria e impoética y b) contra el modo de una literatura tradicional, una literatura academicista, en la cual la lengua poética se supone como registro, como un arte elevado. Ahora bien, ¿qué cosas vengo a saber del autor de ese texto? Aquí, absolutamente nada, o mejor: lo que vengo a saber es una cosa, una única cosa. Vengo a saber que se trata de un literato”.

En esa polémica, lo que vemos es que al mismo tiempo que se liquidan los ideales de la “paleovanguardia” y de la “neovanguardia” (la vanguardia de los años 60), lo que se propone es un nuevo sentido para la literatura. Al final del mismo texto: “En suma, el mismo sentido nuevo de las cosas del mundo que señalan el fin del viejo compromiso, también señala el fin de la vanguardia”.

Simultáneamente (y como resultado de la misma inscripción en la historia), para Pasolini mueren la política y el arte dialécticos. Porque la vanguardia se vuelve tan academicista como el arte clásico y porque el racionalismo marxista se “identifica con el racionalismo burgués”. Para eso, dice Pasolini, basta ver el estalinismo en el que desembocaron los procesos revolucionarios o las nuevas formas de racismo de las cuales participa hasta la izquierda italiana.

LA FECUNDIDAD DEL MUNDO

La obra de Pasolini no es ni academicista ni vanguardista ni intimista ni solipsista, sino que marcha en otra dirección, en la dirección del casi tercer mundo, el propio subdesarrollo, al que se llegaría después de arduo y largo proceso de ascesis (es decir, de renunciamiento y de abjuración): ese proceso hace de la exposición de lo más íntimo de sí (lo que piensa) una forma de combate. En un texto de 1960, Pasión e ideología (1960), Pasolini escribe:

“Más allá de este experimentalismo históricamente actual, como tradición reciente y persistente del Siglo XX, surge la necesidad, con una violencia que trasciende el ámbito literario, de un verdadero experimentalismo en el sentido propio del término: no solo gradual e íntimo (sumido en una experiencia interior, practicado en relación con uno mismo, con la pasión de uno mismo) sino en relación con nuestra propia historia”.

Entre 1970 y 1971, Pasolini sufre una crisis sentimental con Ninetto Davoli, su amoroso compañero desde 1964, quien le anuncia que va a casarse (desorden de la clasificación). Pasolini decide apartarse del mundo y cumple con su dilatado proyecto de comprar una torre medieval en Viterbo. La mera contigüidad de esos datos en las biografías hace presuponer una causa y un efecto, la sujeción de la actitud Pasolini al territorio sentimental. Pero se trata de un proyecto de fuga total, como se lee en Transhumanar y organizar (libro que, por otra parte, abunda en referencias a nuestro tercer mundo, el americano, Brasil):

“La soledad: es necesario ser muy fuerte

Para amar la soledad; es necesario tener buenas piernas

Y una resistencia fuera de lo común; no se debe uno arriesgar

A resfríos, gripes o males de garganta; no se debe temer

A ladrones o asesinos; si te toca caminar

Toda la siesta o quizás durante toda la tarde

Es necesario saber hacerlo sin darse cuenta; donde sentarse; no hay;

Especialmente en invierno; con el viento que te arroja sobre la hierba mojada,

Y con las grandes piedras, entre la inmundicia, húmedas y fangosas;

No hay ningún consuelo, de eso no hay dudas,

Más allá de tener por delante todo un día y una noche

Sin obligaciones o límites de ningún tipo.

El sexo es un pretexto. Por más encuentros que haya

-y son muchos aún en invierno, por las calles abandonadas al viento

entre el montón de inmundicias contra los edificios lejanos-, no son más que momentos de la soledad;

cuánto más caliente y vivo es el cuerpo gentil

que unge de semen y se va,

más frío y mortal es alrededor el deleite desierto;

es esto lo que colma de alegría, como un viento milagroso, no la sonrisa inocente o la turbia prepotencia

de quien después se va; él se lleva tras de sí una juventud desmesuradamente joven; y en esto es inhumano, porque no deja huellas, o mejor, deja una sola huella que es siempre la misma en todas las estaciones.

Un muchacho en sus primeros amores

no es otra cosa que la fecundidad del mundo”.

La situación del poeta, podríamos decir (dado que siempre se trata de lo mismo: Kafka), es una vez más la del estar ante la ley y del deseo de ponerse en un fuera de la ley. La experiencia kafkiana y la experiencia pasoliniana coinciden como los Quijotes de Cervantes y Menard, y si Pasolini es un momento de repetición de lo menor lo es solo en el sentido en que podría decirse que Beckett es un momento de repetición de la vanguardia. ¿Cómo reclama Pasolini que se lea su obra? Solo como el protocolo de una experiencia existencial, solo como el protocolo de un acto cuya salida se desconoce. Por eso se empeña en quebrar los registros: para que no se lo reconozca en ningún lugar determinado, para que se sepa que pueden existir lugares indeterminados.

Lo que se lee en Pasolini es una experiencia de los márgenes (el casi tercer mundo, los sectores campesinos, el subproletariado de Roma, los suicidas, los miserables del planeta, los místicos y los desviados) como forma de un pensamiento encarnado (en oposición al pensamiento abstracto: la reificación de la conciencia).

Los sucesivos abandonos de Pasolini fueron leídos, en su momento, como el colmo de la ingenuidad y de la sinceridad, casi como si se tratara del discurso de un chico caprichoso. Para Pasolini, sin embargo, no fueron suficientemente sinceros: no hubo manera de que fueran leídos en su sencilla verdad: “la única manera de salvar la poesía es abandonándola”, leemos en “Quien soy”.

Exhausto, Kafka quería saltar por el balcón porque no lo entendían. Y por eso se obligó a escribir su propio “Esquema de las pequeñas literaturas” (su propio tratado de estética) y por eso ordenó que lo quemaran todo (¡Dora Djamant lo hizo!). Pasolini, que supo que el mundo era ya más cínico, más necio y más desencantado que el de cincuenta años antes, se vio obligado a ser más claro todavía (no en vano disfrutó tanto de la pedagogía infantil en su temprana juventud).

La única manera de pensar el arte entero es como una experiencia total de la existencia (filosofía, poesía, activismo, sexualidad): acción. La poesía como un sistema de excitaciones que constituye junto con la vida una totalidad no sintética o, en todo caso, una síntesis disyuntiva. En los “32 puntos para un nuevo teatro”, Pasolini suma a la idea de olvidar toda la historia de la novela, de la poesía y del cine (porque las experiencias no tienen historia ni causa), la historia del teatro. Escribe: “Los tiempos de Brecht han terminado para siempre”.

En la “Abjuración de la Trilogía de la vida” dice: “Pienso que, en principio, en ningún caso se debe temer la instrumentalización por parte del poder y de su cultura. Es necesario comportarse como si esta eventualidad peligrosa no existiese. Lo que cuenta es sobre todo la sinceridad y la necesidad de lo que se debe decir. No es necesario traicionarla de ninguna manera, y mucho menos haciendo silencio diplomáticamente, por toma de partido”.

La literatura y el arte que Pasolini inventa son una forma de literatura y de arte menor cuyo contexto es el milagro italiano y la Edad de Oro del siglo XX, el corazón del siglo, la década de 1960, el momento de hegemonía de la cultura de masas, el momento de los mayores excedentes de riqueza, el momento que, en el caso de la cultura italiana, coincide con la italianización de Italia, un momento marcado por la crisis de la humanitas clásica y su sistema clasificatorio y por la pérdida de toda referencia al ámbito de lo sagrado.

Para Pasolini, esa pérdida de lo sagrado era el fin. Y si murió como una víctima sacrificial fue justo que así fuera por el modo en que tensionó hasta el límite las formas de religiosidad y de creencia (el cristianismo, el marxismo): “Para mí, en este momento las palabras de Cristo ‘Ama a tu prójimo como a ti mismo´ significan ´Haz reformas estructurales’”.

No hacía falta que viniera Gilles Deleuze a proponer una moral de lo minoritario, pero, en todo caso, hizo falta Pasolini para que Deleuze encontrara dónde hacer pie para proponer esa moral. Deleuze y Guattari usan los dichos de Kafka para decir que “la literatura menor es la literatura que una minoría hace dentro de una lengua mayor”, con lo cual realizan una operación política a partir del “Esquema” de Kafka: una universalización, una desfolclorización y, al mismo tiempo, una politización de lo minoritario. Así, leemos en Mil mesetas, “nuestra época deviene la época de las minorías”, entendiendo que minorías no es lo mismo que un pequeño número. Minoría es el devenir menor, sobre todo, desear (sexualmente) y amar (en santidad) a los jóvenes del casi tercer mundo.

Una comunión, en última instancia, imposible porque, como le responde a Jean Duflot sobre Teorema, no hay evangelio de la sexualidad (pero tampoco del arte, o de la vida):

 

“Yo no propongo absolutamente ninguna solución. Para hacerlo, sería preciso que yo mismo la hubiese encontrado. No, son films libres, en el sentido del experimentalismo al que antes nos referíamos. No proponen ni salida ni solución. Son, a la manera del movimiento poético anteriormente evocado, ‘poemas en forma de grito de desesperación’”.