El positivismo ofreció al mundo occidental muchas novelas preciosas de Pérez Galdós como la Marianela, que habré leído allá por la escuela secundaria. El bello niño Pablo ama a Marianela, que es flacucha, feíta y raquítica porque, como es ciego, solo percibe la bondad que ella destila, amañada en su inocencica, no por creativa, menos primitiva, campesina, ignorante y supersticiosa. Hasta que llega el doctor Golfín quien, gracias a los adelantos del empirismo científico, opera los ojos de Pablo para que pueda ver. La joven hermosa que Pablo descubre al despertar con sus ojos nuevos ha de ser Marianela, porque a su metafísica racionalista no le cabe duda de que esa belleza es el reflejo de su dulzura supina… mas no. La bella es la prima Florencia, única merecedora del amor empírico y positivista y Marianela no tiene más remedio que morirse, llevándose con ella -junto con su imperfecta y disforme presencia- el atraso del pasado, las marrullerías de la religión, bah, digámoslo de una vez, la etapa primaria de la humanidad como la concibió Augusto Comte.

El positivismo también incubó la frenología y las teorías de Lombroso, famoso medidor de cráneos, que veían en los rasgos físicos y determinadas reacciones de la conducta, una identidad irreversible, marcada indefectiblemente por la herencia biológica, y extensible a los sustratos raciales. No fueron indemnes a ese sentir de época destacados intelectuales de nuestra América como Sarmiento, José Ingenieros o el boliviano Alcides Arguedas, quienes evaluaron a la sociedad de su época según los estigmas de los grupos étnicos y los mestizajes que la conformaban. Gobernar es poblar... con hombres blancos y europeos, quiso decir Juan Bautista Alberdi.

El poder político de la Europa del siglo pasado llevó a una sutil y refinada profundidad los aspectos más desequilibrados de tal visión de la ciencia, como sucede en el comienzo de la historia que el regisseur Joseph Losey dedicó a Monsieur Klein (el título se presentó en castellano como El otro señor Klein), una película que supera, desde todos los ángulos, su tono policial. Un científico quizá doctor, todo vestido de blanco, ausculta a una señora del común toda desvestida y desnuda. La mueve, la dobla y la desdobla, la mide, la examina, la impele, la revisa, la analiza, siempre con ademanes de violencia científica. Que las encías prominentes, que la nariz, que los lóbulos de las orejas, que el prognatismo maxilar común en las razas no europeas, que el pelo graso y reluciente, que los ojos más bien oblicuos y la tez morena. Las caderas anchas y el pie plano, todos datos que conforman un cuadro dudoso de ascendencia árabe o judía o armenia, puede retirarse, la policía le hará llegar el informe.

En un tal marco de la Francia ocupada –usted sabrá, intuido lector, ocupada por quién- monsieur Robert Klein, un bon vivant parisino que nos desmaya un suspiro desde la seductora cadencia masculina de Alain Delon, recibe a un señor de presencia no por correcta menos abrumada, urgido de vender una pintura holandesa en luises de oro. Seiscientos luises, trescientos, seiscientos, trescientos, el regateo es entre la negligencia indiferente, la vida y la muerte. Hay un espejo junto a la puerta, en el que se mira Alain Delon, como en un descuido fílmico, cuando el judío del cuadro holandés se retira con sus trescientos luises en monedas de oro.

Entonces aparece el reflejo del espejo, una presencia invisible que navega en duro silencio a lo largo de toda la película. Es el otro monsieur Klein, un judío errante y burlón que pareciera confundir intencionalmente las identidades, para obligar al Robert Klein Alain Delon a ser culpable de judaísmo si no demuestra lo contrario, a indagar a sus antepasados para asegurar su ascendencia francesa y católica refrendada por Luis XIV, a requerir los certificados de nacimiento de sus abuelos que lo acrediten mientras persigue a la sombra escurridiza del judío rebelde que pretende enredar sus vidas, enrevesarle la existencia. En el lugar donde se dice que vive, no vive; su amante alta burguesa no lo ha visto hace tiempo, pero lo está despidiendo en una curva del camino, se muere en un atentado a la Gestapo, pero sus novias fabriqueras, aunque lo desconocen con una sonrisa cómplice, saben que está vivo y que el que no lo encuentra es porque no sabe verlo; la partitura que yace bajo su flauta de madera devela, a quien se haya hecho cargo de la realidad de 1942, la melodía de La Internacional. El otro monsieur Klein, el perseguido, no se ha hundido en el desconcierto del momento ni está dispuesto a sucumbir a la deportación.

Monsieur Klein Alain Delon bon vivant, en su desesperada ansia de defensa aria, logra despertar las sospechas de la Gestapo y se encuentra de pronto en estado de paria, se llevan mis documentos, mis pinturas, mi auto, no me permiten comprar ni vender ni ir a un baño público, ni entrar al teatro ni a un bar ni a un restaurant... qué es esto, qué tengo yo que ver... Pero Monsieur Klein tiene un amigo ario y presto que le procura documentos felices para que se vaya de Francia, le puede comprar sus propiedades que valen diez millones digamos por ocho, pero que en el apuro de acompañarte a tomar el tren, bueno... solo dispongo de medio millón. Metete tu medio millón en el culo porque acá tengo el teléfono del judío, aló, Monsieur Klein, le habla Monsieur Klein, sí, yo también quiero hablar con usted, lo espero en la puerta de mi casa...y llegando a la esquina Monsieur Klein ve cómo la Gestapo detiene a Monsieur Klein... y todos coinciden en el campo de concentración, el rebelde descubierto, el que todo es una equivocación y en cuanto lo aclare vuelvo, junto con el que no vendió a tiempo su pintura holandesa o los trescientos luises no le alcanzaron para facturar una visa que le permitiera acceder a su salvación.

 

Mi película de hoy pretende refrescarte, memorioso lector, hitos de la historia de segregaciones como ésta que, con la ayuda de Joseph Losey, te acabo de contar, desarropando las máscaras del poder, exponiendo la banalidad de las ciencias de época y las pequeñas miserias del alma humana. En realidad es mi pretexto para recordar de otra manera, en este mes de abril, junto con la celebración de los mitos de resurrección que muchas comunidades migrantes trajimos de la primavera boreal, a los rebeldes del Ghetto de Varsovia que, en la primavera de 1943, igual que el otro monsieur Klein de mi relato, no cedieron su médula humana al fascismo sino que eligieron gambetear la amenza consciente de un final irreductible, con las hilachas de su cultura, con la insistencia de sus violines de divertida quejumbre, con el ensueño hambreado de sus comidas agridulces, con los recursos de la ideología, con armas de rezago y con la seguridad de estar encarando un minúsculo pero intenso grano de arena de la epopeya definitiva que devolvería al nazismo a su agujero del averno. Ojo distraído lector, que el tal averno no está tapiado, tiene una puerta.