Siempre tuve más finales que principios. Será que en “el principio”, lo mágico proyecta algo que no se puede sostener. Entonces uno busca salir de las cosas, a no ser que las cosas finalicen con uno, cuando nos esforzamos en mantener los principios que ya no entusiasman. Porque nos conmovemos con los principios pero el final es siempre el mismo.

Esta idea me lleva, como en una especie de puente atemporal, a aquellas charlas memorables en un campo de Santo Tomé, donde había más vino que en la biblia. Allí se escuchó una frase que me hizo pensar en el dueño de la pelota de la canchita de Villa Bosch.

Se enunciaba con determinación un elemento que solo había escuchado en los inicios de clases: “el forro de la pelota”, y Fito, uno de los mas grandes del potrero, me dijo que un líder impuesto podía ser el forro que tenía el balón. Lo que sucede es que el líder cuando cumple no explica nada, solo ejecuta sus ideas.

Pero probablemente el que dura más en el curul es aquel que sabe usar el miedo a favor, tanto el propio como el de los otros. Porque, en el fondo, a todo líder le gusta que le chupen las medias.

Durante la previa de ese asado a leña, mientras el costillar se deshacía entre tenedor y puntas de acero quirúrgico, los que pellizcaban, huían del fuego rápido y fabricaban el chisme en rancho aparte. Pero se abrió la discusión cuando dos tipos con traje, en medio del césped artificial de la galería, dijeron: “El que habla poco es un buen pagador, seguramente”. Entonces el parrillero, sacando el facón de la funda de cuero, dijo por lo bajo: “pero si se sienta en la cabecera, en casa ajena, es un forro, no sirve para nada”. Finalmente, lo que me dejó pensando fue la frase de un cuaderno de comunicaciones: “Ese forro me tiró toda su frustración y resentimiento encima”.

Allí arrancó lo que sería el tema de toda la tarde.

Cuando uno se imagina finales abiertos, es común no autolimitarse y cumplir así, el sueño de todo forro: Que su vanidad esté por encima del contenido. Durante años estuve convencido que la canción de los años 70 de Camilo Sesto decía: “Siento celos del forro de tu amigo “. Pero en realidad dice: “Siento celos del forro de tu abrigo”.

Es inexplicable que ese pensamiento me venga a la mente cuando estoy viendo la lista de útiles para la frondosa canasta escolar de inicio de clases.

El forro verde con textura de araña no se consigue como venía en las épocas de la primaria, donde mi señorita Susana daba cátedra de vocación docente. Recuerdo como imponía con solo su presencia, el compromiso por la formación y disciplina, en el Sagrado Corazón de Martín Coronado.

Allí todo era simultáneo con sucesos históricos. La guerra de Malvinas, y el fin de la nefasta dictadura. Los forros de esa calidad aún siguen existiendo, tal cual estaban en esa década, a inicios de los años 80.

La diferencia que estoy observando, mientras miro la vitrina de la librería, es que ahora son más líquidos. Y, en relación a eso, una lapicera a cartucho, que vio muchos forros pasar, exclamó: “No hay forros viejos sino que, creerse más importante que aquello que vas a forrar, te envejece mas rápido”.

Porque los forros nos marcan generalmente los malos recuerdos. Allí me di cuenta que soñaba con pesadillas, en quinto grado, por las arañas del papel verde sobre mi cuaderno de lengua. En aquel entonces, el sujeto y el predicado eran protagonistas de un misterio. Se debatían quien tenía que estar con el forro azul o verde y quién se iba a bancar el peso de las telas de araña.

Siempre supuse que un cuaderno de hojas rayadas con tapa dura, no era para cualquier forro que asuste a las infancias. Dicen, en el taller de compostura de calzado, que el forro tapa agujeros pero a la larga trae problemas.

En ese instante me desvía la atención un hombre parado en la puerta. Se lo ve visiblemente angustiado ante un interrogante: ¿por qué hay que depender de algo que nos cubra, para ser aceptado socialmente? Entonces hace un comentario al pasar: “La vanidad de los forros es muy alta y en su impronta pretenden tapar el contenido verdadero de lo que los lleva a ser protagonistas. En cambio, hay forros que entienden que son un complemento de un cuaderno de alta calidad, y levantan la propuesta del encuadernador. Un oficio que hoy no encuentra cualquier forro”.

De golpe, y en forma imperativa, la modista que supo trabajar en los talleres de Valentín Alsina dijo: “El forro busca protagonismo siempre en las costuras de las mesas del conurbano. En cambio, la alta costura lo usa para dar un toque de distinción, que únicamente lo puede dar el brillo fugaz de un forro mas sofisticado”.

La industrialización de un concepto, que originalmente fue cubrir, se transformó en la lógica de forrear lo que venga, para taparlo. La falsa modestia de un forro puede ser incluso venenosa para lo que dice cubrir. Por ejemplo, una piel que dejó este plano terrenal con gritos y dolor; es la trampa perfecta en un tapado, para cubrir su cuello y traicionarlo.

El dilema de tapar o cubrir, abrió una ventana al mundo que viste lo auténtico. Es ahí, donde está la decisión de hacer que lo importante tenga una protección. Es decir, que transmita una identidad. Por ello suenan en simultaneo los recuerdos de la época en el inicio de clases, cuando en estos días las tapas impresas eliminaron la ceremonia de forrar el cuaderno. Será que desde esos tiempos hasta hoy, el forro siempre se adapta y las modas lo hacen sentir importante para luego terminar en el olvido.