El miedo de romperse está en el principio de una metamorfosis. Una mujer de más de cincuenta años elige escapar de su relación de pareja para devenir animal. El viaje, de la ciudad al campo, es físico y sensorial. Anclada en la tierra, percibe diferente. No piensa sólo con la cabeza, piensa con las manos, con la panza, con la lengua y hasta con las rodillas. “El cuerpo hace sinapsis y conecta neuronas olvidadas. Es increíble de lo que somos capaces. El pensamiento se funde con las piedras que hay abajo del agua. El pensamiento sal, el pensamiento aire, el pensamiento barro que se cuela entre mis dedos”, describe la protagonista de Casi perra (Tusquets), la tercera novela de Leila Sucari, una narración intensa que avanza desde el desborde del habla al silencio; un texto breve y bellísimo en el que arde todo lo vivo.

La autora de las novelas Adentro tampoco hay luz (Primer Premio del Fondo Nacional de las Artes) y Fugaz (finalista del Premio Nacional Sara Gallardo) cuenta la transformación narrativa de su tercera novela, que empezó con la voz del hombre dejado, hasta que se dio cuenta de que le interesaba saber qué pasó con la mujer que se fue. “Al principio no tenía una edad tan definida, pero no podía ser de veintipico sino alguien más grande para que apareciera el tema de la imposibilidad de tener hijos -explica Sucari a Página/12-. A los veinte cualquiera agarra un tren y se va, pero pareciera que después de determinada edad no se puede. Cualquiera puede inventarse de nuevo a cualquier edad”. La escritora se ríe por la fisonomía delgada de Casi perra. “Así pequeño como se ve fue el libro que más tiempo me llevó. Aunque escribí mucho, fue más un trabajo de sacar. En un momento en que no paraba de quitar escenas me pregunté ¿qué va a quedar? Sentía que era como el trabajo del escultor que va sacando hasta que algo aparece. Me acordé de una frase de Barthes por qué durar es mejor que arder. Y dije tiene razón; sigo sacando, que sea cortito”.

-¿Ese sacar en la escritura tendrá que ver con lo que le pasa a la protagonista de la novela en su devenir animal?

-Sí, la forma y el contenido van juntos. El final terminaba diciendo: “silencio, todavía estoy aprendiendo la “no-palabra”… después lo saqué porque me di cuenta de que era para mí; pero hay un trabajo con el silencio que tiene que ver con el proceso que atraviesa ella. Principio, nudo y desenlace ya no me interpela; se desmoronó socialmente. Entonces empecé a leer mucho más poesía y a buscar otros lenguajes que no tuvieran que ver con la palabra. Empecé a sentir que la palabra no me alcanzaba. Y es un poco contradictorio porque a la vez lo descubrí escribiendo; esas paradojas de la vida.

-Ella se va y abandona, pero a la vez la narradora fue abandonada por la madre. ¿Hasta qué punto puede haber una especie de relación en espejo entre abandonar y ser abandonada?

-No lo había pensado así, pero hay algo del irse que la hace revisar su vida; hay algo de la temporalidad que se rompe y ella empieza a percibir de otra manera; el tiempo lineal se pierde. La madre la dejó cuando era una nena; algo de eso le vuelve, pero más que el abandono en sí en la pérdida. En un momento ella dice que las cosas no se superan se acumulan. Cada pérdida reactualiza todas las pérdidas. La tensión entre quién abandona y quién es abandonado está todo el tiempo. En La venus de las pieles (de Leopold von Sacher-Masoch) el amor es una cuestión de tensión permanente: quién desea y quién es deseado, quién abandona y quién es abandonado, poniendo en juego esos contrarios que no son tan contrarios.

-“En realidad no necesitamos demasiado, somos animales simples que nos inventamos problemas”, dice la narradora. ¿Qué tipo de lecturas vinculadas con la filosofía y el animalismo te sirvieron como trasfondo?

-No busqué tanto en la teoría, pero sí leí un libro increíble, La vida de las plantas, de Emanuele Coccia. Yo vivo con mis dos gatos, que los amo: Kustu (por Gato negro, gato blanco, de Emir Kusturica) y Greta. En un momento del encierro en pandemia empecé a subirme al techo de la cocina con Greta y repensé de qué otras maneras se puede habitar el espacio y el cuerpo propio. ¿Por qué tenemos que estar siempre erguidos, parados, caminando recto? El cuerpo tiene una potencia enorme y te da un infinito de posibilidades. Mirar a los animales y estar en contacto con la naturaleza no solo me maravilla sino que es necesario en este mundo del horror que vivimos. En la novela ella está buscando otras maneras de habitar el mundo.

-“La familia forma un conjunto previsible de animales asustados que se atacan entre sí por aburrimiento o desesperación”, afirma la narradora. ¿Coincidís?

-Sí, claramente podría decirlo yo (risas). En un punto siento que estoy en contra de todo porque el modelo familiar tradicional lleva a lo que dice la narradora. Pero a la vez la idea de los vínculos sexoafectivos sin compromiso (y que no duela) me parece una boludez. Escribo un poco contra el pasado de la familia tradicional, pero también contra esta propuesta nueva. Hay algo de reivindicar el encuentro con el otro, pero que no tiene que ver con institucionalizar las relaciones ni tampoco cuidarse de no verse afectada por un otro. Ella se involucra al punto de perder la identidad y eso me parece muy interesante.

-¿Te molesta que se intente sustraer el dolor?

-Sí, no es tanto estar en contra por estar en contra, pero sí generar preguntas. Estoy en contra de la idea de evitar el dolor y de no arriesgarse en las relaciones sexoafectivas, de esa distancia medio profiláctica que ve al otro como un peligro. Me gusta mucho Elogio del riesgo, un libro hermoso de Anne Dufourmantelle, en el que habla de arriesgarse a lo desconocido, a ese abismo de no saber y del perder. Que el perder sea parte del encontrar.

- “Pienso que al final vivir era esto: Perder la cabeza. Avanzar sin ideas que hagan ruido”, se lee al final de la novela. ¿Vivir aparece más vinculado a la pérdida que a la ganancia?

-Sí, el perder es motor de un montón de cosas, pensando el amor como un perder que consiste en reivindicar la pérdida: qué bien perder la cabeza y perder la identidad. Siempre se piensa la pérdida como algo negativo y en este caso pienso la pérdida como una posibilidad. Lo mismo me pasó con la pérdida de caracteres del libro. La pérdida está ahí, todo el tiempo: la pérdida del sentido y la necesidad de inventar uno nuevo.

-En un momento ella plantea que se negó a ser madre cuando todavía estaba a tiempo. “Traer hijos al mundo me parecía una voluptuosidad innecesaria”, revela. Pero está arrepentida; no convierte su elección de no ser madre en una bandera. ¿Por qué te interesa transitar por la cuerda de ser o no ser madre?

-Ser madre o no es una ambigüedad absoluta, seas o no seas madre. Entonces no se puede tener una idea clara y cerrada de la maternidad… pienso en Fugaz, donde hablo mucho de la maternidad como una maravilla y a la vez un horror. Esta cuestión de la ambigüedad tiene que ver con el deseo, porque el deseo va cambiando. Me interesa la pregunta que habilita la maternidad mucho más que la certeza que encierra.