En pleno cierre de la edición, de pronto las miradas se distraen de la pantalla de la computadora y confluyen en Wilson: está en medio de la redacción, con la bandeja de siempre y un pocillo de café todavía humeante; balbucea alguna puteada para adentro, mira medio desorientado hacia los cuatro puntos cardinales y se resigna a que en algún momento alguien le grite "¡acá, Wilson!". A veces lo engañan. El que hace media hora realmente pidió el café quizás está hablando por teléfono y otro aprovecha, le gana de mano y se queda con el pedido. Es el café más barato de Buenos Aires pero con frecuencia --sobre todo a fin de mes-- ni se lo pagan; el nombre del comprador se suma a la larga lista de deudores que engordan el famoso cuaderno de fiado, un documento de dudosa ejecución que solo Wilson comprende.  

Es algún lunes de la década del 90 o tal vez ya arrancó el nuevo siglo. Se lo ve contento a Wilson porque acaba de volver de Montevideo tras un viaje relámpago para votar y ver ganar al Frente Amplio. "¡Vamo' Uruguay nomás!" se envalentona en el buffet de PáginaI12, una covacha, prácticamente un aguantadero, adonde los trabajadores periodistas, fotógrafos, de mantenimiento, publicidad o diagramación vamos cada día para quitarle el ritmo a la jornada laboral, para ingresar por un ratito a otra frecuencia, menos estresante que la impuesta por el cierre de la edición. 

En ocasiones la tarta de queso y cebolla, el pastel de papas o el sandwich de peceto son simples excusas para estar ahí. A veces ni siquiera al propio Wilson se lo ve en su boliche. Anda de aquí para allá llevando y trayendo mercadería o se queda charlando en alguna oficina. Nadie podría objetar, sin embargo, el nombre que le puso a su buffet: "El buen trato". Hay quien se anima a autoservirse y anotar --vaya a saber qué y cuánto-- en el cuaderno irrremediablemente manchado de grasa y otras sustancias de vieja data. Wilson vuelve apurado y no falta quien lo desafíe con una chicana: "¿Es cierto que toda tu familia es hincha de Nacional?", le preguntan sabiendo que es fanático de Peñarol. Del fútbol argentino le gusta Ferro y cada tanto se ve en la necesidad de explicar que se hizo hincha del cuadro de Caballito porque su cancha está pegada a las vías del tren, y eso le hizo acordar el origen ferroviario de Peñarol.  

Así es Wilson: sensible a cosas que a otros le pasan por el costado. También es un poco terco. Y gran contador de historias. En una redacción intelectualmente "pesada", con nombres y firmas que trascienden las paredes del diario, Wilson es el mejor conversador puertas adentro. Los lectores no lo conocen, pero en los pasillos de Página se lo ve de pronto discutiendo sobre los Tupamaros, o recitando a pedido un poema de Idea Vilariño. Se le enfrían la mitad de los cafés, pero en el camino nos da una clase magistral de Zitarrosa. Wilson podría ser el interlocutor soñado para cualquier periodista: nunca contesta con el casete puesto. 

"¿Vos sabés quién es el Canario Luna?" lo provoca el editor de fotografía. Wilson deja de golpe lo que está haciendo y se cuadra, medio ofendido. "¡El Canario Luna!... ¡palabras mayores!", introduce, luego cuenta la vida entera del artista uruguayo y remata con una breve anécdota: "Una vez, en una entrevista, el periodista le preguntó qué había cambiado en su vida cuando pasó a vender muchos discos. Y el Canario le contestó: 'empecé a comer con aceite'. Yo sé de qué se trata". Claro que sabe.

Wilson es relativamente pobre, pero es uruguayo. Tal vez, además, sea un uruguayo de otra época. Pasa mucha más horas en el diario que en su departamento de la calle Venezuela, casi avenida La Plata. Además de manejar el buffet durante todo el día, a la noche trabaja de sereno en el diario. Cuando volvemos de alguna cobertura más allá de la medianoche, solemos verlo en la recepción dormitando, casi siempre con un libro en la mano. Nunca falta un hijo de puta que lo zamarrea para asustarlo y él se despierta sobresaltado. 

Un día llega una inspección de rutina al diario y Wilson, que le teme a los rigores burocráticos y contables, entra en pánico. Se esconde en un cuchitril y después de un rato lo encuentra una compañera, acurrucado y en silencio. "¡Salí tranquilo, Wilson, que eran de la AFIP, no de bromatología". Pasan unos minutos y ya se lo ve enterito en el buffet ayudando a sus hijas, Natasha y Lara, con las tareas de la escuela. La madre de las nenas, Graciela, colabora en la preparación de las comidas mientras Wilson le explica un problema de matemática a Naty y le aconseja, para el futuro: "no sirve estudiar de memoria, hay que aprender a razonar". 

Hay algo de la vida de WIlson, de su sacrificio, de su origen, que se nos escapa a nosotros, bohemios noctámbulos con ideas progresistas. Cuando comparte unos vasos de vino le cuenta su historia a los más amigos, pero sin victimizarse. Que se vino ya grande de Uruguay. Que allá había trabajado desde chico, haciendo de todo: llevando verduras en un carro a la feria de Las Piedras (departamento de Canelones), cargando bolsas de pescado en el puerto de Montevideo; lo habían criado unos italianos que tenían una viña casera en Villa Foresti, y a los 8 años le daban de desayunar vino patero en lugar de café con leche. Que terminó la secundaria en una escuela nocturna y empezó a estudiar veterinaria, pero dejó. 

Sabemos solo algunas cosas de Wilson, fragmentadas, con cierto aire de leyenda, pero como contrapartida intuimos que Wilson lo sabe todo de nosotros. Que nos mira y, sin juzgarnos, puede escanear nuestra rutina, percibir nuestros miedos profesionales en medio de un cierre, descubrir alguna vanidad que no alcanzamos a esconder. También en un diario de izquierda hay jerarquías, pero la relación que establece Wilson con nosotros parece atravesada por una extraña horizontalidad democrática: nos trata de la misma manera a todos, con una sencillez orgullosa, como si su frenteamplismo militante se expresara naturalmente en cada acto y en cada palabra.    

Creemos que Wilson no se da cuenta de lo importante que es en nuestras vidas. Quizás porque ni siquiera nosotros nos ponemos a pensar en eso. Estamos demasiado ocupados haciendo el diario y la presencia de Wilson está implícita en esa cotidianidad. Sin embargo, en algún momento, tal vez un poco tarde, su figura se nos impone, involuntariamente, como símbolo. Sin siquiera sospecharlo, Wilson representa una época de vínculos tangibles, de cercanías, broncas y complicidades a escala humana. Un tiempo en el que cuando no sabemos algo --en la redacción, en el taller, en el sector de diagramación o en el buffet--, se lo preguntamos al que está al lado. Quizás porque sabe más, pero también porque lo tenemos al lado.  

Casi sin que nos demos cuenta pasan los años, la merecida jubilación de Wilson, la mudanza del diario, Macri, la pandemia. Hasta que una tarde una compañera avisa en el grupo de whatsapp de los trabajadores del diario que Wilson se murió. Natasha, una de sus hijas, nos cuenta más tarde que su padre tenía Parkinson, que en sus últimos días ya no la reconocía a ella pero que, en sus delirios, le decía que tenía que ir a "cocinar para los muchachos de PáginaI12". 

Nosotros tendemos a pensar que no está delirando. Que delirio es pedirle consejos al Chat-GPT y prender la tele para que un título catástrofe nos informe: "¡En instantes, habla para el país Santi Maratea!". Debe ser que ahora los que estamos desorientados somos nosotros y necesitamos que Wilson se plante con su bandeja en medio de la redacción y nos indique, otra vez y por siempre: "¡Acá, muchachos!"