Cuando para algunos comienza a apagarse el ruido del segundo juicio oral correspondiente a un caso que legítimamente conmovió no sólo a nuestro país sino también a otros, que fue –al menos hasta esta instancia judicial- el femicidio que tuvo como víctima a Lucía Pérez Montero, me decido a compartir algunas reflexiones que quizás permitan contribuir a un mejor entendimiento de su resolución, aprovechando también la ocasión para responder brevemente algunas críticas. La sentencia del Tribunal Oral en lo Criminal n° 2 de Mar del Plata, integrado en esta oportunidad por los Dres. Alexis Leonel Simaz, Gustavo Raúl Fissore y quien esto suscribe, que cuenta con 246 páginas de desarrollo teórico y valoración probatoria, arribó en lo fundamental a la conclusión -por unanimidad- de que Lucía Pérez Montero fue abusada sexualmente con acceso carnal por Matías Gabriel Farías con la participación secundaria de Juan Pablo Offidani, en abuso también agravado por el suministro de estupefacientes; también concluyó –en este caso por mayoría de opiniones de los Dres. Simaz y mía- que fue víctima de una muerte imputable a Matías Gabriel Farías a título de dolo eventual, lo que también aplicaba para la consideración, a su respecto y como ya dije, del tipo penal de femicidio.

Frente a tal escenario, transcurrida una hora de su lectura pública, una Defensora Oficial que tomara intervención durante el desarrollo del juicio realizó consideraciones mediáticas en un muy importante diario local, aludiendo a que el Tribunal exigía que el imputado, quien según ella resultaba ser un muchacho al borde del analfabetismo, “leyera a autores alemanes para representarse el dolo eventual”, y otras del tipo siguiente: “¿Cómo estos jueces, que son profesores universitarios, pueden explicar a sus alumnos que condenaron a perpetua a una persona por un dolo eventual?”. Dijo también en otro tramo de su raid mediático que la sentencia es inentendible para el hombre de a pie y, con una simplificación exasperante, que “es del funcionalismo sistémico de Jakobs” (sic). Su conclusión fue que estuvo ante la resolución más “injusta” y “cobarde” que vio en su profesión.

Las destempladas manifestaciones que vertiera una profesional que, cabe decir en su favor, exprime al máximo su capacidad de sentido común para defender a personas que no pueden (o no quieren) costearse un defensor privado, con una vehemencia que –en tal aspecto- resulta digna del mayor elogio, vienen a dar cuenta de modo pornográficamente evidente del desprecio en que ha caído para muchos (aún para partes técnicas en procesos judiciales) la ciencia del Derecho. Porque, mal que pese, el Derecho no deja de ser una ciencia, y como tal ostenta un lenguaje que debe ser con rigor estudiado, máxime cuando, como Wittgenstein célebremente observó, los límites del lenguaje son los límites del propio mundo. Sentado ello, como en toda ciencia, construcciones más simples atraen mayor cantidad de seguidores; en cambio, lo que complejiza y problematiza es mirado por el gran público a distancia.

En tal contexto, jamás debe perderse de vista que lo único que legitima a un juez técnico en el sistema penal es su conocimiento del Derecho, que será mucho o poco según lo que otros juzguen. Si el juez técnico no conoce el Derecho se vuelve inmediatamente un opinólogo cuya valía queda reducida a cero. Es por ello que su valor estriba no sólo en cómo meritúa la prueba que tiene ante sí, sino también –y fundamentalmente- en cómo argumenta sus resoluciones a la luz de los fragmentos de la estructura teórica del Derecho penal que se conectan con la prueba producida. Es aquí donde cabe hacer una consideración esencial para el lector desprevenido: la estructura de Teoría del Delito (fundamentos) que se utiliza tanto en la doctrina como en la praxis de nuestro país fue en su hora importada de Alemania, y recibe permanente influencia germanoparlante. Por ende, y como la rueda no debe ser inventada dos veces, el anoticiarse de lo que autores alemanes a tal efecto postulan, lejos de representar un problema, contribuye a ensanchar la base de recursos técnicos de un magistrado a la hora de resolver un caso. Ello así dado que la Parte General de nuestro Código Penal (la correspondiente a los fundamentos, no a la consideración de cada delito en particular) debe siempre estar presidida, según entiendo, por regulaciones breves que sean permeables a los avances científicos, sin importar de qué ámbito surjan.

Hechas las consideraciones que anteceden, habrá ahora de decirse algo con la mayor claridad: el caso judicial que tuviera como víctima a la niña Lucía Pérez Montero sólo se resuelve correctamente, según mi modesto entender, no sólo con perspectiva de género –lo que ya se encuentra a esta altura sobrediagnosticado- sino también con fundamentos de dogmática penal, siendo esto último mucho menos advertido. En otros términos, la ineludible perspectiva de género es condición necesaria pero no suficiente para una resolución correcta. En tal sentido, el lenguaje árido con que la sentencia cuenta puede decodificarse fácilmente para los lectores de un diario: el caso fue resuelto por la mayoría que integré acudiendo a la adjudicación a Matías Farías de la posición de garante situacional respecto de la vida de Lucía. ¿Son las relaciones de garantía en el Derecho penal un invento de un juez penal marplatense en una borrachera de trasnoche? Claramente no. Tienen en Alemania una tradición, si dejáramos pasar a Feuerbach y a Stübel y comenzáramos quizás un tanto arbitrariamente con Adolf Merkel, de 120 años, que prolongaron, con sus matices y heterogeneidades, Johannes Nagler (bindingiano) en 1938, Armin Kaufmann (subjetivista y discípulo de Welzel, quien también se ocupó del tema) en 1959, Joachim Vogel (analítico; método de abordaje de la ciencia del derecho penal que a mi particularmente más me representa) en 1993 y Günther Jakobs (funcionalista sistémico, también discípulo de Welzel) y sus discípulos en innumerables escritos; en nuestro país fueron profusamente trabajadas, entre otros, por algunos de nuestros penalistas más importantes, como Enrique Bacigalupo, Marcelo Sancinetti y Edgardo Donna. El problema más grave aparece cuando, siendo esta una posible vía de solución del caso del juicio, no se está familiarizado con ellos. A partir de ahí sólo queda la agresión.

¿Soy garante de la integridad física de cualquier persona no vidente que me encuentro en una esquina? No, pero sí si me decido a ayudarla a cruzar la Avenida 9 de Julio de CABA, contexto en el que no puedo abandonarla a mitad de cruce porque a lo lejos divisé yéndose a la mujer de la que estoy profundamente enamorado. Si la dejo sola cuando arrecian los autos y me voy corriendo, habré quebrantado una posición de garante por asunción. El fundamento radica en que la persona no vidente se despojó de sus mecanismos de protección y me los cedió a mí, los que asumí voluntariamente. ¿Puedo ir caminando por la calle con mi perro de raza Pitbull, y cuando éste ataca a un transeúnte, escudarme en una frase del tipo “el perro está loco, mirá las barbaridades que hace”? Cuarenta veces no, ya que soy garante del aseguramiento de una fuente de peligro, por lo que si mi perro acomete a un viandante tengo el deber de neutralizarlo, y si no lo hice en el momento decisivamente relevante tengo el deber de salvar a la persona del daño producido, como sea que pudiese lograrlo.

Vayamos, siguiendo este último ejemplo, al caso de Lucía: ¿puede un hombre de 23 años, que sabe que una niña de 16 consumió, en gran parte a raíz de la inestabilidad propia de la adolescencia, variadas sustancias estupefacientes el día anterior porque él se las vendió y además hablaron del tema, y que les dice a varios testigos que cuando la pasó a buscar en un auto esa mañana ella “se subió pasada de consumo”, seguirle proveyendo estupefacientes en el contexto de una relación sexual violenta que dura varias horas, en la que él en ningún momento consume? No, ya que resulta justamente garante del aseguramiento de una fuente de peligro desde el preciso momento en que le va a suministrar cocaína a una menor que se halla en el estado ya narrado, que él a la perfección conoce. Así, si ese aseguramiento fallido de la fuente de peligro no muta en salvamento –tal lo acontecido con Lucía, ya que murió como consecuencia de una asfixia tóxica-, la injerencia ilícita anterior es habilitante de lo que en Derecho penal se conoce como la “imputación objetiva” de un delito de esas características. Sumado a ello, en lo concerniente a la concreta imputación a la persona del delito aludido, la base epistémica sólida que posee es lo que fundamenta el dolo eventual que cabe adscribirle. En los hechos, la vida de Lucía le resultó crasamente indiferente, y ello no se modifica si, como en el caso, ante la inconsciencia de ella producto del consumo la lleva posteriormente a una salita de salud, lugar al que arriba ya sin vida; la explicación, coloquialmente hablando, es que se tendría que haber dado cuenta antes.

Ese dolo eventual acabado de describir le permitió a la mayoría del Tribunal que integré la imputación a Matías Gabriel Farías de un femicidio. ¿Es esto posible? Sin perjuicio de que nuestra doctrina mayoritaria estaría en desacuerdo, préstese atención al siguiente ejemplo: ¿qué sucedería si un marido celoso le propina a su compañera sentimental todos los días lo que perversamente lee como una golpiza disciplinadora al acusarla, por caso, de serle infiel con un compañero de trabajo, y en una de ellas la víctima se cae y muere como consecuencia del golpe? ¿Alguien podría plausiblemente decir que eso no es un femicidio? Yo vería claro el femicidio, como también veo clara la ausencia de dolo de propósito o directo, ya que el marido no quería matarla sino disciplinarla y subordinarla a sus designios. Evidentemente, la no contemplación del femicidio con dolo eventual es bien problemática, como también lo es – aunque esto último sea ya una discusión mucho más técnica- el requerir un elemento volitivo en el dolo. Todo está, para quien lo halle de interés, más y mejor justificado en la sentencia.

Considero también importante dejar aclarada la respuesta a la pregunta que sigue: ¿Puede un tribunal de juicio tener la soberbia de pensar que su interpretación de los hechos es la única posible? Por supuesto que no; de hecho, un tribunal situado sólo un piso más arriba, integrado por tres jueces que ostentan idéntica legitimidad institucional, vio el caso de modo diametralmente opuesto, no sólo en lo atinente al consentimiento para un encuentro sexual sino también al significado jurídico de la muerte de Lucía. En estos casos de tamaña discrepancia prevalecen los mejores argumentos, y serán otros los que dirán a quienes pertenecen, si es que en efecto pertenecen a alguien.

Para finalizar, quisiera someter a discusión una última idea partiendo de la siguiente pregunta: ¿Aparece la pena de prisión perpetua como excesiva en un caso de las características reseñadas? La respuesta es según mi opinión compleja, pero intentaré hacerla lo más sencilla que pueda. El slogan rezaría: si los hechos que se tienen por acreditados son los que acabo de narrar, es la impuesta la única pena que el/la legislador/a de la democracia previó para casos como el que tuviera a Lucía como víctima. Nosotros en la sentencia, sin perjuicio de ello, sometimos a consideración del debate democrático cuya caja de resonancia es el Congreso de la Nación la concesión al juez de la posibilidad de una disminución de la sanción para casos como éste, en los que la imputación no tiene como base la intención directa de la persona de provocar una muerte sino la indiferencia respecto de la continuidad de una vida. Pero eso tendrá que ser, luego de un proceso de rigurosa argumentación, resuelto por quienes ejercen el rol de legislar para regular la vida en comunidad, y no por jueces que acuden a la ilusión de que son los sabios intérpretes del notoriamente abierto principismo constitucional. Nuestra realidad cotidiana documenta lo que sucede cuando los jueces se creen más importantes que la democracia.


*El autor es juez penal bonaerense.