La potencia de una voz –una mezcla perfecta de inocencia con obstinada malicia– desenmascara las simulaciones familiares del mundo adulto. Una nena en tránsito hacia la adolescencia llega a la casa de su abuela y su prima en el campo. La madre se sumará después con su novio flaco y barbudo, que medita cerca de los árboles como “indio petrificado” y solo come pomelos hervidos. “Las mujeres de mi familia están locas, pero yo tengo la sangre de mi papá. Él es un hombre fuerte. Algún día lo voy a conocer y le voy a decir gracias”, advierte la protagonista de Adentro tampoco hay luz (Tusquets), primera gran novela de Leila Sucari con la que ganó el Premio del Fondo Nacional de las Artes en 2016. Nada de lo que sucede es bucólico ni apacible. Ese paisaje, de noche, mete miedo. La naturaleza se agita como una criatura indómita. Los animales domésticos son una chancha y un lagarto; el tiempo está regido por los frutos –temporada de moras, pomelos, frutillas–; y la prima “chiflada” espera un bebé.

Hace unos años Sucari (Buenos Aires, 1987) escribió un texto breve sobre unas hormigas en el campo. En el verano de 2014, cuando empezó a escribir su primera novela, recordó ese texto. “La voz fue apareciendo sola y después busqué saber quién era esa niña, qué sentía y cómo miraba”, cuenta la escritora a Páginai12.

–¿Por qué el escenario de la novela es una casa en el campo?

–Me interesaba trabajar en un territorio ajeno; ella no es del campo. Me gusta la mirada del que no nace en un lugar, sino que llega de otra parte, que se potencia por la mirada de la niña: cómo todo lo nuevo y lo diferente se vuelve más increíble y misterioso. Tiene mucho que ver con mis recuerdos de infancia. Mi papá vivía en el campo, en Exaltación de la Cruz, y de chica yo iba los fines de semana. Entonces tenía muchas imágenes grabadas. Y también de mi abuela, que se crió con diez hermanos en Chacabuco, y de chica me contaba muchas historias del campo. Tengo el recuerdo de mi abuela contándome cosas siniestras, como un médico de campo que tenía fetos en frascos de formol. Yo no sé qué era cierto o qué era fábula, pero me parecía increíble.

–La impresión que causa la voz de la nena es que mira a través de un microscopio, muy de cerca y con mucha intensidad. ¿Esto fue deliberado?

–No, la verdad que no. El proceso de escritura fue más intuitivo que racional. La mirada tan atenta quizá tenga que ver con la sensación de desamparo, de andar medio perdida y de no tener referentes ni contención. Entonces trata de conectarse con otras cosas, que son como primeros planos muy detallados. Ella tiene una relación especial con los animales y busca otros caminos más marginales, que no tienen que ver con la familia como núcleo porque no la tiene y está bastante desintegrado todo. Ella empieza a darse cuenta de que incluso lo sólido está lleno de grietas y de falsedades. Como desconfía del entorno, se entrega a los animales, a las plantas.

–¿Cómo se sostiene a lo largo de la novela la voz de la niña? ¿Cómo evitar que la perspectiva adulta interfiera con pensamientos más elevados?

–Es una tensión que está todo el tiempo y no hay que irse demasiado de un lado ni del otro. Una vez que ya estaba la voz adentro me ponía a escribir y dejaba a un costado la mirada adulta. La niña no tiene una moral determinada, ni las palabras están cerradas y definidas; entonces era permitirme jugar con esa libertad que me daba. También me sirvió un montón que hice taller con Fernanda García Lao y de pronto nos encontrábamos cada quince días a leer y a hablar de la novela. A veces le preguntaba por alguna parte en la que me parecía que me iba de registro. Ella me ayudaba a tirar de los hilos para que no se me fuera demasiado.

–Cuando se despide de la beba de su prima, le pide que no crezca. ¿Descubre algo que perdió?

–Sí, se da cuenta de que perdió un montón y toma un poco de conciencia de lo que es pertenecer al mundo de los adultos. De hecho después del bautismo, deja de pertenecer al mundo de los animales y de la naturaleza y pasa a formar parte del mundo adulto. Ella registra las construcciones falsas de los adultos, esos castillos con retazos de cosas que se caen a pedazos. Se da cuenta de que todo es una especie de farsa, que todos están desesperados y perdidos. No hay ninguna verdad en el mundo adulto, a pesar de que todos intentar afirmarse.

–¿La prima está en un borde entre la cordura y la locura?

–Sí. Quería meterme en esa zona difusa y que se corra todo el tiempo ese límite. La mirada de la nena me lo permitía. El adulto tiende a clasificar mucho más: el loco y el cuerdo, lo blanco y lo negro, pero la mirada de la niña no tiene una moral. Ella ve que todo está como en una especie de borde a punto de estallar o de hacer la plancha. Y nunca se sabe. La prima es el personaje en el que más se nota esa locura, que es mucho más carnal, más física. Prefiero trabajar con lo extraordinario, con lo que está por fuera de la norma, contra el lugar que todos habitamos. 

–¿Cuánto de la voz la niña tiene que ver con su manera de observar el mundo durante su infancia? 

–Sí, se parece, pero ella quizá sea un poco más despiadada y filosa (risas). Yo metía bichos en frascos y me los quedaba mirando. Hay mucho de la relación con los animales. De niña encontraba todo el tiempo perros y también pájaros con un ala rota, y llevaba a mi casa muchos bichos. En el campo había una perra que estaba por parir y estaba al cuidado de un peón. ¿Cuándo nacen?, le pregunté. Y él me dijo: “acá los ahogamos”. Para mí fue tremendo: “No los ahogue, yo les voy a conseguir una casa”. Tendría siete, ocho años, y me puse a hacer carteles en el colegio. En teoría le conseguí casa a los siete que supuestamente iban a nacer. Y cuando le fui avisar al peón me dijo: “ya está”…