La inmigración y sus descendientes desembarcaron en la Argentina para llenar de fantasía una tierra nueva. Hay innumerables almas iluminadas que desafiaron la creatividad para dejar en jaque una manera fácil de sintetizar nuestra riqueza cultural. La tierra del gaucho y las empanadas, que las embajadas muestran en el exterior, se vio amenazada a tomar decisiones, cuando escuchó esta historia de rebeldía. 

En un viaje por el sur bonaerense tuve unos minutos para detenerme a levantar un papel que volaba como una pluma desde la ruta hasta la estación de servicio del Automóvil Club Argentino. Lo miré de reojo y leí una frase que me hizo pensar: “Aquello que vivimos en la verdad es la cima del romanticismo”. En la misma tarde me dispuse a visitar una obra del envidioso que decía ser quien le enseñó todo a Salamone. Pero no daban los tiempos porque seguía dándole al trompito de cemento ahí, a una cuadra del cementerio de Azul. Por eso, todo me remontó a la teoría de la relatividad. Dudé, por un segundo, que podía haberlo conocido en una fuerza gravitatoria.

La pregunta ya no es si rinde mostrar aquello fácil de entender, sino emocionar con lo milagroso e inentendible que tenemos a favor.

El antecedente del abrazo de San Martín y Bolivar en Guayaquil animó el contacto físico de nuestras almas latinoamericanas. El espíritu de hijos de inmigrantes europeos de la posguerra, fue aún más lejos y supo conquistar el Atlántico con romances ochentosos.

Inmediatamente pienso en un pintor que se hizo famoso en el periodo barroco del salame. Parece que pudo dejar un manifiesto que hasta el día de hoy se expone en una casona de Belgrano.

El problema era que padecía una frustración tan grande como la necesidad de sobresalir que tiene el fanfarrón. El envidioso había bajado del barco que venía de Nápoles y no se pudo alojar en el hotel de los inmigrantes.

La envidia a Salamone le ganó la inteligencia y masticando un chacinado, le propició un escupitajo a la única foto del arquitecto, en la puerta del matadero de Epecuén, provincia de Buenos Aires.

El fluido expulsado fue examinado y quedó expuesto en el mostrador de la antigua pulpería como si fuera un pedazo de suelo marciano.

Es así que sentó precedente la actitud del salame que quiere salir en la foto.

En la década nefasta, que impulsó el poder del cemento, se llegó a una conclusión inefable: Declarar a la envidia un recurso para fomentar la industria del chisme.

Hasta ese momento, era algo impensado por los críticos del barroco que tenían como referentes a Pietro da Cortona, Juan Gomez de Mora y Fray Alberto de la Madre de Dios, entre otros.

Se comprende entonces, que los años hayan ocultado tan secretamente el documento que pretende relatar el porqué de la envidia al romance de los otros.

La casona de Belgrano develó el manuscrito de Raffaella Carrá cuando estuvo en Santa Fe. En su dificultada dicción, mientras tragaba y hablaba dijo: “che, que rico salame”, y mezcló al unísono su furia con la obra del gran italiano que le dio simbología al centro y sur de la provincia, donde Juan Manuel de Rosas afirmó su posición frente a las invasiones.

Por su lado, Salamone escuchó, durante sus diseños, la obra de la cantante y al ritmo de: "para enamorarse bien hay que venir al sur", todos los pronósticos en su contra quedaron abatidos en la argentina del romanticismo urbano.

Tal vez Raffaella vino a resolver, por esas cosas de la metafísica, una angustia inconclusa que quedó en los planos de Salamone.

Como el vuelo del gorrión que raya los muros, aun destella el alma angustiada del arquitecto por su amor imposible. Las paredes de color cal son el reflejo hostil que construyó el mito de su adicción ludópata.

Será por eso que el desembarco de la faraona dance calentó, como un rompehielos, una época de miradas frías y autos Falcon verdes. En una manifestación de botas texanas en una playa de Camboriú, deslumbró nuevamente a todas las edades argentinas y salvó el alma etérea del arquitecto, atrapada en una profunda depresión.

Sin embargo, el escrito encontrado en la casona de Belgrano develaba el amor imposible que mantenía con el famoso Pedro de Santa Fe, mientras sus lágrimas inundaban una caminata fugaz por la avenida Luis María Campos. Casualmente o no, familiares que heredaron una cajita fuerte de historias italianas en Argentina, pusieron en evidencia que Pedro no fue el mejor de Santa Fe. Pero todo indicaría que él habría sido el autor del apagón de Belgrano.

Apenas se cortó la luz, un grito de emoción con saliva volando como lava de un volcán, derramó el rumor de un sabotaje. De pronto se señala a un grupo de rebeldes penepensantes, que solo entran en corto cuando los hacen pensar con el cerebro. Rapidamente como el débito automático, un electricista matriculado dejó un presupuesto para controlar esas chispas bastardas, que son hijas no recibidas de la corriente alterna. La carga negativa del corto circuito despertó una aventura eterna entre la autora de 0303-456 y un prefijo de Entel.

Es entonces, cuando Raffaella, comparable con la fuerza de un transformador de tensión montado en las columnas de cemento, iluminó a Belgrano.

Se rompió el hechizo con la regla que no falla, dónde la larga historia que une a la marginalidad y la nafta de avión, termina en tragedia.

En este caso lo marginal de la obra de Salamone en los años 40 y 50, tuvo combustible de alta innovación para permanecer en vuelo casi un siglo después. Y el mito de Santa Raffaella va dejando ermitas en calzas fluo, desde Montecitorio a Via Gigliotti, en la zona de Roma Termini.

Pero sucedió a pocas cuadras de Avenida del Libertador, cerca de las Barrancas de Belgrano, un cruce astral de héroes y divas.

El barrio y el prócer quedaban confundidos al no poder distinguir si el barrio quería ser el héroe de la conquista a la Bionda italiana, o el mismo Manuel Belgrano, recostado ya en la historia, se deslumbraba por aquella bandera tricolor que pisaba suelo argentino.