Hay que hacer pausa y ahí está. Promediando la escalada de “Ola de suicidios”, el último simple de Dillom, el tema se detiene abruptamente. Como si se hubiera metido la transmisión de un grupo terrorista en la grilla de nuestro programador habitual. Las voces, pitcheadas hacia arriba como ardillitas, cantan sólo dos versos: “Si no se te ocurrió una idea acá/ no ocurrirá en Berlín”. El ensueño se rompe en tres segundos y el tema vuelve a su galope como si no hubiera pasado nada. Pero momento, ¿ese no era Lucas Martí? ¿Ese no era el príncipe del rock argentino que nunca reclamó su corona? Parece una falla del sistema: el gato negro de la Matrix. El código secreto de dos o tres generaciones de cancionistas acaba de interrumpir la cadena unánime del trap para articular la frase que no va a dejar dormir a los artistas de todas las disciplinas sobre esta tierra castigada. “¿Y qué vas a samplear?”, dice Martí, desparramado en su cama. “¿Artaud?”

Nadie en su sano juicio hubiera apostado que, en algún punto del lejano 2023, el artista del rock argentino mejor afilado para cortar el presente sería Martí. Desde su tempranísima aparición con A-Tirador Láser, su música siempre fue una suerte de universo cerrado sobre sí mismo. A veces, venusino. A veces, pastoral y romántico. A veces, vulgar. A veces, una carcajada de punta a punta. Siempre lírico. Siempre intocado por las prosaicas presiones del rock & roll y sujeto a un sistema de gravitación propio. Un tiempo atrás, sin embargo, Martí anunció su retiro. O una suerte de retiro. Después de un par de conciertos temáticos, como la celebración de sus 40 años en el Xirgu, desarmó su banda, dejó de tocar en vivo y no dio más entrevistas. La clandestinidad le quedó pintada.

“Hace unos tres o cuatro años empecé a sentir que algo se estaba acabando”, dice Martí. “No entendía bien qué era. Con el tiempo me fui dando cuenta de que, por ejemplo, había algunos componentes de ser músico que ya no me hacían bien. Los músicos que están en las condiciones en las que yo trabajé durante años, tienen que ocuparse un montón de cosas que exceden a la tarea musical. ¡Ya soy experto en flete! Imaginate que desde los 15 años me ocupo del traslado, de cerrar con el lugar y de poner la cara. Eso no es gratis. Por otro lado, estaba viniendo cada vez menos gente a mis shows. Esto es algo que no puedo hacer más, me dije. Esto me lastima. Ya no me servían un montón de cosas del ritual de ser músico. Pero no solamente porque me deterioraban, sino porque entendí que tampoco era el momento para eso. Ahora, siento que la batalla no es ir a tocar a Matienzo”.

La operación fue crítica y a cielo abierto. Martí se despojó, se separó y se mudó a su estudio. El destino es un boomerang peligroso: en ese mismo momento, el destierro personal trascendió a escala planetaria. Poco a poco, se fueron apagando las luces del mapa y la OMS declaró oficialmente la pandemia. Recién entonces, apostado en su trinchera, abrió el fuego de la Deep Cuarentena con “La memoria de un beso”: un simple publicado directamente en Instagram que no sólo era la mejor canción del rock argentino en muchos años, sino que capitalizaba el zeitgeist con una o dos paradojas. Así, mientras el ministro de salud recomendaba el sexo virtual y el minimalismo del trap coronaba su reinado, Martí evocaba el sacrosanto intercambio de saliva con más acordes que “Life on Mars?” o “La bengala perdida”.

En el video, el tipo hacía lo que hacíamos todos: sobreactuaba su emoción, abría la heladera vacía y cantaba bajo una bola de espejos. Aunque tenía la boca cubierta sanitariamente con un pañuelo de cowboy, todos sabíamos que había un par de versos marcados con flúor: “Aunque Trueno nos diga que el rock ya no es nuestro/ te quiero mostrar lo que tengo”. Como si fuera Morpheus, Lucas ofrecía una respuesta en cada mano: por un lado, “cosas perdidas” y “futuros obsoletos”; por el otro, el ying para el yang de la “música urbana”.

“Que después de 30 años de rock barrial, la gente finalmente haya entendido el rap... a mí me mata”, dice Lucas. “No deja de sorprenderme. Yo voy todo el tiempo por la calle viendo lo que escucha la gente y les miro las caras. ¿Este tiene una remera de Tupac? Pero de dónde salió. Acá no pegaba eso, boludo. Bueno, de repente pegó. Como de repente tuvimos cada presidente... (risas). Pero bueno, siento que es lo que tenía que pasar y queda algo bueno para los músicos de nuestra generación: ya somos libres. Tenemos que aprovechar esa libertad para abusar de esa libertad. Nadie espera nada de vos. A nadie le interesas. Los jóvenes no te ven, directamente. Somos las carabelas de Colón".

Foto: Nora Lezano

LA INCAUTAMOS PARA VOS

¿Qué necesita un mundo nuevo? No lo sabemos a ciencia cierta, pero qué tal si arrancamos por una política nueva. A partir de “La memoria de un beso”, Martí tiró aquel último lastre por la borda y radicalizó una ética de trabajo. Así, en un abrir y cerrar de ojos, comenzó a editar una serie de simples que no podían esperar ni siquiera las dos o tres semanas que necesita Spotify. Ilustró cada tapa, hizo máscaras o decorados y agarró el celu para filmar una catarata de videos que, en su furibundo ready-made, son más modernos que cualquier producción de diez lucas verdes. Papel maché, salchichas, baratijas del chino, escarpines de San Lorenzo. Un casting de amigos. Un scouting por estaciones de servicio y call-centers mugrientos. Exactamente ahí, en el Grado Zero del Glamour, encontró el horizonte del presente: una subversión para todo ese contenido epiléptico que suben minuto a minuto los youtubers de tus hijos.

“Un amigo me decía que tenía como 300 temas”, dice Martí. “Yo no acumulo. Ahora mismo no tengo ninguna canción, pero si agarro la guitarra hago una canción porque sé cómo hacerla. No me importa. Si no tengo un decir, no me voy a poner a hacer nada. ‘Basta de Berlín’ nació a partir de una frase que puse en Instagram: ‘Si no se te ocurrió una puta idea acá, no se te va a ocurrir en Berlín’. Me reía solo con eso, me quedó dando vueltas. Entonces a esa frase le di forma de canción. Son conceptos que aparecen. Tiene que haber algo muy vivo y en caliente para que me ponga a reconectar. Con todo lo que eso implica. Todos los últimos temas que estuve sacando, son canciones que hice, grabé, hice la tapa y subí en unos días. Necesito que sea fresco”.

Publicada durante las fiestas patrias de un 25 de mayo, “Basta de Berlín” tiene el veneno de un manifiesto y el antídoto de la poesía. Su estructura es fractal: dos melodías espejadas que resuelven en una tercera con la voz lírica de Belen Pasqualimi citando el Himno. “Si no se te ocurrió ni una idea acá/ no ocurrirá en Berlín/ donde el invierno es cruel/ y no estaré para arreglarlo/ No entendés que somos la performance/ en esta Argentina gris/ donde el futuro es cruel/ pero estás vos para arreglarlo”. Sólo con esta canción, Martí hizo más por frenar la fuga de cerebros que todo el sistema de becas de nuestro gobierno nacional y popular.

Unos meses después del lanzamiento, Martí recibió el llamado de Fermín, uno de los productores centrales de la escena del trap. Dillom tenía entre manos un simple y quería subir la apuesta sampleando aquel fragmento. “Me contaron que escuchaban el tema y se cagaban de risa”, dice Lucas. “Me preguntaron si lo podían usar, les dije que me lo mandaran y me gustó. Quedó bueno. Nunca me gustó ese tipo de música, pero el disco de Dillom tiene cuatro o cinco temas que son buenísimos. Y él es un divino. Lo lindo que tienen los chicos es que es que son chicos y son frescos. Me parece que hay algo en común. Siento que todavía puedo dialogar con ellos”.

El formato del simple, por empezar, parecía sentarle extraordinariamente bien a Martí. El tipo se subió a su propia ola y, mes a mes, siguió sacando canciones que eran una mejor que la otra: “Pegados como perros”, “Todos con todos”, “Alejado del arte, cerca del QR”. Canciones que se rectifican a sí mismas. Canciones que tienen la urgencia y la contundencia de un buen tuit pero el peso poético y específico para trascender su propio tiempo. Algo que casi nunca se ve. “Hay que tener presente que durante veinte años sacrifiqué muchas cosas por editar esos putos discos”, dice Martí. “Eso también fue una mochila. Entonces, otra de las cosas que me dije fue ‘no voy a hacer nunca más un disco’. Es más: si veo un vinilo mío, lo rompo (risas). No quiero que la gente compre un vinilo. Quiero que ahorren, porque está todo carísimo”.

Todo el espacio, desde las redes sociales hasta la vía pública, está cubierto de música. Sin embargo, no parece ser muy relevante en la vida privada de las personas.

–La época donde la música libre completaba un montón de vacíos que tenía la gente… se acabó. Hoy, si alguien tiene problemas de gesticulación, va a youtube para buscar a un chabón que le explique sobre gestos. Antes todo lo tenías que resolver con un disco, con una canción o con una película.

¡O con un médico de verdad!

–Bueno, yo atiendo.

SUS RAMAS

Los Redondos. Sumo. Hermética. Color Humano. El disco francés de Miguel Abuelo. Las grabaciones de Kubero Díaz y Pinchevsky con La Pesada. “¡Y amo a Nebbia!”, se entusiasma. “Si lo veo, lo abrazo y me pongo a llorar. Me encanta poner sus discos y deprimirme (risas). Me gusta mucho Canciones para cada uno: ese es un favorito total”. Después encapsula su período favorito de Gustavo Cerati (“de Canción animal a Amor amarillo”, precisa) y confiesa que, unos días atrás, pasó por la puerta de la vieja casa familiar para gritar su amor desde la ventanilla del auto. “Igual, los dos artistas del rock nacional que más me trazaron son Moura y Spinetta”. Ok. Parece obvio, pero no es tan obvio.

“Luis no era un ángel: era una persona buena y muy cariñosa”, dice Lucas. “Recuerdo muchas charlas. Después, en un momento de mi vida, identifiqué que si quería hacer algo por mi cuenta tenía que apartarme de ese mundo y tomar mi camino. Yo me corrí, en todo sentido. A veces me encuentro con personas que me preguntan cómo anda Dante y yo la última vez que lo vi fue en el 2002. Lo que quiero decir es que me encanta Spinetta, pero yo también quiero que me quieran y no siento que tenga menos que otros. Lo quiero todo para mí”.

En ese sentido, Lucas es como John Snow. Aunque nunca reclamó su título, tiene un vínculo filial con el sagrado corazón del rock argentino. No sólo porque su padre, Eduardo ‘Dylan’ Martí, era parte de Pacífico y aún es uno de los grandes fotógrafos de nuestra contracultura: todo su núcleo familiar, desde el día cero, está cruzado con la familia Spinetta. “Igual, en casa, mi viejo jamás puso un disco de rock nacional”, dice Lucas. “El único al que le daba un play cada tanto era Fito. Siempre escuchó jazz-rock instrumental. O Steely Dan, o Joni Mitchell. O Ryuchi Sakamoto. Muy capo, mi viejo. Muy definido. La conexión con todo lo demás era vernos con los chicos durante los fines de semana. Ir a los shows”.

En el ominoso 1988, mientras la troupe armaba Pechugo para la presentación de Téster de violencia, Lucas ya estaba copadísimo con Attaque 77 y todas esas bandas punkies de la escudería Invasión 88. Poco después, cuando empezaba a andar skate y coleccionar sus muñecos de Star Wars, Illya Kuryaki ya salía a la cancha con Fabrico cuero. La avanzada familiar, para entonces, era como una patota. Así como se subía al escenario para disparar un sample, Lucas podía bancar los trapos rumbo al concierto de Nirvana (“desde que llegamos a Vélez, eran insultos sin parar: putos, putos, putos”) o evangelizar a todos esos amigos que sólo escuchaban a Metallica o los Ramones.

“Lo vivía un poco como si fuese mi grupo, aunque nunca tuve la necesidad de formar parte”, dice Lucas. “Me daba orgullo y también me daba bronca, porque no se le daba el reconocimiento que yo pensaba. Todavía faltaba un montón de trayecto. Ahora, creo que el peor mérito que se le puede atribuir como banda es haber sido exportadores o pioneros del hip hop. Me parece poco porque nunca fue realmente un grupo de rap y su gran riqueza es la libertad total. La cosa más delirante. Ese debería ser su legado. Aparte todos estos artistas nuevos no hacen ‘música urbana’ ni de casualidad por Illya Kuryaki. Empezaron a hacer música... por Messi”.

PONTE TU AURA Y SAL A TRABAJAR

Una banda no son músicos. Tampoco es un nombre o un puñado de canciones. Mucho menos un logo. Una banda es un código. Así, en el comienzo de esta historia, A-Tirador Laser era básicamente la extensión de la amistad entre Martí y Nahuel Vecino. “Es una conexión de matriz”, dice Lucas. “Mi vieja fue novia del papá de Nahuel, cuando eran jóvenes. Nos conocemos desde que nacimos, tuvimos casas bastante diferentes a la media de esa época y bastante parecidas entre sí”. Por esa razón, aunque eran casi púberes, la dinámica quedó servida desde el comienzo: un músico que pintaba y un artista plástico que tocaba. Qué tal.

“Al principio, el ejemplo que teníamos eran los Kuryaki: una banda que arrancó desde cero con el apoyo de una compañía multinacional”, recuerda Martí. “La diferencia es que no teníamos apoyo, pero cuando íbamos a tocar a cualquier lugar estaba dando vueltas la idea de que lo teníamos. ‘Uh, el hijo de Spinetta’, me decían. Yo no soy el hijo de Spinetta, boludo. Cosas depre. Hoy todos me adoran, pero en esa época llegábamos a un boliche y Los Látigos nos miraban medio de reojo, onda: ‘Estos pendejos...’.

La dicción no ayudaba. Después del iniciático Tropas de bronce (1996), A-Tirador Láser reclutó a Fernando Samalea y editó Sunburst (1998): un disco que desde su gambito de apertura jazz-rockero hasta títulos gloriosos como “Derrape de aura” remitía indefectiblemente a Invisible. En la trasnoche de MTV, sin embargo, el video de “Es parte en mi” se veía modernísimo. Maquillaje púrpura, conjuntos de siré, amigos coreanos. “Cuando presentamos ese disco en Ave Porco, Samalea cayó con Migue (García)”, dice Lucas. “Nos vio de la misma edad, la misma onda y lo trajo al show. A Migue le encantó y empezamos a hacernos amigos. Naturalmente, terminó tocando”.

Es curioso. En el preciso momento en que la banda redoblaba su conexión con el núcleo indivisible del rock argentino, comenzaba un proceso deliberado de alejamiento. Vecino dio un paso al costado, el ensamble se transformó en cuarteto y, mientras Argentina se encaminaba hacia el iceberg de 2001, Martí y su hermano Emmanuel Horvilleur se pusieron a trabajar en la fundación de los estudios Avesexua. Ahí, al comando técnico de su propia nave, Lucas puso todo patas para arriba. Aprendió pro-tools y, sobre la consola, desplegó el repertorio como si fuera un cuadro cubista. Eso fue Otro rosa (2002): su Piedra Roseta.

“Ahí es donde, por primera vez, aparece mi música”, dice Lucas. “Mi idea era hacer justicia con algunas cosas que me gustaban de toda la vida: tenía que lograr que mi influencia de Spinetta se mezclara con los Residents para que apareciera yo. Después seguí en esa línea y siento que me fui al carajo. En El título es secreto, el último disco de la banda, ya me empiezo a complicar. Me costó tres discos salir de ahí. Creo que El título es secreto y los dos discos primeros solistas tienen cosas que están buenas, pero un día me tuve que decir ‘Basta: esto ya lo hice, quiero hacer otra cosa’. Eso es Tu entregador (2006)”.

La pista siempre se borra o se desplaza. En algún punto del 2007, Martí presentó en sociedad el proyecto Varias Artistas: un colectivo donde las grandes cantantes de su generación encaraban un repertorio compuesto por el propio Lucas. La Trastienda estaba semi-vacía. Todavía faltaba casi una década para la primera marcha del Ni Una Menos. Después, en el preciso momento en el que florecía una escena de cancionistas donde se recortaba como referente, pegó otro volantazo. Pon en práctica tu ley (2008) no sólo estaba grabado con instrumentos de los tempranos ochentas (la Roland G-707 como vedette), sino que incluía guantes sin dedos y una invitada tan pop como una jovencísima Javiera Mena.

“Me acuerdo de subir la escalera de Plasma con la batería Simmons y notar que, claramente, era un momento para colgarse la acústica”, dice. “La gente que se había copado con Tu entregador no se copó mucho con ese disco. Igual convengamos que a mí nunca me fue a ver mucha gente. En parte porque creo que, si yo expreso libertad, no puedo pretender que la gente sea cautiva y que te venga a ver de una manera sistemática. Nunca estuve en un momento. Unos años después, si no tenías una octapad, directamente no te dejaban subir al escenario”.

Bueno, ahora es un momento. Todas tus últimas canciones intervienen directamente en la discusión de esta época.

–Sé que a veces me expongo de más, pero hay que ser sincero con uno mismo. La mayor parte de lo que anda dando vueltas está prefabricado, pero también hay cosas buenísimas que están completamente solapadas. Ni te enterás. Entonces, es una guerra de espacios. Y ya está perdida. ¿O cuánto hace que no ves una remera del Che Guevara? Bueno, una vez perdida la guerra, se vuelve más interesante.

¿De qué estaban hechas tus fantasías antes y de qué están hechas ahora?

–En mi niñez, miraba para arriba y lo veía pasar a Atreyu con Falkor. Ahora lo estoy montando yo, y lo que veo abajo no es muy alentador. Por suerte, es un momento complejo y súper inspirador: muy adverso para nuestra generación. La tortilla se dio vuelta por completo. Cuando sos chico, movés toda esa realidad al futuro y te ubicas siendo el grande. A los 15 años, por ejemplo, tenía ídolos de 40 o 50 años. Hoy en día ser una persona grande no está de moda. Al contrario. Llegas con una espada re-afilada y te bajan con un balín. Los sueños son el día a día. No me quiero quejar de nada. Me apasiona la música y me aburre la gente que se dedica al arte y es temerosa: ‘El tema nuevo, ¿lo saco el lunes o el viernes?’ Pero... ¡subí el puto tema ahora si ya no le importa a nadie! El tema de las estrategias me irrita. Acá el problema no es cuándo sacas el tema. El verdadero problema, es que vos no tenés 20 años, boludo.