Hay una razón para ver Gypsy y es Naomi Watts, a sus casi cincuenta años, con el cuerpo fibroso y los labios rodeados de arruguitas delicadísimas. La propuesta de la nueva serie de Netflix es atractiva: Watts interpreta a Jean Holloway, una psicóloga que tiene la vida resuelta pero, de puro aburrida, o por las ganas de explorar las zonas de su personalidad que quedaron relegadas a medida que la vida se fue organizando y volviendo previsible, rompe con toda ética profesional y se empieza a meter en la vida de sus pacientes sin que ellos lo sepan. No es que le falten conflictos propios: tiene un marido exitoso (Billy Crudup) que trabaja todo el tiempo y al que apenas ve, una madre (Blythe Danner) con la que tiene, como no podía ser de otra manera, una relación conflictiva y una hija de 9 años (Maren Heary) que no está tan segura de que quiera ser una chica y se va cortando el pelo cada vez más corto a lo largo de la serie.

Pero aunque ese podría ser el gran acontecimiento en la vida de Jean, aparece solo como un asunto secundario y en cambio el centro de la escena lo ocupa la flamante doble vida de esta mujer, que viaja todos los días en tren desde Connecticut a Nueva York para atender a un puñado de pacientes aburridos: una madre desesperada porque la hija parece querer expulsarla de su vida, un chico que no puede olvidarse de su ex, una chica adicta. Cuando el paciente obsesionado con su ex novia le cuenta el efecto que la chica producía en él, algo tan hipnótico como mirar al sol, Jean no lo duda y va en busca de la chica, Sidney (Sophie Cookson), que trabaja en un bar y tiene una vida como cantante de una banda que a Jean, desde su conservadurismo, le parece riesgosa y desordenada, llena de atractivo y peligro. 

La serie es poco sutil al indicar en qué se está metiendo Jean cuando conoce a Sidney, y hace que el bar donde trabaja la aspirante a rockera se llame The Rabbit Hole, es decir, la misma puerta al país de las maravillas por donde cayó Alicia. No es raro que a Jean le guste Sidney, que es preciosa, pero el dato que da la medida de lo boba que es la serie con respecto a las fantasías y Jean misma como terapeuta es que el deslumbramiento con Sidney se produce cuando el ex novio se la describe en el consultorio; es esa imagen, ese fantasma, lo que la psicóloga persigue a lo largo de diez capítulos, como a un conejo blanco, y cuando por fin cogen las dos mujeres aparece, efectivamente, la visión de esa luz solar, la fantasía cumplida.

Que Jean es bastante dudosa como psicóloga ya se sabía porque cada escena con un paciente suena como si hubiera estudiado psicoanálisis en un libro de autoayuda. Pero además la serie, escrita por la debutante Lisa Rubin, trabaja con la premisa de que la familia monogámica burguesa se basa en la represión y por lo tanto toda fantasía que aparezca representa una amenaza de derrumbe, y por eso mismo tiene un aire anticuado, muy del siglo pasado, que resulta un poco gracioso cuando se toma tan en serio a sí mismo. No es tan fácil sostener el suspenso a lo largo de todo un capítulo de una hora cuando la gran incógnita es si Jean y su marido, cada uno por su lado y en una ciudad distinta, van a sucumbir a la tentación del adulterio o refrenarse, y la serie sin embargo sostiene la intriga como si se tratara de un inminente asesinato. El tema funciona mejor, en todo caso, cuando se plantea en términos hiperbólicos, como en Atracción fatal (1987); acá, lo más extraño de esta ficción es que nunca se hace cargo de lo profundamente loca que está su protagonista. Quizás Gypsy debería haber sido una comedia, e incluso una con final feliz, para ser un producto más interesante y narrar el arduo camino de una mujer para salir de una vida ordenada y opresiva, y quizás debería también hacerse cargo de que el deseo de Jean es por una mujer y tomarse más en serio al amor lésbico, lo mismo que la búsqueda de orientación sexual de la hijita de 9 años, cuestiones más contemporáneas que la serie cuenta en voz baja mientras le sube el volumen a un conflicto viejísimo.