Tengo un recuerdo muy nítido del 24 de marzo de 1996, poco antes de las 3.10 de la madrugada, cuando se formó la cabecera de la Marcha de las Antorchas al costado de Plaza de Mayo, muy cerca de la Catedral. No encuentro la foto pero siento todavía el brazo cálido de Nora Cortiñas tomado del mío y el gesto atrevido de recostar un instante la cabeza sobre su pañuelo blanco. Esa marcha había sido convocada por H.I.J.O.S., era el primer 24 de marzo que íbamos a estar en la plaza con nuestra propia bandera. Compañeros y compañeras de todas las provincias habían viajado a Buenos Aires para armar esa columna y caminar hasta Tribunales, donde dejaríamos, otra vez, Hábeas Corpus por nuestras madres y padres todavía desaparecidos. Las Madres no se fueron a dormir, estaban ahí, para caminar con nosotres, como si nos dieran la bienvenida a casa, a una casa abierta y llena de rebeldía, hecha con los pasos, el coraje, la lucidez de unas Viejas a las que se llamaba así, más por reconocimiento de la familia política que por su edad. Porque si a ellas, como a muchas le gusta o les gustaba decir, las habían parido sus hijos e hijas, a nosotres, la generación que seguía, nos estaban pariendo otra vez las Madres de pañuelo blanco.

Para muches de nosotres -que no hablábamos así entonces sino que nos reconocíamos sin demasiado trámite, todavía, en el masculino universal- no era la primera vez en la Plaza, claro. Había quienes habían marchado con ellas infinidad de veces, habían sido criades por esas abuelas que habían dejado la casa para empujarnos a todes a la dignidad de la lucha. Pero ahora teníamos bandera propia y las Viejas, codo a codo en la primera línea, nos daban su abrazo guerrero.

“Cuando era niña soñaba con princesas, soñaba con llevar a mis hijos a la calesita. No era una revolucionaria como ahora. Mi nombre es Nora Morales de Cortiñas, pero todos me conocen como Norita”, se la escucha decir a esta mujer de 88 años, de figura tan menuda que no se puede esquivar el diminutivo. Con esa sonrisa que pocas veces se borra y esas piernas fuertes y morrudas que aun acompañándose ahora de un bastón no han dejado de caminar ni un solo día desde el 15 de abril de 1977, cuando el Terrorismo de Estado secuestró y desapareció a Gustavo, su hijo mayor. De él no hay rastros, no se sabe dónde lo tuvieron secuestrado, no se sabe cuándo y dónde lo mataron. Se sabe, en cambio, que su madre lo sigue acunando sobre su pecho, que la imagen de ese joven de 24, barbudo y con una chispa en los ojos que atraviesa la foto -unos ojos tan de Norita- no dejará de caminar con ella hasta ahí donde sea necesario.

Norita en la Plaza, con sus rulos todavía oscuros.

“Quiero que me recuerden como la que siempre estuvo”, dice Norita en uno de los audios que quedaron registrados mientras ella mira las fotos, los recortes de diarios, las cartas y afiches que forman parte de su propio archivo. Y ese deseo está cumplido. Es la manera más rápida de identificarla entre las Madres, porque desmarcada incluso de lo que opinan o no sus propias compañeras ella estuvo y está. Estará. En las marchas contra el gatillo fácil, denunciando la expropiación que significa la deuda externa, acompañando a docentes despedidos, a las fábricas recuperadas, a la lucha contra los agrotóxicos, la persecución a les migrantes senegaleses que venden en la calle, a la situación en los barrios vulnerados… el etcétera es tan largo que cada quien sabrá cómo completarlo porque quién ha militado por la justicia y contra la exclusión seguro tiene una anécdota para contar en la que ella está iluminando con su sonrisa y su energía inacabable.

En el último Paro Feminista que estuvimos en la calle, el 8 de marzo de 2020, Norita estuvo en el escenario. Todavía no teníamos el aborto legal y tuve el honor de llevarla otra vez de mi brazo para subir con su pañuelo verde en la muñeca y el blanco tapando sus rulos ya casi del mismo color que esa tela blanca con el nombre de su hijo bordado. “Voy a decir que no nos invisibilicen más”, pero como siempre dijo mucho más, además del fragmento del discurso que le tocaba leer. Y nos dio la posibilidad de decir “¡Presente!” por las y los 30 mil desaparecidos y desaparecidas, de gritar con ella “Hasta la victoria siempre”, poniendo en esas palabras las luchas que nos atraviesan como pueblo y como entramado de generaciones que han hecho sus pactos por la Memoria, la Verdad y la Justicia.

Uno de los miles de recortes que guarda Nora Cortiñas, año 1984, demanda a favor de la legalización del divorcio vincular.

Así es abrazar a Norita, como conectarse con el flujo del tiempo, de las voces y las luchas, un ida y vuelta en el que nos sostenemos y nos alentamos, tiramos de la memoria colectiva como de una soga de la que aferrarse en la corriente de lo que amenaza y resistimos, la precarización de nuestras vidas, la deuda omnipresente desde el inicio de la dictadura, la represión que no se desarticula y pega siempre sobre los mismos, sobre las mismas; la violencia machista cada vez más desnuda, la expropiación de la potencia de quienes hacen/hacemos los trabajos -ahora menos- invisibles de cuidado, la condena a nuestros placeres, a nuestras decisiones.

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El aborto fue un tema difícil para las Madres. Éramos muy madres, tanto que marchar los jueves fue porque a una compañera muy católica y supersticiosa se le ocurrió que los días con “r” daban mala suerte, otra dijo que quedaban lunes y jueves y el lunes se descartó porque era día de lavar la ropa. Así de madres éramos”. Pero Norita ya estaba en el Encuentro Nacional de Mujeres en 1989, para denunciar ahí, en ese lugar donde se empezaba a construir un feminismo popular y diverso, las torturas en las comisarías a pibes, para decir NO también a la impunidad que se iba a consagrar el año siguiente con el Indulto de Carlos Menem a los comandantes de las Juntas genocidas que habían gobernado el país entre 1976 y 1983. Ese era su escenario también, y ahí estaban sus compañeras. Ahí buscaba compromiso y acción y no solidaridad, porque la violencia institucional y la impunidad del Terrorismo de Estado nos atravesaba a todas.

Muchos años después de ese primer Encuentro, cuando ya empezaba a dejar de ser sólo de Mujeres y se abría por pura prepotencia de las travestis a otras identidades, Norita participó en un taller de sexualidad. Lo contó en un encuentro de Varones Antipatriarcales un poco antes de los años pandémicos. Dice que se sentó en el aula -los talleres casi siempre son en aulas escolares y hacen su propia pedagogía- con curiosidad y empezó a escuchar a unas chicas lesbianas hablar de sus prácticas sexuales. Tenía el pañuelo puesto y mientras las oradoras avanzaban en su relato ella empezó a jugar con el nudo que lo ajusta bajo su mentón. Lentamente se lo fue sacando. Ahí, dijo, se sentía mejor con los rulos al viento. El auditorio estalló de risa. Ella también, feliz de ver el efecto de su travesura.

Atlética, Nora Cortiñas en Córdoba, en su juventud.

Dije que abrazar a Norita es conectarse con el flujo del tiempo y de las luchas. No es suficiente, abrazarla es confirmar que una está en el lugar correcto. En donde quisiera quedarse si se pudiera tener una entrega a les demás del tamaño de la que ella tiene. Esa energía es la que brinda en cada abrazo y en cada presencia al lado de quienes la necesitan para encadenar sus demandas a las demandas de otras generaciones: la que fue masacrada por imaginar un mundo más justo, la que salió a la calle para pedir Justicia por ellos y por ellas y así construir pertenencia para todos, para todas.

Dejar la casa

Nora mira las fotos de su archivo, ni ella misma sabía que tenía tantas. La memoria va y viene, las imágenes que tiene delante la retratan de niña, con sus padres llegados de España y huyendo de la guerra, con las cuatro hermanas -cinco con ella- que se sentaban a la mesa cada mediodía y cada noche para “cargar” al padre por ser el único en ese gineceo. “Yo lo hacía reír mucho a mi papá, porque soy Aries, de la línea de fuego. No de aire ni de agua, de fuego”.

Nora Cortiñas y sus dos hijos, Gustavo (el mayor) y Marcelo.

Una ternura particular acude cuando Norita habla como si se sacara el pañuelo, cuando se ríe frente a las fotos que le encantan, porque se ve fresca, porque se ve joven, porque el Terrorismo de Estado no desgarró todavía su vida y a su familia. Hay una foto en particular que se queda mirando, está haciendo la vela, esa postura de yoga que no recuerda cómo aprendió en 1948. Claro que no soñaba con ser revolucionaria, apenas le alcanzaba la ilusión para conquistar a ese hombre de “hermosos ojos variables”. Ojos que cambian con la luz, pero según ella, también con los estados de ánimo. Norita los vio oscurecerse de dolor y de miedo después del secuestro de Gustavo, por el hijo y también por su esposa a quién de un día para el otro dejó de ver porque se despertaba antes que nadie y volvía cuando ya estaban durmiendo.

Fue un gesto feminista, porque nosotras, todas, dejamos la casa. Yo la dejé, no tuve ninguna duda, sabía que tenía que salir y lo hice sin consultar. Con los años me doy cuenta de que ese gesto es feminista porque entonces no sabía ni qué era ser feminista. Creía que era estar en contra de los hombres. Y yo tenía dos hombres en mi casa.”

Norita define su casa, la que construyó con su marido y con ayuda de las familias de ambos, como una “casa patriarcal”. El marido trabajaba y aportaba el salario, ella se quedaba adentro “con los trabajos invisibles de las mujeres”. Daba clases de alta costura y también cosía para otras. Cuando tuvo que dejar esa casa, igual siguió atendiendo a los suyos. “Esa doble vara”, dice ella para describir el levantarse a las seis de la mañana para dejar el guiso hecho a las ocho y poder partir a reclamar por su hijo primero, por los hijos y las hijas de todas las Madres después. Que empezaron a dar vueltas a la Plaza de Mayo quince días después del secuestro de Gustavo Cortiñas.

“Algunas no sabíamos nada, otras venían de experiencias más formadoras. Había quién había escapado del nazismo, otra madre que había sido sindicalista, aprendimos unas de las otras y nos organizamos sin tener del todo claro nada más que la necesidad de tocar todas las puertas. Hacíamos cartas y las llevábamos, confiábamos en nuestra capacidad de demandar, en que éramos madres con pañales en la cabeza porque algunas se habían quedado con bebés a cargo. Los padres colaboraban pero no hubieran podido hacer lo mismo que nosotras. Yo no tenía miedo, tenía solamente miedo de que lo que yo hacía pudiera perjudicar a Gustavo”.

Sin embargo, la represión también se ensañó con ellas. De Azucena Villaflor, Norita guarda recuerdos queridos y también dolorosos. “Era una líder natural, para nada autoritaria ni personalista. De alguna manera sabía lo que teníamos que hacer y era no quedarnos solas con el dolor, ir todas juntas y por todos nuestros hijos”. ¿Tenían conciencia de lo que podía pasar? Sí, trataban de no hablar por teléfono, de no irse solas a sus casas aunque a veces no quedaba otra chance, porque una vivía en Avellaneda y ella, por ejemplo, en Morón. Y no se podía avisar sino se llegaba, así que Norita volvía, a la hora que fuera pero volvía. No quería que su marido y su hijo se preocuparan. Además en su casa, después del secuestro, vivían también su nuera y su nieto Damián. “Después del secuestro de las Madres en la Santa Cruz y de Azucena Villaflor no nos detuvimos, al jueves siguiente estábamos otra vez en la Plaza”.

Viajar, aprender

El primer viaje que le tocó a Norita fue a Chile. Quería hacerlo, pero a la vez no sabía cómo decírselo a su esposo. Fue María Rosario, otra Madre, la que le dijo a Carlos Cortiñas que había sido elegida para ese viaje. “Fue un momento violento pero educado”, dice ella en la entrevista donde reflexiona frente a las imágenes de su archivo personal. “Un momento contenido”. Su generación, y ella lo sabe, tenía que hacer equilibrio como todavía lo seguimos haciendo todas, con más respaldo, con más feminismo cuidándonos las espaldas, con la experiencia de las Madres sosteniéndonos. “No pedí permiso, era avisar. Pero a la vez, pedí permiso”.

Y no cuenta si el permiso le fue concedido, pero lo tomó lo mismo, tal vez aprovechando esa contención, esa educación a la que alude. Después siguieron otros, muchos. A Italia y Francia con Renée Epelbaum, con quien fueron a ver a Juan Pablo II. La imagen que capturó ese encuentro es elocuente: Norita con los ojos bien abiertos, la boca y las manos en el gesto de increpar, de pedir escucha, atención. Su compañera, más modosa y sin pañuelo, expectante. A Renée, o Yoyi como le decían, le habían secuestrado tres hijos. Ella había intentado protegerlos llevándolos a Uruguay, no fue suficiente.

Norita Cortiñas y su marido cuando la vida era una proyección de felicidad matrimonial.

“Yoyi hablaba en inglés, por eso fue la primera que empezó a viajar, hasta que nos dimos cuenta que podíamos tener traducción.” Ese derecho inalienable para quienes van a los países colonialistas a buscar apoyo para sus causas. Porque no se puede estar hablando todo el tiempo la lengua del amo. “Yo soy más… no sé cómo decirlo… más expresiva, más insistente”, dice Norita de sí misma.

Los viajes la educaron, dice, como latinoamericana, como latina -reconociendo a su padre y su madre migrantes españoles-, como observadora de la pobreza en el mundo, del dolor del mundo. “Y a la vez, en el lugar más extremo, como Haití, de pronto aparece una pelota y los niños juegan y se ríen”. Ese es el gesto que ella conserva, esa capacidad para la empatía, esa capacidad para conservar una sonrisa inoxidable que sabe ver el contraste con la muerte y quedarse de este lado, del lado de quienes insisten en la lucha y también en el juego de pelota.

“Lo que me hacía muy mal era el lujo. Íbamos a contar nuestra historia, a pedir apoyo internacional, a promover juicios internacionales. Pero nos hospedaban en hoteles de lujo, íbamos a congresos y foros en los que hablábamos de miseria, pero comíamos bien. Eso siempre me hizo mucho mal. Pensaba en Gustavo, en su amor por los chicos de la Villa 31, donde estaba el padre Mugica, no sé si a él le hubiera gustado. Nosotras, en esos viajes, también aprendimos a convivir con los dolores que nuestros hijos e hijas vieron”.

Pero es un alivio verla posando frente a paisajes y monumentos, en Roma, en Moscú, en Nueva York y Washington, en Haití, en India, en Cuba, abrazada a Fidel, en Venezuela donde recibió los honores de Chávez. En todas las fotos Norita alumbra con su sonrisa. Que haya sentido placer, curiosidad por otras geografías, un mimo para ese cuerpo que aguanta el cansancio hasta quedarse dormida en algunas charlas por una urgente necesidad de recuperar energía. Todo eso es un alivio y una alegría. Y la alegría y la lucha, ella lo muestra todo el tiempo, necesitan ser mejores amigas.

Desmarcada

Cuando las asambleas feministas se ponen peliagudas, desde el Colectivo Ni Una Menos solemos pensar y llamar a Norita. Es una manera de ubicarse, de refugiarse también. De saber que es posible encontrar la manera de esquivar las pequeñas disputas partidarias para imaginar un movimiento que las supere. Norita siempre se mantuvo al margen de las disputas por posicionamientos coyunturales. No la vieron ni la verán en el escenario montado por ningún gobierno. Es un compromiso que tomó apenas terminada la dictadura, ese final que no recuerda aunque lo intenta en la entrevista que le hicieron para acompañar el cúmulo de imágenes de su archivo.

“¿Cómo puede ser que no me acuerde de ese día? Tendría que hablar con María Rosario”, dice como para sí misma pensando en aquella Madre que un día enfrentó a su esposo, no para pedirle permiso sino para anunciarle que su esposa se iba a ausentar más todavía de la casa. También piensa a veces que tendría que preguntarle a Juanita, la hermana que la visitó y se quedó con ella en su luna miel en El Tigre porque la extrañaba. La memoria nunca es individual, es un diálogo, un coro de voces que se entrelazan.

Norita increpando al papa Juan Pablo II en 1979, "no nos dieron audiencia privada porque dijeron que era comunista".

Cuando le preguntan a Nora, o más bien se da por sentado, que a esa casa cerrada y patriarcal de la que ella hablaba no volvió, dice que ahora en la pandemia estuvo más tiempo adentro. Y queda pensar que ese tiempo haya sido, sea, de descanso, de acumular otras fuerzas, de cuidar sus plantas, de estar con les nietes. Es tanto lo que le debemos que si se pudiera parar el mundo para que ella no tuviera que salir otra vez a reclamar, a grabar un video o tomar del brazo a quien necesita fuerza para caminar, lo haríamos.

Contra la impunidad del terrorismo de Estado, contra la impunidad del aparato represivo que siguió matando y descuenta pibes como si no valieran, contra la violencia machista y patriarcal, ahí está ella, Norita, inoxidable. Marchando contra la deuda en los 2000 y marchando con la consigna feminista “la deuda es con nosotres” en 2020, ahí está ella. Y donde esté, habrá que estar también. Porque es ahí y no en otro lado donde cueste lo que cueste, crecerán mil flores.