Esta historia comenzó en la madrugada del sábado 7 de junio de 1986, Día del Periodista en honor a la fundación del primer periódico patrio creado por Mariano Moreno, cuando cerca de las dos de la mañana, en una oficina de San Telmo, con mi colega Héctor Ruiz Núñez pusimos punto final a la revisión del libro La noche de los lápices. Lloramos y nos abrazamos. Festejábamos haber llegado a tiempo para no fallarle a los chicos y para entregarlo a la editorial Contrapunto cuyo editor, Eduardo Luis Duhalde, nos había conminado a que saliera antes de cumplirse los diez años de aquella tragedia del secuestro y asesinato de adolescentes secundarios en La Plata ejecutado por la dictadura militar, crimen que había comenzado el 16 de setiembre del 76. Debíamos terminarlo antes del estreno de la película que ya estaba filmando Héctor Olivera, previsto también para setiembre. Con Héctor, sólo pudimos brindar con café en medio de la rara mixtura que nos producía la alegría de terminar y la angustia de separarnos de nuestros protagonistas: “Por los chicos” y “Por todos los periodistas que se animen” a contar la tragedia ocurrida en la Argentina, dijimos. 

Mi trabajo en la revista El Periodista de Buenos Aires, para la cual había estado acreditada en el Juicio a las Juntas Militares hasta 1985, me había permitido conocer a fondo el testimonio de Pablo Díaz, uno de los sobrevivientes del grupo de estudiantes desaparecidos y, por entonces, el único testigo directo del caso en el juicio. Héctor se había sumado a mi pedido de hacer el libro ya que él y su equipo colaboraban ya para la revista Humor de la misma editorial la Urraca de Andrés Cascioli, que editaba El Periodista: con su equipo de investigación trabajaban hacía unos meses en el develamiento de la estructura represiva en la provincia de Buenos Aires, donde había ocurrido ese crimen, un hueso durísimo de roer, un territorio tenebroso de dominio del general Ramón Camps surcado por el ocultamiento de los hechos y el destino de los adolescentes que estaban aún desaparecidos. 

El libro, por tanto, más que centrarse en esa estructura mortal y cruzada por los pactos de silencio y sangre de los represores, era considerado por mi como “letras de emergencia” donde el eje debía ser la luminosa historia de lucha de los estudiantes desaparecidos, aunque no renunciáramos a encontrar respuestas sobre el destino de los chicos y el nombre de los asesinos. Nos iluminaba el antecedente genial de Operación masacre de Rodolfo Walsh. La forma de investigar y de narrar la historia tenía sus enseñanzas definitivas. Era, así, también un homenaje al maestro. 

Semanas después, con el libro ya en la calle- la primera edición ocurrió el 21 de julio-, nos empecinamos en presentarlo en el Centro Cultural San Martín, dirigido, por ese entonces, por Javier Torre, hijo del genial cineasta Leopoldo Torre Nilson. Creo recordar, sin precisión luego de tantos años, que mi entrevista con Torre, muy afectuoso y atento, tuvo ribetes cómicos. A pesar de las numerosas amenazas de bombas que solía haber entonces ante la irreversible avalancha de denuncias sobre los crímenes de la dictadura- ya que por otro lado el Teatro San Martín había sido la sede de las denuncias de la Conadep-, Javier estaba decidido a que el libro se presentara, sí o sí, allí. Me ofreció realizar el acto en la sala A-B (ambas salas se unían para hacer un espacio mayor de unas 2500 personas). Me asusté. “No”, le dije, “no… es demasiado grande”. Javier quería convencerme; yo me resistía. “Dejemos la A, por favor”, supliqué. “Bueno, siempre se puede correr los paneles y ampliar… porque habrá que prepararse para que vengan muchos centros de estudiantes”, sentenció. Tal vez para no achicarme, le dije: “no sólo hablaremos los que hicimos el libro. Y estarán Pablo Díaz y familiares de los chicos. Y vamos a pedirle a Charly García que venga a cantar una canción…” Javier aplaudió, pero comentó: “Ojalá lo logres…”

La verdad no sabía qué pasaría. Intentamos llegar a Charly y nos dieron un sí a secas. Pero era un sí. Hablamos con Olivera para que todo el elenco de la película, que el día señalado debía estar filmando en Aries las últimas escenas, viniera a la presentación del libro. Los siete jóvenes actores elegidos nos prometieron que contra viento y marea estarían a la hora señalada en el acto. Debían venir de lejos, con una combi desde la provincia de Buenos Aires. Habían sido seleccionados para la película- basada en nuestra investigación con guión de Olivera y Daniel Kon- por la directora más talentosa de casting para esos perfiles, Eugenia Levín. Los actores seleccionados representaron la lucha de los chicos en La Plata por el boleto estudiantil y que compartieron el cautiverio final en el campo de concentración llamado Pozo de Banfield. Actuaron Vita Escardó por Claudia Falcone; Alejo García Pinto por Pablo Díaz; Adriana Salonia por María Clara Ciocchini; Pablo Machado por Claudio de Acha; Leonardo Sbaraglia por Daniel Racero y Pepe Monje por Francisco López Muntaner. Todos tenían entre 16 y 18 años cuando fueron secuestrados y, excepto Pablo Díaz, asesinados. A pesar de la resistencia de Olivera a interrumpir el rodaje, apremiado por terminar la película, los jóvenes actores juraron que harían lo posible para llegar, por acompañar a Pablo Díaz, a los familiares de los chicos desaparecidos y a nosotros. 

Nunca supe la magnitud de lo que se había puesto en marcha hasta aquella noche de julio de 1986- un mes después de haber terminado el libro- cuando salí, muerta de miedo para esa presentación (la primera de mi vida) en el Centro Cultural San Martín. Lo cierto es que hubo miles rodeando el complejo tanto en la avenida Corrientes como en la calle Sarmiento por donde se entraba, barras cada discurso, que Olivera cedió y acompañó a sus actores al promediar el acto, que nadie faltó esa noche. Que miles de porteños estaban ahí, rodeando a las madres y abuelas de Plaza de Mayo y a los familiares de los chicos. Los nombres se pierden en la memoria. ¿Y Charly? Charly no llegó, pero estuvo: le pidió especialmente a Fito Páez que no nos dejara solos.

Y llegó Fito. Y cantó por primera vez allí, en esa catedral del teatro, “Yo vengo a ofrecer mi corazón”, una y otra vez… una y otra vez, entre ovaciones y lágrimas y gritos y juramentos de no olvidar nunca más lo ocurrido. Han pasado muchos años y por suerte Emilse Moler, sobreviviente de aquella noche trágica- no había llegado a testimoniar en las audiencias del juicio- completó con su libro La larga noche de los lápices la historia de nuestras letras de emergencia que dieron origen a esta memoria. Por suerte la lucha política de los estudiantes y no sólo por el boleto estudiantil hizo posible que se consagrara el Día del Estudiante Secundario para que nunca más los argentinos abandonáramos a nuestros jóvenes en sus luchas.

Héctor ya no está. Una tarde de 2011 tomé un café con él en la esquina de Juncal y Salguero. Me dijo que estaba enfermo y que iba a morir. Hubo un largo silencio. Le recordé aquella madrugada cuando pusimos el punto final del prólogo, sellándolo con una frase de Borges: contar esa historia era “nuestra fatalidad y nuestro privilegio”, escribimos. Cuando nos despedimos solo atiné a decirle: “Te quiero mucho.” Han pasado muchos años. Pero este día del periodista en que cuento esta historia- 7 de junio de 2023- resume la vida vivida y por vivir. Porque por suerte, como dicen los estudiantes secundarios, los lápices siguen escribiendo. Y Mariano Moreno sigue siendo el patriota que amamos; y Charly siguió componiendo y Fito siguió ofreciendo su corazón y el amor siguió después del amor porque nunca nada está perdido.

 

Nunca.