Stéphane Brizé es uno de esos directores que si uno no mira atentamente sus oblicuos recorridos, puede pasarnos desapercibido. Con 50 años cumplidos ha dirigido dos cortos y siete largometrajes, ha competido por la Palma de Oro en Cannes, ha recibido varias nominaciones a los premios César y ha ganado el prestigioso Louis Delluc en Francia y el premio Fipresci en Venecia. En Argentina, pese a su visita y retrospectiva durante el último Bafici, y al estreno en salas de sus últimas cuatro películas, Une affaire d’amour (2009), Algunas horas de primavera (2012), El precio de un hombre (2015), y la reciente Una mujer, una vida (estrenada el jueves pasado) todavía representa un enigma por descubrir. Su estilo es tan sólido como discreto, centrado en personajes que enfrentan sus vidas a partir de grandes dilemas y pequeñas decisiones, que aman y participan de los lugares que habitan, y que llevan en silencio las alegrías y las penas que les han tocado en suerte. Brizé los sigue con la exquisita prudencia del más tímido de los observadores, edificando con su cámara una ética de la puesta en escena a partir de las elipsis y los encuadres distanciados. Las tragedias, las celebraciones, los momentos que parecen exigir la exhibición quedan prisioneros del hueco del fuera de campo, de ese tiempo del que solo la espera ofrece una concreta dimensión de su advenimiento.

Basada en la primera novela de Guy de Maupassant, Una mujer, una vida cuenta la historia de Jeanne Le Perthuis des Vauds (interpretada por la extraordinaria Judith Chemla), una mujer de la nobleza francesa que pasa sus días en su casa familiar de la costa normanda durante aquel convulso siglo XIX. Desde su regreso al hogar luego de su educación en el convento, la vida de Jeanne transcurre entre la atención de la huerta, el bordado, la compañía de sus padres, el interés por la lectura y el disfrute del clima y la paz matinal. Todos los personajes de Brizé se construyen en acciones menores, en tareas rutinarias realizadas con detalle y dedicación. Así vemos a la protagonista de Algunas horas de primavera, una mujer enferma de cáncer cuya relación con su hijo recién salido de la cárcel es tensa y conflictiva, pero que encuentra una inesperada fortaleza en la delicada preparación de la compota de manzana, o en la obsesiva limpieza de los pisos de la cocina. Lo mismo le pasa a Jean en Une affaire d’amour (Mademoiselle Chambon en el original), cuya actividad en la construcción, desde preparación de la mezcla del cemento hasta la colocación de los ladrillos, se ve afectada por un amor inesperado, tan intenso como secreto. El cine de Brizé se nutre de esos pequeños detalles, de la dedicada atención a esas actividades cotidianas que en su circular repetición desnudan los sentimientos y afectos más íntimos de los personajes. 

Ese entorno casi ideal que rodea la vida temprana de Jeanne en Una mujer, una vida es decisivo en tanto representa un contraste con lo que vendrá: un matrimonio desafortunado, una soledad violenta y dolorosa, una serie de pérdidas irreparables. La familia siempre es escenario de contradicciones en el cine de Brizé: es lo que impide la fuga amorosa pero brinda amparo y contención en Une affaire d’amour; es responsabilidad y refugio en El precio de un hombre, frente al despiadado e individualista mercado laboral; es una nueva prisión en Algunas horas de primavera, aquella de la que Alain no puede salir por la ilusión del amor sino por la realidad de la muerte. En Una mujer, una vida, “la vida nunca es tan mala ni tan buena como la imaginas” es una frase que puede resumir el derrotero de Jeanne por un mundo marcado por mandatos religiosos, por deberes irrenunciables, por mudos sacrificios. La extraordinaria concentración de Brizé en la mirada de Judith Chemla nos ofrece esa extrema cercanía con su tiempo, esa dispersión de recuerdos cuya relación es menos narrativa que anímica, cuya lucha frente a un entorno hostil, que a menudo se revela desconcertante, es siempre interna y ambigua. 

Que la cámara de Brizé se detenga en la espera de los actos y en las consecuencias de las decisiones elude cualquier espectacularidad de la puesta en escena, elaborada a partir de la asimilación soterrada de los cambios que guían la vida de Jeanne desde la prosperidad luminosa de la infancia al desamparo lúgubre de la vida adulta. Algo similar sucede con la vida de Thierry en El precio de un hombre: las leyes despiadadas del mercado laboral en la Francia actual definen tanto su presente económico como su futuro moral. Que nos enteremos del suicidio de su compañera de trabajo a través de la fría voz del responsable de recursos humanos no significa que Brizé escatime el impacto emocional que esa muerte tiene en el ánimo de su protagonista. Son las reglas del mundo las que ocasionan las tragedias, ya sean las de un mercado globalizado como las que a veces ofrece la palabra divina. Frente al dolor del engaño y el sinsabor del desamor, es el arribo de la confesión en nombre de la verdad el que ocasiona muerte y tragedia en la Francia provinciana del 1800. Una vida, una mujer no deja de ser un nuevo contrapunto –en otro tiempo y con la nueva cara de un mismo lugar– entre un entramado social y legal inhumano y el intento irrenunciable de quienes lo habitan de preservar su entereza y dignidad.  

Si para Thierry, empleado como guardia de seguridad en un supermercado, el confinamiento estaba dictado por los planos cerrados sobre su espalda, adhiriéndolo a la tarea feroz de la vigilancia de los semejantes y la delación de sus debilidades, en Una vida, una mujer Brizé elige para la pantalla el formato cuadrado de tradición clásica como forma de expresión de la rigidez de una normativa ajena y despiadada que dicta los pasos de Jeanne pese a cualquier atisbo de resistencia. Para Jeanne es el mundo masculino que la rodea, en el que solo puede ser hija, esposa, viuda o madre, en el que debe batallar. Y es detrás de esa aparente quietud con la que enfrenta las crueles circunstancias de su vida y su tiempo donde se agita su inusual beligerancia. Nunca logrando grandes gestas ni ampulosas heroicidades, sino recorriendo un camino cotidiano de estoicas cruzadas. Así es como Brizé nos entrega a su personaje, construido en cada uno de sus pequeños y tímidos pasos, en sus amores literarios, en sus deseos postergados, y en la lucha silenciosa por esa libertad siempre perseguida.