Durante los primeros días en el poder de la alianza Cambiemos, un sondeo del Centro de Opinión Pública de la Universidad de Belgrano (COPUB) demostraba que el 38 por ciento de los argentinos consideraba que la economía mejoraría en 2016, mientras que solo el 27 por ciento creía que, como efectivamente sucedió, el PIB caería (-2,3 por ciento). El sondeo era una radiografía perfecta de lo sucedido en 2015, último año del kirchnerismo, cuando el 37 por ciento creía que la economía empeoraría, y solo 17 por ciento consideraba lo que finalmente ocurrió, es decir una suba en el PIB (2,1 por ciento).

Pese a esa experiencia, en el muestreo llevado a cabo en diciembre de 2016, un 38 volvió considerar que la economía mejoraría al año siguiente, e incluso se redujo el porcentaje que opinaba que empeoraría, situado en un 18 por ciento. Pasado el primer semestre, las cifras del Indec dan cuenta de un estancamiento, aunque con caída en las variables más sensibles para la mayoría de la población, como Industria y Comercio. 

Otro estudio de percepción realizado el mes pasado, en este caso por el Pew Research Center de Washington, difundió que la Argentina se había convertido en uno de los países más pesimistas del mundo, donde la percepción sobre la marcha de la economía había pasado de representar un 38 por ciento de evaluación positiva en 2015 a solo 23 para mediados de 2017.

Por primera vez en años, la realidad parece estar influyendo más que el marketing político y los medios oficialistas. Una realidad que se siente en la calle pero que también posee datos y cifras concretas. 

Por caso, el déficit fiscal, una de las obsesiones de la ortodoxia, aumentó sustancialmente durante el actual gobierno, ya que de acuerdo a la Asociación Argentina de Presupuesto y Administración Financiera Pública (ASAP), el primario subió un 130 por ciento el año pasado y el financiero, 76 por ciento, que incluye los pagos de intereses de la deuda.

Este fuerte aumento del déficit no debería necesariamente repercutir en la población en un corto plazo, sobre todo si se tiene en cuenta la total desinhibición del gobierno para endeudarse con el exterior y financiar así este saldo negativo. Sin embargo, tanto el presidente Mauricio Macri como el ministro del Interior, Rogelio Frigerio, sostuvieron que el nivel actual era “insostenible”, lo que explica las últimas noticias sobre la reducción de los planes Progresar, la quita de descuentos para medicamentos a jubilados, o los intentos por reducir jubilaciones, quitar subsidios a los discapacitados o pensiones a los adultos mayores en condición de viudez, entre otras acciones. Políticas que, independientemente del resultado de las elecciones, amenazan con profundizarse, si se toma en cuenta la orientación del gobierno por recaer el peso del ajuste en los sectores populares.

Si bien el déficit también podría ser abordado mediante una mayor presión impositiva a los sectores del capital concentrado, el gobierno no tiene en carpeta dar marcha atrás en la disminución impositiva que aplicó sobre el agro, las grandes industrias, las mineras, los bienes personales, los autos de lujos, las embarcaciones, e incluso el champagne, sino que, muy por el contrario, a principios de este año dispuso que desde enero de 2018 se iniciaría una reducción mensual del 0,5 por ciento en las retenciones de uno de los productos que más contribuye con la recaudación impositiva, la soja, con lo que para 2019 las mismas quedarían en el 18 por ciento, frente al 35 por ciento con que se las recibió.

La búsqueda de reducción del déficit con una desgravación impositiva a los sectores de mayores ingresos, necesariamente deberá afectar al grueso de la población, no solo porque el denominado “gasto social” representa más del 50 por ciento del presupuesto público (básicamente jubilaciones, pues los planes sociales solo alcanzan al 2 por ciento del total del gasto), los subsidios a los servicios públicos otro 20 por ciento, y un 15 por ciento a empleados, (compuestos mayoritariamente por docentes y fuerza de seguridad). Sino también porque, como se viene experimentando desde el año pasado, la caída en los ingresos reales del grueso de la población afecta decididamente al consumo interno, lo cual repercute en una menor dotación de empleos para la industria y el comercio. Lo que además, plantea como consecuencia una menor recaudación impositiva y mayores presiones locales e internacionales para reducir el déficit fiscal. 

Esta fuerte presencia del Estado para acrecentar los ingresos de las capas altas de la sociedad y disminuir las que perciben los sectores populares, solo podría revertirse, por lo menos en este último aspecto, si finalmente aparecen las prometidas lluvias de inversiones productivas que el gobierno prometió en campaña. Que como se vio hasta ahora, están conducidas por empresarios que no parecieron ni parecen compartir el optimismo que se supo inyectar a la población.