Además de ser casi un lugar común afirmar que “oír no es lo mismo que escuchar” puede deducirse fácilmente con un rápido repaso a los diccionarios. Percibir sonidos con el oído no puede equipararse nunca a prestar atención a lo que se oye, sobre todo porque esto último requiere, en primer lugar, reconocimiento del interlocutor o de la interlocutora, sumada a otras habilidades y capacidades que incorporan lo subjetivo, pero también lo contextual, lo cultural, lo social y lo político. Y, obviamente, lo comunicacional desde una perspectiva compleja que no se limita de ninguna manera a la mera recepción de información: exige participación y empatía. Cuando menos.

Escuchar es un proceso interpretativo que demanda por parte de quien lo hace un compromiso ético que es el reconocimiento del otro y de la otra como interlocutor válido. Significa poner en juego el sentido de la alteridad que, además de reconocer que todas y todos saben algo, pueden aportar desde un determinado lugar (histórico, cultural, social, etc.) y que ello tiene que ser validado y reconocido por quienes hacen uso comunicacional –muchas veces de manera monopólica- del espacio público.

Tres frases que el maestro Paulo Freire solía destinar a la educación, pero que son aplicables a toda la vida política y social. “Enseñar exige saber escuchar” afirmaba el educador y pedagogo brasileño. Pero también, agregaba, porque “aceptar y respetar la diferencia es una de esas virtudes sin las cuales la escucha no se puede dar”. Todo lo cual se apoya en la certeza de que “ninguna persona ignora todo; nadie lo sabe todo; todos sabemos algo; todos ignoramos algo. Por eso aprendemos siempre” completaba en otro momento.

En tiempos electorales como los que se avecinan y a la luz del escenario en el que estamos insertos, vale preguntarse si la comunicación y la política no requieren también de una profunda revisión desde la escucha.

Porque la comunicación, tanto en su dimensión política como en la ética, exige conocer al otro y a la otra en su alteridad, en su diferencia, en su profundidad, en sus subjetividades y en el marco contextual, cultural y social que lo construye. ¿Se puede hacer política de otra manera, sin un conocimiento profundo y vasto de quienes integran la sociedad a la que se intenta ofrecer un proyecto?

¿De qué manera construir una propuesta sin contar con la participación que genera diálogo y, en el mejor de los casos, puede promover la corresponsabilidad en el proyecto colectivo?

Todo lo anterior viene al caso porque si bien la maquinaria electoral ya se puso en marcha de manera muy anticipada, estamos entrando en una fase donde se multiplican las palabras, los eslóganes y las frases hechas, como si llenar el espacio comunicacional y cultural con sonidos e imágenes -como torbellino que todo se lleva puesto al pasar- fuese por si solo un argumento o una forma de convicción. Gran parte de las encuestas denotan desconocimiento y desinterés por la política y todo lo que habita en su entorno.

En esto no hay mayores distinciones entre partidos, movimientos o frentes. Apenas pequeñas diferencias. Todas las llamadas “estrategias de comunicación” apuntan a lo mismo: saturar con palabras e imágenes a una audiencia que no solo resulta indefensa sino avasallada por la metralla del maketing digital y de los medios corporativos dominantes.

Tanto la política como la comunicación –y como lógica consecuencia la comunicación política- requieren de actitudes de responsabilidad ciudadana y ética de quienes la protagonizan para habilitar espacios dialógicos en los que pueda emerger la denuncia, se visibilicen los problemas y, quizás, surjan nuevas propuestas mirando a la transformación de la sociedad en que vivimos. Muchas palabras, muchas imágenes y comunicados son huecos, vacíos cuando no surgen de la disponibilidad de habilitar los oídos, la mente y los sentidos para cargar de significación –desde la situación compleja del otro y de la otra -a lo que dice y pronuncia. También porque lo que antes fue claro, definido, hoy no lo es. Sabíamos cual era el sentido de audiencia, pueblo, también de ciudadanía. Hoy ya todo se resignifica y hay que escuchar para saber quién lo dice, desde dónde y por qué. Por eso, como ejemplo, no alcanza con hablarle a “la gente” como un genérico que engloba eliminando diferencias, haciendo desaparecer situaciones y particularidades que importan.

Comunicación y política necesitan, se validan y se legitiman desde la escucha. Todo lo que se haga y diga al margen de la escucha como actitud fundante es apenas una pantomima, otra farsa y una reiterada falta de respeto a las personas y, desde el punto de vista ciudadano, otro atentado a la democracia.

Es probable que esta demanda sea parte de un discurso que cae saco roto e interese a pocas y a pocos. Más allá de ello, vale la pena dejarlo planteado una vez más. Así sea como denuncia y manifestación de un compromiso que sigue aspirando a generar transformación. Porque pronunciar la palabra e intentar hacerla praxis no es privilegio de unos pocos, sino derecho de todas y todos.

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