Marvel no había terminado la Fase 1 de su universo cinematográfico y ya la crítica de cine auguraba el agotamiento de “la moda” del cine de superhéroes. Sin embargo, tuvieron que pasar más de quince años para que efectivamente el género empezara a mostrar cierta saturación del mercado y una encerrona creativa, cosa por otro lado bastante habitual en cualquier proyecto de largo aliento.

En primer lugar, lo obvio: en general las ventas siguen siendo buenas para esta clase de films. Lo que sí sucede es que ya no son infalibles ni la apuesta segura que tanto gusta a los ejecutivos de Hollywood, e invertir millonadas en una de esas producciones no garantiza que esa plata vuelva a las cuentas bancarias de los estudios.

En segundo lugar, algo menos obvio: el fenómeno del cine de superhéroes ni es “nuevo” (cada década desde 1960 en adelante tuvo su apuesta superheroica e incluso sus hits) ni se sostuvo solamente en la abrumadora capacidad de marketing de Disney y su competencia. No hay cantidad de marketing que sostenga un bofe irremediable, como demuestran las decenas de ejemplos de bruscas caídas de consumo de las secuelas. Si el cine de superhéroes funcionó tan bien durante mucho tiempo es porque halló un público ávido y además dio en la tecla sobre algunas cosas genuinas. Es decir, encontró algo para contar - más allá de las chispitas y efectos especiales de turno- y alguien a quien contárselo.

Ahora, para entender este presunto –y probablemente sólo temporario- agotamiento del género, hay que entender también parte del sustento del fenómeno actual del cine de superhéroes y, concretamente, la innovación formal que supuso el caso Marvel Studios. Porque los capitaneados por Kevin Feige no sólo adaptaron razonablemente bien algunas sagas clásicas de las viñetas a la pantalla sino que supieron transplantar un modo de producir ficción y, específicamente, universos ficcionales. El modo de enlazar aventuras, engarzar personajes, atarlos en una continuidad y ordenarlos de modo que el desarrollo de cada uno lleve hacia una épica mayor es típico de las grandes editoriales del cómic norteamericano. Desde Crisis en tierras infinitas (DC Comics, 1985) para acá, vienen publicando macrosagas constantemente. Haberlo construido en pantalla es un logro notable e inédito.

El mérito comercial de esta clase de macrosagas es que llevan al lector (y ahora, al espectador) de una serie a la otra porque la historia de un título sigue en otro. Hay una historia central y el resto de los títulos de la editorial se “atan” a ese nudo argumental. En el MCU ese nudo argumental se engarzaba en los Avengers y Thanos, y todos los films hacían avanzar esa trama empujando al espectador a seguir película a película las peripecias de los héroes.

El problema es que ahora la pantalla se enfrenta a las mismas dificultades que aparecen el papel.

Por un lado, generar acontecimientos fuertes a nivel narrativo funciona al comienzo para atraer nuevos lectores o recuperar algunos perdidos. Pero a medida que se acumulan datos y títulos a leer/consumir para poder seguir la trama (que se complejiza exponencialmente) crece la barrera de entrada para los futuros nuevos lectores. En el cine de hoy eso significa que para entender las dos partes finales de Avengers (que en sí mismas se acercan a las cinco horas de película) hay que ver antes una veintena de títulos de, promedio, otras dos horas mínimo cada uno. Puede ser mucho pedirle a nuevos espectadores en un mundo cada vez más vertiginoso. Y eso sin contar las decenas de horas acumuladas en diversas series televisivas o de plataformas.

DC no tiene ese problema porque, en principio, ni siquiera pudo establecer un universo narrativo cohesivo en el cine (y cuando se acercó a eso, lo dinamitó diligente y tontamente). Lo consiguió en TV con el arrowverse, pero ya cumplió su ciclo, sobre todo por falta de un recambio potente. Sí sufre las consecuencias: antes de ver cualquier película, hoy un espectador pregunta “¿qué tengo que ver antes para entenderla?”

La posible solución de renovar las caras y personajes (el actual intento de Marvel) enfrenta otro problema: los espectadores de antes quieren “lo nuevo pero que sea lo mismo”, algo muy difícil de lograr y que sufren prácticamente todos los spin-offs televisivos. No todos son Better Call Saul para estar a la altura o superar a su predecesor. Con estos personajes, el público establece una relación: el problema es que le pide a la nueva relación que le brinde exactamente lo mismo que a la anterior le tomó más de una década construir y que, encima, le aporte novedad.

Este problema es mucho más importante que cualquier razón artística que se quiera argüir. Los neoconservadores suelen acusar a las tendencias woke o progres por la “caída” del género, pero los números muestran que los productos más inclusivos, más apuntados al nicho, son los que mejor resisten este momento de zozobra. Ms. Marvel es un ejemplo de ello y la apuesta de DC por la inminente Blue Beetle va por ese mismo carril.

Por otro lado, la crítica especializada suele atacar por “infantiles” o “chatas” esta clase de películas. Y aunque hay una serie de propuestas que son efectivamente chatas (lo infantil puede ser bueno y profundo, hay incontables ejemplos) también hay una buena cantidad de ejemplos en los que la excusa de la capa, el antifaz y los superpoderes son un medio para hablar de cosas más importantes sobre la sociedad. Ahí está el Batman de Christopher Nolan y su énfasis en la sociedad de control, el peligro del ascenso de los fascismos y la no-política en el enfrentamiento al terrorismo, por ejemplo.

Más allá de las razones industriales, sí hay un factor artístico que resulta crucial: los últimos films no tienen una idea narrativa fuerte. Parecen más pensados para cubrir un nicho o una necesidad de proyecto a largo plazo que para efectivamente “decir” algo al espectador. Pasa con Black Adam, que se ve más como un capricho de La Roca. O con las referencias en Shazam 2 a la saga Rápido y Furioso, que se agotan en el gesto. Son una mirada hacia dentro de un género que está intentando pensarse a sí mismo para ver qué más puede dar, pero que todavía no lo encuentra.

Por lo pronto, ambos estudios están haciendo un esfuerzo por construir una mitología propia que los ayude a sostenerse (Marvel con el documental dedicado a la vida y obra de Stan Lee, DC con la flamante docuserie Superpowered).

Lo que falta en las últimas producciones es un poco más de corazón. El que sí tiene Guardianes de la Galaxia,  quizá la más sartreana de todas las películas de Marvel. Todos sus protagonistas encarnan la idea de que uno es lo que hace con aquello que le hicieron (arco de Rocket Raccoon es brillante en ese sentido ). Si la primera de Guardianes de la Galaxia es la Breakfast Club de esta generación, la tercera lleva todo un paso más allá. Ahí James Gunn le dice a esta generación que si algo hay que hacer con esto de que los “nerds” y los “geeks” lleguen a puestos de decisión no es construir o destruir una sociedad para hacer lo que venga en gana (como pretendían Thanos o el Alto Evolucionario), sino integrar a todos los freaks para que esta sociedad sea la que todo el mundo necesita. Es una diferencia sutil pero importante. Es, en definitiva, colar una cuota de cine de autor en el cine megaindustrial. Es imperativo: hay una galaxia de películas por salvar.