A pesar de su flamante dentadura y el reluciente baño de tintura en su ralo cabello, decisiones tomadas con la intención de recibir los haberes de la jubilación con verdadero júbilo, el " Goma" Vidal caminaba inseguro de sí mismo en medio de su vetustez sin estrella, víctima de un traumatismo anímico con fractura expuesta en el cofre de los buenos recuerdos y pérdida de masa encefálica necesaria para un buen sentido del humor.

Preso de una intolerancia desconocida, lo alteraba el sonido de la palabra viejo y su correspondiente diminutivo. En medio de un fondo asfixiante de monótona cumbia, un remisero ilegal no dejó de hablarle de temas intrascendentes durante un largo viaje. Al final de cada monólogo, la misma pregunta: "¿Me entendés lo que te quiero decir, viejito?". Al bajar del móvil, antes del violento portazo, un aliviador insulto, "¡viejito las pelotas!". Aturdido por el ruido del motor de la vieja máquina de cortar césped, gritos potentes de dos generaciones de cartoneros montados en su carro de trabajo lograron distraerlo, "¡Viejo!, ¡Viejo! ¿Podemos cargar el pasto cortado para el caballo?". Otra vez el maltrato como respuesta junto a la negación al verde pedido.

Ante cada dolencia, la automedicación. Como buen autodidacta vitalicio sabía calmar los dolores del alma con un libro a su elección. Lo había aprendido del Negro Menchón, aquella tarde en la que había decidido dejarse morir en el Provincial, cerrando fuerte los ojos y la boca, doblegado por un ridículo accidente doméstico a sólo quince días de su debut en la primera división de Central Córdoba. "Nadie se muere por unos clavos en la cadera, Cabezón. Existe vida más allá del fútbol, te lo dice un tronco. La lectura es curativa. No me contestes ahora, sólo te ruego que lo intentes.", fueron las cálidas palabra de su amigo que le entibiaron el alma, mientras le dejaba debajo de su almohada un gastado ejemplar de Crimen y Castigo. Hasta ese instante era lector del deportivo de los lunes y El Gráfico de los martes. Nunca imaginó que una historia escrita podría calmarlo mucho más que las inyecciones. Metido en la piel del protagonista pasó por todos los estados de ánimo, viajó por una lejana ciudad desconocida, entendió que los sentimientos humanos nos hermanan más allá del tiempo y la distancia. Paseó por el mundo sin moverse de la cama de la sala catorce. Como amante de películas basadas en hechos reales, esperó la visita del Negro para preguntarle si todos los personajes de la novela habían tenido una vida real. "El arte todo no es más que una dulce mentira. La ficción nos hace ver la cruda realidad, nos libera. No importa lo verídico, sólo lo creíble. Sólo somos aquello que nos creemos que somos."

Lo iluminaron como de costumbre las palabras del visitante, quien visiblemente emocionado por haber suscripto un nuevo socio al club de lectores, le dejó un deseo al que asimiló como un mandato. "El tipo que empieza a leer es como el que comienza a caminar, difícilmente se detenga. Nadie te puede decir cuál es el texto mejor. Todo es literatura. Sólo tenés que leer aquello que te atrape, que te muerda, todo lo que sientas que fue escrito para vos. Desde aquel momento, su casa empezó a llenarse de libros comprados, prestados, robados u olvidados. Muchos leídos parcialmente, otros releídos con alevosía y algunos pocos envueltos en el papel celofán de la incógnita. El orden de los textos era el mismo que llevaba su cabeza, anárquico. Para calmar esta nueva sensación de ahogo, volvió a buscar entre torres de papel con base de mesa de luz o compactas columnas apoya vasos junto a su sillón preferido, una vieja novela empezada alguna vez y que por alguna razón tenía la necesidad de terminarla. No se resignaba haberla extraviado entre los bultos perdidos en su última mudanza a la casa de calle Paunero. Si bien no recordaba el título de la obra ni el nombre de su autor, sentía en carne viva una frase que estaba seguro haberla leído entre sus páginas. "La enfermedad no es el enfermo, pero el viejo es la vejez." Ante el fracaso en la búsqueda, eligió a modo de ansiolítico, un remedio probado, comenzó a releer Ficciones. Podía entender perfectamente la soberbia en el discurso de su hijo mayor, era como escucharse a él mismo en otro tiempo. Un hombre de cuarenta años, con salud, trabajo, familia y dinero, siente que su buen pasar será eterno, enjuicia convencido de tener la verdad entre sus labios. "La seguridad de un geriátrico suele ser más conveniente que una libertad peligrosa." Lo que más lo entristecía era la mediocridad de sus ideas. "No es bueno que el hombre esté solo. Debiste buscarte alguna otra cosa, alguien que te acompañe por lo menos. Aunque no lo quieras admitir, te equivocaste Viejo." Para no sentir vergüenza de su propio hijo, Vidal optó porá terminar con la visita de médico de su heredero. "Una cosa, hijo mío, es un cuerpo sin alma. Si me conocieras un poco, sabrías que siempre busqué almas con cuerpos. Espero no te ofendas, pero prefiero continuar leyendo al Ciego, antes que conversar con alguien que me puede mirar, pero que jamás me pudo ver."

Sintió el caño a la altura de su riñón izquierdo mientras arrojaba los residuos dentro del contenedor. "Estamos en vivo, viejito. A los viejos ni cabida, entendiste, amiguito. Si no querés terminar entre la basura, hacé todo lo que te pedimos." Una voz imperativamente aguda le taladró el tímpano. Se mantuvo tranquilo hasta que se animó a mirarlos a la cara. Todo en ellos correspondía a cuerpos adolescentes, todo menos sus miradas. Nunca había visto tanto odio, rencor, miedo y violencia acumulada en cuatro ojos sin brillos. Sintió que había sido condenado a muerte, tal vez como un acto de revancha, quizás como una forma de suicidio. Mientras lo ataban a una silla en la cocina, no dejó de pensar cómo y cuándo se había producido este abismo. ¿En qué cosas pequeñas se había ocupado en todo este tiempo? Trabajo a destajo, familia nuclear, televisión, control de diabetes, cuidado de su cuerpo. Estaba frente a dos representantes de su propio cuerpo social enfermo, pero ya era tarde para armonizarlo. No se trataba de extraterrestres, tampoco de "resaca de países limítrofes", posiblemente formaban parte del mismo vecindario, de la misma comunidad que alguna vez había soñado organizada. Entre culatazos en la cabeza y amenazas repetidas, pudo escuchar un diálogo entre sus raptores que iluminó su memoria. "¿Qué vamos a hacer con el chancho?". Diario de la guerra del cerdo de Adolfo Bioy Casares, ese era el libro buscado. Jamás pensó que sería parte de él.

Menchón tenía razón, la realidad vive en la ficción, somos todos actores de la misma película. Inexplicablemente se sintió más tranquilo, relajado, dispuesto a interpretar el papel protagónico de su propia novela escrita por otro. "En el fondo hay un pozo ciego de boca grande, el viejo entra perfectamente, después le vaciamos la casa en varios viajes, plata no tiene".

Antes de perder el conocimiento se aferró a la única certeza que atesoraba desde hacía mucho tiempo. "No existe nada en este mundo más superlativo que la estupidez humana".

 

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