En 1884, la Ley 1420 de Educación Común dispuso preservar el horario lectivo del dictado de cualquier doctrina religiosa en el sistema educativo público. De ese modo, la normativa garantizaba el ejercicio de la libertad de conciencia consagrada en la Constitución Nacional y, al mismo tiempo, dejaba trascender los principios fundantes de la educación de la ciudadanía. 

Si con anterioridad a dicha legislación la enseñanza religiosa en las escuelas era considerada una herramienta para homogeneizar una sociedad y un Estado en formación; a partir de entonces, el respeto a la libertad de convicciones prevaleció por sobre cualquier otra valoración. La autonomía del Estado en la definición de los contenidos educativos era la fórmula para neutralizar cualquier intento por imponer una doctrina particular al conjunto de la sociedad.

Si bien el siglo XX fue testigo de idas y vueltas en esta materia –por la década del cuarenta, la educación religiosa era obligatoria en los colegios públicos y a fines de los años cincuenta, se suscitó un fuerte debate entre segmentos religiosos y grupos que reivindicaban la laicidad como modelo para la educación–; predominó en las últimas décadas algo así como un “orden negociado” entre las partes interesadas. Sintéticamente, el Estado honró el espíritu de la Ley 1420, al tiempo que transfería cuantiosos subsidios para el sostenimiento de los colegios religiosos, mayoritariamente católicos, en todo el país. De ese modo, garantizaba una “laicidad relativa” en la educación de gestión pública y contemplaba la demanda de los actores educativos católicos, que apelaban al derecho de los padres a que sus hijos reciban la educación religiosa y moral de acuerdo a sus convicciones, según lo establecido en el artículo 12º del Pacto de San José de Costa Rica.

Ahora bien, la descentralización educativa de los años noventa transfirió la gestión educativa a las jurisdicciones provinciales. Ese proceso visibilizó la disparidad de criterios a la hora de pensar el modelo de la educación. Tal es el caso de Salta, aunque también de otras provincias, que contemplan la enseñanza religiosa –en la práctica, católica– en el sistema educativo público. Así, según nos describe el director de la Asociación de Derechos Civiles, Torcuato Sozio, “los alumnos que no profesan la religión católica, cuando llegan a la escuela tienen rezo obligatorio, cuadernos y símbolos religiosos. Y si deciden no participar, les dicen que se queden afuera sin ninguna actividad alternativa”.

La democracia y la valoración de la pluralidad como pilar de nuestra convivencia en sociedad colisionan con esas experiencias educativas. No es de extrañar entonces que el tema haya llegado a la Corte Suprema de Justicia de la Nación, luego del juicio iniciado por un grupo de padres en Salta, por discriminación y violación a la libertad de conciencia.

En una democracia, el Estado tiene la responsabilidad de garantizar una amplia gama de libertades; entre ellas, la libertad de conciencia. Ello supone el respeto por la pluralidad de convicciones –religiosas, políticas, filosóficas– que conviven en el seno de la sociedad. Resulta contradictorio que el Estado abone a estos ideales si, al mismo tiempo, impulsa una doctrina religiosa en particular. De la invocación a una mayoría religiosa –como argumentan algunos sectores en Salta para conservar la inclusión de religión en la educación pública– o a un sustrato religioso en la identidad nacional, no se desprende que una institución religiosa esté legitimada para impartir su doctrina en espacios estatales.

La Corte Suprema tiene en sus manos la posibilidad de saldar una discusión del siglo XIX, extemporánea si se piensa que el ejercicio de los derechos ciudadanos supone un marco de igualdad y respeto por la diversidad vigente.

* Investigador del Conicet. Profesor de la Facultad de Ciencias Sociales (UBA).