El fusilado que vive, sigue viviendo. ¡Y cómo! 91 años tiene Juan Carlos Livraga, y luce lúcido, locuaz, atento, entero. “Nunca pensé que iba a llegar a los 90, pero llegué e incluso lo pasé… todavía arrimo, como quien dice. Hasta incluso a veces me le animo a un partidito de fútbol, y eso que me operaron siete veces, ¿eh?… me tuvieron que armar otra vez”, sonríe él ante Página/12, cómodamente sentado en un sillón del hotel porteño de la UOM, a poco de reunirse con Cristina Fernández en el Senado Nacional (ya lo había recibido Néstor Kirchner en Casa Rosada, en 2007). 

Contada al trazo grueso, la historia de Livraga, que vive en Estados Unidos hace 58 años, es la de un hombre que zafó de ser acribillado por las balas de la “Libertadora” de Aramburu y Rojas, durante la madrugada del 10 de junio de 1956, en los basurales de José León Suárez. Y su “sobrevida” posibilitó nada menos que Rodolfo Walsh pudiera reconstruir aquella aciaga jornada a través del nodal Operación Masacre. “No me quería ir del país, pero lo tuve que hacer igual. Me paraban policías de civil para amenazarme, y creo que si no me iba, me mataban. La persecución se intensificó cuando salieron las notas de Walsh en el diario de la CGT. Entonces partí hacia Los Ángeles, California, el 26 de junio de 1965. Sufrí mucho, pero lo tuve que hacer. Una vez instalado allí, empecé a trabajar en la construcción, a los tres meses vinieron mi mujer y mi hija, y me compré mi primera casa”.

Habían pasado entonces nueve años de los fusilamientos en José León Suárez, La Plata, Lanús, la Escuela de Mecánica del Ejército, el Campo de Adiestramiento de la policía Federal, la Penitenciaría Nacional y Campo de Mayo, que habían acabado por fuera de la Ley (La Ley Marcial había entrado en vigencia cuando ya habían detenido a la mayoría de las víctimas) con la vida de 27 personas total, entre militares y civiles –incluidas la de su amigo Vicente Rodríguez, Carlos Lizaso, Nicolás Carranza, Francisco Garibotti y Mario Brión, en los basurales— y sin embargo, Livraga corría peligro. Aún estaba fresco el hecho. Aún quienes lo pensaron, instigaron y ejecutaron querían seguir viviendo en libertad, y no era cómodo que un testigo directo de la masacre anduviera por ahí, contando entretelones.

La visita a Cristina kirchner en el Senado, hace unos días.

Livraga había sido uno de los muchachos que detuvieron efectivos al mando del jefe de la policía bonaerense Desiderio Fernández Suárez, en la famosa casa de Florida, mientras escuchaban por radio la pelea entre Eduardo Lausse y el chileno Humberto Loayza por el título Sudamericano en el Luna Park. Algunos esperaban oír por la emisora la proclama de Juan José Valle, para pasar luego a la acción en las calles, con el fin acabar con el gobierno dictatorial.

Por supuesto que nada de eso pasó. Por contrario, parte de los detenidos en Florida (cinco) fueron fusilados luego de dar vueltas en un camión durante toda la noche, y el resto (siete), logró zafar de una u otra manera. La huida de Livraga fue la más insólita porque los policías lo dieron por muerto, y se fueron.

--¿Cómo había empezado ese terrible día para usted, Juan Carlos? ¿Recuerda?

--Pero sí, ¿cómo olvidarlo? Por entonces, yo no estaba trabajando de albañil, el oficio que me había enseñado mi padre, sino como chofer de la línea 10, que entonces unía Chacarita con Munro. Ese sábado a la mañana, los dueños del colectivo me llamaron para que fuera a trabajar a las 12 del mediodía. Entonces tomé algo y me fui a buscar el colectivo, previo paso por el hospital para ver a mi madre, que estaba internada. Me acuerdo que ese día justo se jugaba un partido entre Colegiales y All Boys, y yo llevaba y traía hinchas de la cancha. En fin, cuando terminé la jornada laboral, me dispuse a ir a ver una chica que me esperaba en un baile de Munro. Salí de casa, más o menos a las 21.30 para tomar el colectivo en Yrigoyen y Tejedor. Crucé un charco que había en la calle, y alguien me silbó. Era mi amigo Vicente Rodríguez. Me preguntó dónde iba, le conté, y me dijo: "pero hoy pelea Lausse". Y bueno, como me gustaba mucho el box, me quedé. Ahí fue que me dijo que iba a ir a escuchar la pelea en la famosa casa de Florida con unos amigos, y yo lo acompañé.

Foto: Sandra Cartasso.

--¿Era peronista usted?

--Me gustaba Perón, pero no estaba afiliado ni militaba. Mi padre, que era un albañil italiano, no era peronista, pero cuando se enteraba que Perón iba a hablar por radio, paraba todo, y se ponía a escucharlo. Le gustaba Perón, nada más… era un hombre de casa al trabajo y del trabajo a casa, algo que siempre decía. Y yo soy igual. Me gustaba Perón. Incluso lo conocí.

--¿Cómo, cuándo, dónde?

--Un día de 1954, mientras observaba una carrera de bicicletas en el circuito KDT de Palermo, giré la cabeza a un lado, vi un coche parar en Avenida Libertador, y un señor con la cara tapada dentro de él… era el General. Me di cuenta que era Perón, pero me callé. El me dio la mano, me dijo que no diga nada, y se fue. Me quedó un gran recuerdo de eso.

--¿Alguna otra rémora asociada a esos días del peronismo en el gobierno?

--Bueno, sí. El día que bombardearon Plaza de Mayo, el 16 de junio de 1955, yo trabajaba en una empresa fotográfica, donde conocí a mi futura mujer. Un día me pidieron que vaya a la Capital, cerca de la plaza, para hacer unos trámites. Y cuando estaba allí, empezaron los bombardeos. Todo se transformó en una locura. Yo justo había estacionado el auto a cuatro cuadras… salí corriendo, y tardé horas y horas hasta que se hizo de noche. Recuerdo que no pude cruzar la General Paz, porque estaba cerrada, pero enseguida supe que había más de trescientas personas muertas. Días después volví al lugar, y vi las marcas de las balas de los aviones en los mármoles de varios edificios. Esa gente era asesina, ¿qué sentido tenía que, por asustar a Perón, matar personas?

--Un presagio de lo que un año después sufriría usted en persona.

--Exacto. Habíamos quedado en el momento que llegamos con Rodríguez a la casa de Florida ¿no?

--Así es…

-- Bueno, cuando entramos no vimos nada “anormal”. Éramos cinco dentro de la casa, y no catorce como había escrito Walsh. Nunca pude hablar con él para decírselo. Pero, bueno, la cosa es que escuchamos la pelea completa, que terminó con el triunfo de Lausse por nocaut y luego, cuando quise abrir la puerta para salir de la casa e ir a ver a la chica a “La Hostería” de Munro, me pegaron un culatazo de fusil en el pecho que me tiró debajo de la mesa donde los demás estaban jugando al chinchón. Todos se pararon, yo quedé aturdido, entraron los policías, hicieron un desparramo. A mí me levantaron y me llevaron afuera.

--Según su relato eran cinco adentro, ¿y el resto dónde estaba?

--Afuera. El resto estaba afuera. El caso es que nos subieron a todos al colectivo de la línea 19.

Foto: Sandra Cartasso.

--Y empezó la odisea

--A mí me agarró Fernández Suárez –entonces jefe de la policía de la provincia de Buenos Aires-- con una 45, y me dio unos golpes tremendos, que me provocaron unos coágulos de sangre que con los años se hicieron una pelota. Tengo fotos de eso. El caso es que nos pegaron y después nos llevaron a la Regional San Martín, donde nos pusieron en una habitación grande, mirando hacia afuera. Seríamos unas 15 personas ahí, hasta que llegó la hora de declarar. Primero lo hizo mi amigo Vicente, luego lo hice yo. Le pregunté si estaba metido en la cosa, y me dijo que no, que él solo repartía panfletos. Yo le creí, porque vi su declaración, pude leerla al revés, porque sé leer al revés.

--¿Cómo era Vicente Rodríguez?

--Corpulento y bueno. Era peronista él. Yo le decía en broma "gordo panfletero", porque a veces repartía panfletos, pero inocentemente, y alguna vez había sido delegado gremial en el puerto, donde trabajaba hombreando bolsas. Bueno, vuelvo a lo anterior, lo cierto es que después de la seccional nos hicieron dar muchas vueltas, hasta que llegamos a los basurales, donde nos hicieron caminar con los policías detrás. Nosotros no sabíamos qué iba a pasar, hasta que empezamos a oír esos golpes de manivela que se escuchan cuando cargan los fusiles. Ahí empezaron todos a gritar.

--¿Y usted?

--No. Yo no. Yo me mantuve callado. Como tengo instrucción militar porque había estado en la aeronáutica, miraba lo que estaba sucediendo a mi alrededor para poder escaparme. La desesperación de algunos era mucha, pedían por favor que no los mataran por sus hijos y sus familias. Yo no. Yo busqué serenarme para salvarme. Me quedé en un rincón, escuché a mi amigo Vicente gritar "¡hijos de puta, matenmé!". Y le metieron once tiros. Cuando lo vi caer, vi también a Miguel Angel Giunta, a quien yo no conocía.

--Otro “fusilado” que vivió.

--Giunta, sí, que se escudó detrás de mí. En ese momento también vi las armas apuntándome, me tiré cuerpo a tierra, y empezaron a tirar. Giunta salió corriendo, yo me quedé cuerpo a tierra, mientras les daban el tiro de gracia a los demás. En eso escuché algo así como "ese respira, tírenle". Entonces cerré los ojos, sentí un tiro que me sacó un pedazo de nariz. Otro que me atravesó la mandíbula de lado a lado y el tercero que me dio en el brazo, ese me lo pegó el comisario Rodríguez Moreno. Pero el del rostro me provocó bocanadas de sangre como si estuviera muerto. Y entonces me dejaron y se fueron.

--¿Cómo fue el momento inmediatamente posterior?, ¿qué atinó hacer?

--Me paré y escapé del lugar. Quería llegar hasta la estación de tren, y tomar uno hasta San Andrés, pero llegué a las barreras, vi un jeep de la policía, me desmayé, y un oficial de la policía que estaba en una garita me salvó. Cuando que me preguntó qué me había pasado, quise hablar y largué una bocanada de sangre por la boca. Además de la dentadura y parte de la garganta, estaba perdiendo mucha sangre. Entonces fui trasladado por el policía al hospital Perón, donde las enfermeras, luego de las primeras atenciones, llamaron a mi casa y le dijeron a mi padre que yo estaba descompensado. Mi padre vino al hospital con su primo y luego, otros policías me sacaron, me desaparecieron y borraron mi nombre de las actas de ingreso al hospital. Pero las enfermeras por suerte le habían dejado a mi padre el papel que probaba que lo que dijeron ellos no era verdad. No me habían matado, claro. Pero sí intentaron que me muriera solo.

--¿Qué pasó después del hospital?, ¿dónde lo llevaron?

--Yo diría que aquí empezó mi verdadero calvario. Después de dar vueltas durante horas, me llevaron a un calabozo en Moreno, donde me metieron preso, completamente desnudo, con cinco grados bajo cero de temperatura. Estuve casi un mes encerrado allí… perdí 20 kilos porque no comía y, cuando me vinieron a sacar porque mi abogado Von Kotsch sabía que estaba vivo y empezó la campaña por mí, yo estaba con el pelo largo, la barba larga, la cara totalmente hinchada, y sin habla… hacía señas con los dedos.

El próximo destino de Livraga fue el penal de Olmos, donde había unos tres mil presos políticos. Allí fue donde lo entrevistó Walsh. “Me asusté otra vez ahí. La verdad es que estaba esperando que me mataran, porque era una persona que había visto todo en los basurales. De hecho querían matarme, pero no sabían cómo. En fin, en Olmos me cortaron el pelo, me afeitaron, pude bañarme bien, sacarme las crostas con jabón, y vestirme con ropa de cárcel. Pude hacer eso porque uno de los presos dijo que yo estaba ahí por haber matado a cuatro policías, una falacia que cambió mi vida adentro, porque me empezaron a respetar". 

Ya limpio, sereno, y alimentado, Livraga se reencontró para su sorpresa con Miguel Angel Giunta –también preso en Olmos-- a quien creía muerto. “Giunta me dijo que se había hecho el muerto, que se había tirado al suelo, con las balas que la pasaban por al lado”, recuerda.

--Y llegó el alivio no sólo cuando lo visitaron sus padres, sino también el abogado Von Kotsch...

--Que por lo primero que me preguntó fue por el papel ese que contaba, y yo le dije que lo tenía mi padre. Fue la prueba que provocó mi liberación el 17 de agosto. Entonces salimos con Giunta de la cárcel, tomamos el ómnibus a Retiro, luego el tren a Florida. Después él enfermó, y no lo vi más. Lo estaban buscando.

--¿Qué pasó con usted luego de salir en libertad?

--Me casé en 1959, en el Florida Futbol Club. Dos años después nació mi hija y me tuve que mudar a Villa Adelina, porque me estaban siguiendo. Cuando iba a ver a mis padres, recuerdo, saltaba la medianera y entraba por atrás, como cuando era joven y venía tarde de bailar. Así no podía vivir y, como conté antes, terminé yéndome a vivir a Estados Unidos.