Entre fines de los años 30 y fines de los 50, en gran medida por las consecuencias de la Guerra Civil Española, la Argentina se convirtió en el primer polo editorial indiscutido de habla hispana. Por esos tiempos nacieron editoriales como Emecé, Sudamericana, Losada, Santiago Rueda, que fueron de las más dinámicas que mostró la historia del sector. Algunas anteriores y muchas posteriores aprovecharon ese envión. Muchas –sobre todo Losada y Rueda, pero también El Ateneo o Corregidor– imprimieron sus ejemplares con un ya mítico impresor de Avellaneda, Bartolomé Ubaldo Chiesino, “Bartolo” para sus amigos (en la foto es el segundo desde la derecha y está entre Gonzalo Losada y Felipe Jiménez de Asúa). Chiesino pasó a la historia no solo por sus cuidados productos sino también por los no menos míticos y multitudinarios asados que organizaba en los fondos de la imprenta.

“Chiesino hacía los fines de año una reunión con uno de esos asados bestiales, íbamos a la tardecita y nos quedábamos hasta la noche, o la madrugada comiendo, charlando... Iban también autores de Losada y entonces el viejo Bartolomé Chiesino tenía un dicho: que si querías ganar el premio Nobel tenías que ir a comer el asado en su imprenta”, recordó entre risas Jorge Lafforgue en 2015, en una entrevista con Fernando Larraz y José Luis de Diego para la revista platense Orbis Tertius.

El chiste tenía que ver con que tres galardonados no solo habían visto impresos allí sus libros sino también se habían rendido al producto de las brasas en el local de Ameghino 838 antes de ganar aquel premio. Eran Juan Ramón Jiménez (Nobel 1956), Miguel Ángel Asturias (1967), que se hizo habitué durante el tiempo en que vivió en la Argentina, y Pablo Neruda (1971). Quedaron muchos difusos relatos orales de aquellos encuentros, pero pocos escritos con cierta precisión.

Tal vez el único lo dejó Antonio Requeni, también vecino de Avellaneda y extraordinario memorialista de las peñas literarias, que publicó en 1966 una crónica cariñosa y algo zumbona de la visita de Jiménez en 1948. Según su reconstrucción, el poeta cruzó el Riachuelo acompañado de lo que parecía una comitiva de exiliados españoles notables, inteterada por el editor Gonzalo Losada y los escritores Rafael Alberti, María Teresa León, Luis y Felipe Jiménez de Asúa. En el local los esperaba Chiesino con su esposa María Mercedes Huerta y su familia, junto con otra tanda de invitados, como los escritores Eduardo Mallea, Helena Muñoz Larreta, Carlos Alberto Erro, Julio Aramburu y Lorenzo Luzuriaga, más los pintores Alejandro Sirio y Attilio Rossi.

Chiesino estaba por entonces terminando de imprimir una edición de lujo de Platero y yo, por lo que Jiménez, antes de pasar al fondo, revisó los pliegos recién salidos de las máquinas. En el asado, el futuro premio Nobel se negó a probar la carne vacuna y eligió “nada más que un trocito de pollo a la parrilla”, pero luego, tal vez por la presión del entorno, terminó aceptando los cortes de res en cantidades tales que, según Requeni, esa noche Chiesino se preocupó en llamar al hotel para ver si había terminado en buenas condiciones. No por el alcohol, por cierto, porque Jiménez pidió tomar leche. La reunió terminó avanzada la tarde y el poeta se llevó de allí semillas de ceibo para plantar en su jardín de Washington D.C., un retrato que Rossi le hizo con uno de los carbones de la parrilla y el recuerdo de algunos versos criollos recitados por el asador, Natalio Nicolini.

Chiesino, nacido en La Boca en 1902, hijo de inmigrantes italianos, había comenzado su carrera en el rubro gráfico como corrector en una imprenta. En 1925, montó su propia empresa junto a un socio, Eugenio Corolaire, en Olavarría 31, hasta que nueve años después se mudaron al lote de Ameghino, la dirección que imprimirá en los colofones de miles de ejemplares de la época de oro de la industria editorial. Por esos años, decidió separarse de Corolaire para dedicarse exclusivamente a imprimir libros, sin distraer las máquinas con papelerías comerciales y sociales, porque era ante todo un enamorado de esos “entes singulares, vivientes, intrínsecamente hermosos”, vehículos de una “memoria milenaria”, como los definió alguna vez. Así nació Artes Gráficas Bartolomé U. Chiesino.

Luego de sacar varios libros editados por sus propios autores, llegó la oportunidad de dar el salto a los primeros planos de la industria. Su primer libro para una editorial importante, El Ateneo, que era para fines de los 30 una de las potencias del rubro, fue un volumen de poemas de Andrés Sixto. Le siguió Humo de marlos, del uruguayo Yamandú Rodríguez, que fue el primer volumen que sacó a la calle la editorial  deSantiago Rueda, con quien –como con Losada– desarrollaría una profunda amistad. En sus años de esplendor, Artes Gráficas Bartolomé U. Chiesino llegó a tener 120 operarios y, como buen conservador popular, se enorgullecía de haber pagado aguinaldo y vacaciones antes incluso de la ley peronista 33.302. La empresa daba espacio para que sus empleados operaran allí una cooperativa de consumo para acceder a bienes más baratos.

La costumbre de los asados había nacido con el equipo de Editorial Losada. De allí la abundancia de desterrados españoles en los banquetes. Además de los acompañantes de Jiménez, estaban en ese equipo Amado Alonso (que dijo alguna vez que allí comían “el amargo pan del exilio”), Guillermo de Torre, Francisco Ayala, Lorenzo Luzuriaga, el dominicano Pedro Henríquez Ureña, los argentinos Francisco y José Luis Romero. Con el correr de los años y las comidas, que no eran solo a fin de año, como recordaba Lafforgue, la lista se fue engrosando con nombres como los de Jorge Luis Borges, Victoria Ocampo, Jorge Romero Brest, Enrique Muiño, Benito Quinquela Martín (Chiesino fue el primer avellanedense en se galardonado con su Orden del Tornillo de la República de La Boca), Raúl Soldi y varios políticos, como Nicolás Repetto, Alfredo Palacios, Vicente Solano Lima, Américo Ghioldi u Oscar Alende. Hasta el norteamericano John Dos Passos supo acercarse allí en una de sus visitas al país.

Porque, sobre todo, era también Chiesino un enamorado de las relaciones personales. Fue socio fundador de la Cooperadora del Hospital Fiorito y del Rotary Club, vicepresidente de Independiente y miembro o colaborador de decenas de agrupaciones sociales y culturales de todo tipo. Tal vez el mejor ejemplo de su capacidad para los vínculos personales lo da su relación con la política. Cuando tenía 18 años se afilió al viejo Partido Conservador del caudillo Alberto Barceló, al que permaneció fiel durante toda su vida. Pero eso no le impidió tener amistad con radicales, con socialistas, incluso peronistas como John William Cooke y el sindicalista municipal bonaerense Gerónimo Izzeta, pese a que había estado preso dos veces durante los años de Perón. Hasta llegó a presidir en 1946 el departamento de Artes Gráficas del Instituto Relaciones Culturales Argentina-URSS (IRCAU), una institución académica que, por supuesto, giraba en torno al Partido Comunista. “La política no debe dividir a los hombres”, aseguraba Chiesino.

Cuando la imprenta cumplió 50 años en 1975, decidió autocelebrarse –en rigor, los hijos a cargo de la imprenta decidieron celebrar la trayectoria de su padre– con un volumen llamado sencillamente Chiesino 1925-1975. Era una antología de reflexiones en torno al libro de algunos de los y las intelectuales más importantes argentinos del siglo XX, con una pequeña introducción del propio imprentero. Allí confesaba, en aquel tono formal y correcto que encubre pudorosamente la emoción de una vida vista en retrospectiva: “Una escueta enumeración de quienes conocí a través de estas siempre gratas reuniones llenaría más páginas que las de este libro; en cambio, no tendría palabras –pues ellas resultarían pobres, insuficientes– para expresar lo que aprendí junto a esos verdaderos maestros, escuchándolos, intercambiando opiniones, apelando a sus juicios”.

Junto con el de los premios Nobel, el otro chiste habitual era que los asados “salían mejor que los libros”, una suerte de elogio que Chiesino no consideraba inmerecido. “No quiero pecar de modesto –escribía en ese volumen–, pero no hay duda de que en estos cincuenta años es mucho más lo que he recibido del libro que cuanto por mi parte he podido ofrecerle”.