Tan pronto como llegué a la ciudad en ese último viaje, de 1964,, el doctor Shigetó me dio noticias recientes del Hospital de la Bomba Atómica: un joven, víctima de la bomba, había muerto a causa de la leucemia.

Lejos de Hiroshima somos capaces de olvidar el sufrimiento de esta ciudad. Honestamente, olvidar se ha hecho más sencillo con el paso de los años, veinte ya desde el bombardeo atómico. Pero en

Hiroshima, el sufrimiento continúa siendo un problema real. El núcleo de ese sufrimiento está en el Hospital de la Bomba Atómica. ¿Qué sentimientos albergaba el corazón amargo del doctor Shigetó cuando despidió al joven que murió? No es más que uno de los numerosos ahogados en el río del sufrimiento que seguirá cobrándose víctimas.

El joven estuvo expuesto a la bomba a la edad de cuatro años. Todos hemos visto muchas fotografías de niños que resultaron heridos aquel día. La señora Nobuko Konishi, del grupo de madres que editan y publican la revista Los Ríos de Hiroshima, se refiere a ellos como «jizos putrefactos». Jizo es el espíritu que protege a los niños y se representa en estatuas de piedra en todo Japón. No habría tantas oraciones por sus almas de no ser por las numerosas fotografías que se conservan desde entonces. La mayor parte de aquellos niños cruelmente heridos y con una expresión extrañamente tranquila murieron pocos días después de que les fotografiaran. Uno de ellos, que había sobrevivido por muy poco, descubrió al final de su adolescencia que tenía leucemia. Pasó su vigésimo cumpleaños postrado en una cama del hospital.

En una fase temprana de la enfermedad los médicos son capaces de detener el aumento del número de glóbulos blancos en la sangre y están en disposición de ofrecer unas «vacaciones de verano» (una remisión temporal) de la leucemia. Después de veinte años de lucha desesperada, los médicos del Hospital de la Bomba Atómica han logrado prolongar esas vacaciones. Al principio sólo duraban unos meses. Después consiguieron prolongarlas a dos años. Si se pudiera alargar la remisión hasta los diez años, estaríamos en el camino de poder vencer a la leucemia y todos podríamos enorgullecemos del logro.

Pero de momento, este cáncer de la sangre continúa siendo abrumadoramente superior a la capacidad terapéutica del ser humano. El joven fallecido tuvo que enfrentarse de nuevo a la enfermedad tras dos años de vacaciones y ya no pudo escapar de la muerte. Si a un pesimista se le ocurriera cambiarle el nombre a esas «vacaciones de verano» y llamarlas «espera de una ejecución», no estaría completamente equivocado.

El joven, sin embargo, no se tomó esos dos años como el tiempo de espera de una muerte diferida. Más bien al contrario. Para él fue la oportunidad de vivir como un ser humano valiente, como uno más. Los médicos le ayudaron a encontrar trabajo sin revelar su historial médico. Eso no quiere decir que conspirasen para ocultarlo. Sencillamente sabían que nadie contrataría a un enfermo de leucemia y no fueron tan estrictos como para dejarse vencer por el miedo a tomar una decisión basándose en un asunto que, en ese momento, consideraban menor. El joven encontró trabajo en unaimprenta. Era un buen trabajador y muy apreciado por sus compañeros. Se dice que una persona de cierto estatus visitó el Hospital de la Bomba Atómica después de la muerte del joven y cuando conoció su historia preguntó: «¿Por qué dejaron que trabajara durante esos dos años en lugar de permitirle descansar?». Esa persona era sencillamente incapaz de comprender que, con el fin de vivir plenamente los dos últimos años de su vida, la mejor opción para el joven era estar con sus compañeros, trabajar con las imprentas que funcionaban sin descanso, cualquier cosa antes que permanecer tendido en silencio en la cama de un hospital. Es una comprensión que rara vez alcanza a esas personas de cierto estatus, acostumbradas a un falso estilo de vida que no implica trabajo diario. El joven trató de vivir plenamente. Era un trabajador capaz.

Mantenía buenas relaciones sociales y su intento sincero de vivir una vida libre de toda falsedad e impostura valió la pena: se enamoró de una chica y se comprometieron. Su enamorada, de veinte años, trabajaba en una tienda de música. Transcurridos los dos años, las «vacaciones de verano» llegaron a su fin. El joven comenzó a padecer unas náuseas persistentes y tuvo que ingresar de nuevo. Murió después de resistir durante un tiempo el insoportable dolor que produce la leucemia en cada una de las articulaciones. Una semana más tarde, la novia del joven visitó el hospital para darle las gracias al equipo de médicos y enfermeras que habían cuidado de él. Llevó consigo un par de figuritas de cerámica que representaban unos ciervos como los que suele haber en las tiendas de música. Era un regalo para el hospital. Se despidió tranquila, serena y se marchó. A la mañana siguiente la encontraron muerta por una sobredosis de somníferos. Cuando me mostraron el par de ciervos de cerámica, un robusto macho de grandes astas y una hembra encantadora, me emocioné tanto que fui incapaz de decir nada. Vuelvo a repetir que el joven fallecido era un niño de cuatro años cuando estuvo expuesto a la bomba atómica. No sólo no tenía ninguna responsabilidad en la guerra sino que ni siquiera era capaz de comprender en absoluto el imprevisto y despiadado ataque atómico contra la ciudad. Veinte años después, no obstante, cargaba con la responsabilidad de la nación entera en su propio cuerpo. Incluso siendo un niño de cuatro años de edad, era ciudadano de este país y, como tal, sufrió las consecuencias que acarrearon las lamentables decisiones que se tomaron en el país durante un tiempo. A veces pertenecer a una nación puede acarrear crueles consecuencias.

Su prometida, por el contrario, una chica de veinte años, una edad simbólica, era hija de la posguerra. A pesar de todo, eligió por voluntad propia compartir el destino de este joven, víctima de la bomba. Cuando la muerte finalmente lo alcanzó, asumió su compromiso con él y se quitó la vida. El país no pudo hacer nada por el joven. Su desesperación era tan grande que aunque tratásemos de colmarla con la totalidad de la nación, resultaría insuficiente. Fue una chica nacida en la posguerra quien trató de hacerlo suicidándose. Su triste, sublime y voluntaria decisión sólo puede impresionar a los habitantes de este país. Fue la desesperada elección de una joven que trataba de salvar la vida de un joven llevado a un callejón sin salida.


Este texto pertenece al libro Cuadernos de Hiroshima (2011) del escritor japonés Kenzaburo Oé, premio Nobel en 1994 y autor de Una cuestión personal, La presa y Dinos cómo sobrevivir a nuestra locura, que murió la semana pasada a los 88 años. Muchos de sus libros hablan de la relación con su hijo, el compositor Hikari Oé, que vive con autismo y nació con discapacidades visuales y motrices.