Una mañana gris, luminosa y fría de agosto. Había salido y antes de mediodía estaba de vuelta en mi casa. En el comedor, la luz del contestador telefónico titilaba. Como siempre, escuché los mensajes mientras hacía otra cosa.

La voz de mi madre no era la habitual. Algo grave había pasado. Como en una agonía repetía el nombre de mi hermano menor y, al final, me pedía que la llame.

Algo parecido al terror invadió mi cuerpo. La vida cotidiana, firme y anodina, en la que estaba un momento antes, se transformó en un territorio que me quedaba cada vez más lejos.

No sé cuánto tiempo tardé en poder hacer algo. Al fin, tomé el teléfono y marqué. Me atendió mi otro hermano. Ya había llegado a la casa de mi madre. La conversación fue breve. Pablo se había pegado un tiro.

Salí sin ver. No sé dónde tomé un taxi. Me hundí en el asiento. Aunque tenía los ojos abiertos no veía nada.

Mi madre no oyó el disparo. Le había llamado la atención que Pablo no se había despertado para ir a trabajar. Había golpeado varias veces la puerta. Como no respondía, entró.

Cuando llegué, el departamento estaba dividido. Había una zona donde se podía circular: la cocina, el living y el primer tramo del pasillo que llevaba a los dormitorios. Ahí estaba el límite. A tres pasos de esa línea invisible, en su habitación, estaba el cuerpo de mi hermano.

Demasiado rápido hubo que buscar una funeraria y elegir un cementerio. Yo solo podia observar lo que otros hacían. Todo me resultaba irreal. La policía y los peritos. Cada tanto, me ilusionaba con despertarme de esa pesadilla. En el velatorio, los amigos y familiares tenían preguntas.

Las mismas que yo.

En el cementerio, el césped perfecto y las flores me lastimaron. Hubiera preferido un lugar gris y austero, pero el día anterior no había podido elegir nada.

Ya pasaron casi veinte años. Una parte mía no terminó de bajar del asiento de atrás del taxi que me llevó a la casa de mi madre.

En el velatorio recordé que, ocho antes, mi primo, el hijo del hermano de mi mamá, también se había suicidado. Quizá porque no nos veíamos, quizá porque no había contacto entre las dos familias, el recuerdo llegó con retraso.

Fue inevitable juntar las dos muertes: dos de mi generación se habían suicidado antes de llegar a los treinta años. Me pareció que era mucho.

¿Tenía que considerar que esa inquietante repetición era un accidente, una casualidad?

¿Hay alguna medida de la desgracia que ponga en cuestión al azar?

Los muertos eran dos primos hermanos que prácticamente no se conocían. Sus familias hacía muchos años que no tenían relación. Lo que nos enlazaba era un origen común.

¿Había algo en ese origen, en esa historia, que podía discutir a la maldita contingencia?

Hace varios años, cuando terminé de leer El chino de Henning Mankell, se me presentó la idea de escribir este libro. Hubo algo en esa historia que me impulsó en esta dirección.

El personaje que le da título a la novela vive en la China contemporánea. No es un ciudadano común, forma parte de la elite que gobierna su país. La historia que importa ocurrió a mediados del siglo XIX. Un antepasado suyo atravesó medio mundo para trabajar, con otros compatriotas, en la construcción del ferrocarril que uniría las dos costas de Estados Unidos. El trabajo que les tocó estaba dentro de los cálculos, el trato que recibieron no.

El destino de esa historia era el olvido. La rebelión del antepasado fue escribir. En su testimonio, que los descendientes conservaron, incluyó los nombres de los encargados más crueles de la cuadrilla. Un siglo y medio después, muertos ya los victimarios, el chino mandó a ejecutar a sus descendientes. El protagonista de la novela hizo algo con lo que recibió. Así alteró la cadena de transmisión. Lo que pasó a la generación siguiente no fue lo mismo.

Mi madre fue la hija mayor de América Scarfó. Cuando nací, América, mi abuela, llegó a la clínica a las ocho de la mañana, tres horas después del parto.

El cochecito en el que me paseaban fue un regalo suyo. Un coche cuna con capota sobre unas ruedas grandes de color blanco. Los guardabarros y la estructura tenían el brillo que le daban los cromados.

En mi infancia veía a mi abuela en las reuniones familiares. Después los encuentros se fueron espaciando.

Cuando tenía ocho años ella se instaló en mi casa un fin de semana que mis padres salieron de viaje. Esa fue la vez que compartimos más tiempo y, sin embargo, no tengo un solo recuerdo de esos días. Cuando íbamos a su casa solía preparar un bizcochuelo dulce que rellenaba con verduras. Una suerte de pionono con forma de torta.

Cuando lo llevaba a la mesa y se disponía a servirlo, me miraba y decía: “El que te gusta a vos”.

Antes de que cumpliera veinte, me tejió un chaleco que, cuatro décadas después, todavía conservo. Es raro que lo use, pero nunca se me ocurrió desprenderme de él. Su legado no pasó ni por la comida ni por el tejido. El modelo de abuela de la época le era ajeno.

No recuerdo haber estado a solas con ella.

Nunca la escuché hablar de su historia.

Osvaldo Bayer, en su investigación para el libro Severino Di Giovanni: el idealista de la violencia, se encontró con la familia de Scarfó, la familia de América.

Todo lo que se ha escrito sobre Di Giovanni y sobre mi abuela tiene su fuente en ese libro.

Lo que se ha escrito sobre ella, que no es poco, abarca, sobre todo, un periodo de tres años, los que compartió con Severino, los del amor fulgurante. Son tres años, en una vida que tuvo noventa más.

En mi hoja de ruta hice una lista de personas que la conocieron. En ella, mi madre tuvo los méritos para ocupar el primer lugar. A los ochenta y cinco años, estaba empezando a recorrer el tramo final de su vida. Por eso, no me demoré en proponerle que nos encontrarámos con cierta regularidad para que me contara la historia de la familia.

Esa historia no había circulado en mi casa. Las pocas veces que hice algunas preguntas, mi madre no tuvo buena disposición para hablar. En general, parecía que recordar la llevaba a lugares ingratos. Sin embargo, esta vez le interesó la propuesta.

Los encuentros fueron en su casa. Me esperaba sentada en su sillón. En la mesa baja que estaba enfrente tenía preparadas algunas fotos o cartas para mostrarme.

Entre un encuentro y otro ella seguía pensando. Me lo hacía saber con algún mensaje que dejaba en el teléfono. Podía ser un recuerdo nuevo o un pensamiento relacionado con lo que habíamos hablado la última vez.

Solo una vez nos reunimos fuera de su casa. Fuimos a un pequeño café. Después de casi dos horas, cuando habíamos acordado que ya estaba bien por esa tarde, una mujer que se había sentado cerca de donde estábamos vino hasta nuestra mesa. Le costaba hablar, algo la avergonzaba. Había estado escuchando toda nuestra charla. Se apuró en aclarar que era admiradora de América y que haber escuchado a su hija hablando de ella la emocionaba.

Mi madre, que le tenía prohibido a mi abuela que la nombrara si daba alguna entrevista, que no quería que se hiciera público que era su hija, hizo, en este caso, una excepción y sonrió.

>Un fragmento de América: anarquía y tragedia en la familia Scarfó

A SU RITMO

América tenía quince años y vivía con sus padres. Severino veintiséis y vivía huyendo de la policía. Él iba rápido. Ese era su ritmo.

Adrenalina y vértigo.

Dos semanas después de la primera carta, Severino escribió:

“Mi pequeña hada:

Hace 24 horas que no nos vemos y estoy viviendo todas las ansias y toda la sed que atormentan mi alma.

Me has dejado –con un beso y con una espina- sin nada de preciso sobre la próxima vez que nos tenemos que ver.

Tú –dueña de ti misma- guías con un poco demasiada maestría tus nervios elásticos y sanos, mientras yo, que me devoro internamente, no sé darme paz. Nos hemos separado con la más dulce de las sonrisas y yo , siempre malo, me atormento tras los meandros misteriosos de lo ignoto. No sé qué me pasa, creo razonar y deliro, creo estar tranquilo y me encuentro febril, me quemo internamente como un manojo de ramas resinosas. Mi pequeña, compréndeme tú sola, dame los besos del amor y de la tranquilidad. ¡Ven conmigo a gozar de la vida! Soy demasiado rústico, no sé tocar las cuerdas de tu divina sensibilidad, no consigo embriagarte con mis palabras inconexas (…)

Pero sí, vendrá, la hora feliz en que podremos prodigarnos hasta la saciedad insaciable”.

En la primavera de 1928 y al final de un largo paseo que los llevó hasta el Parque Centenario, América dio por terminada la relación. Empezó con un rodeo cuando señaló que él seguía teniendo una familia, pero luego pudo decir lo que tenía atragantado. Se había enterado del nacimiento de Erinna, la nueva hija de Severino y Teresa.