La relación entre cine de terror y homosexualidad ha sido tan fructífera como problemática. Desde la génesis del género, el séptimo arte introdujo personajes gay más o menos explícitos que, en rol de víctimas y/o victimarios, tan pronto denunciaban la discriminación y la homofobia sociales como contribuían a reforzar estereotipos negativos

Para citar solo un par de ejemplos, en sus películas de la Universal consideradas fundacionales del terror, el director gay James Whale (1889-1957) aprovechó la figura del monstruo para dar cuenta del pánico homosexual: así, en Frankenstein (1931) y El hombre invisible (1933), los protagonistas huyen de una multitud enloquecida que los persigue para destruirlos por el solo hecho de ser diferentes. En La novia de Frankenstein (1935), fue más lejos: la creación del científico provoca odio y rechazo, pero solo busca comprensión y afecto. Antológicas son las escenas en la que dos hombres -el Dr. Frankenstein y el Dr. Pretorius- dan a luz artificialmente a una potencial “novia” (Elsa Lanchester) cuya estética casi drag le ha valido ser apropiada por la comunidad LGTBIQ o aquella en que la criatura convive con un ermitaño ciego en una cabaña recóndita hasta que la felicidad conyugal es interrumpida por los disparos de unos cazadores armados. 

Más avanzado el siglo XX, otro creador gay, Clive Barker, en obras como la antológica Hellraiser (1987), legó demonios de sexualidad ambigua y vestuario sado que buscaban revancha en la sangre y el semen de varones heteros. Pero, en demasiadas películas de terror -sobre todo en un gran arco conservador que se extiende desde la década del 50 hasta 1990- los gays han sido monstruos sin ambages ni redención o los mártires propiciatorios junto a otros grupos secularmente estigmatizados.

Aggiornado a los nuevos tiempos, M. Night Shyamalan, el director de Sexto Sentido no precisa ya de metáforas para dar cuenta de imaginarios sociales circulantes: en su reciente película Llaman a la puerta, los amenazados por el horror son el matrimonio gay conformado por Eric y Andrew (los actores Jonathan Groff y Ben Aldridge que salieron del closet en la vida real), y Wen (Kristen Cui) su encantadora hija de ocho años de procedencia china. El contexto es una aislada cabaña lindante a Canadá donde la familia fue a vacacionar.

El comienzo de la ficción tiene reminiscencias casi explícitas del cuento de hadas más clásico: la inocente Wen se encuentra recolectando saltamontes en el bosque cuando es abordada por el lobo personificado por Leonard (Dave Bautista), un hombre gigante, tan amable como siniestro. Cuando las y los espectadores esperan la escena más temida, aparecen otros tres extraños cargando armas: Redmond (la estrella de la saga de Harry Potter, Rupert Grint), Sabrina (Nikki Amuka-Bird) y Ardiane (Abby Quinn) que persiguen a la niña y quieren entrar a la casa.

Siguiendo los parámetros del subgénero de invasores a los paraísos íntimos familiares, los aterradores intrusos ingresan por la fuerza al hogar y someten a sus tres habitantes. Sin embargo, el aparente cuarteto diabólico está conformado por un maestro de escuela, un trabajador de gas, una enfermera y una cocinera dando cuenta de que el mal puede estar a la vuelta de la esquina y encarnado en seres aparentemente inofensivos. Entonces la ficción da una nueva vuelta de tuerca: como los cuatro jinetes del apocalipsis, el grupo asegura que el mundo está a punto de desaparecer, a menos que uno de ellos acepte sacrificar a un amado miembro de la familia. Solo esta inmolación al estilo de Isaac a manos de Abraham en la Biblia o de “Ifigenia en Áulide” de Eurípides salvará al mundo de la extinción.

La unidad de lugar con personajes encerrados e inmovilizados dota a la película de cierto aire teatral, pero a su vez posibilita la eficaz construcción de esos ambientes asfixiantes -con una tensión que se mantiene hasta el final- tan propio del director. A su vez, la premisa permite que, a partir de distintos flashbacks se reconstruya la historia de amor de Eric y Andrew: los momentos felices, un suceso de violencia homofóbica del pasado contra Andrew, el rechazo de los padres de Eric, la lucha contra los prejuicios sociales y el intento de conformar una familia tras adoptar a Wen en China. A partir del dilema central de la ficción, se sugiere que la familia disidente siempre está amenazada por demonios que toman diversas formas que, por supuesto, incluyen evangelistas y pandemias.

Basada en la premiada novela La cabaña del fin del mundo de Paul Tremblay,  la película adolece de cierta literalidad y se vuelve riesgosa cuando modifica el final la lógica del relato original. Si bien, se valora la ambigüedad y la no linealidad del mensaje, puede dejar en el aire cierto aire moralizante o la idea de que siempre se precisa de un Cristo sacrificado, en esto caso gay. Pero, huelga decirlo, también habilita la lectura más políticamente potable de que solo los amores disidentes pueden salvar al mundo.