Todo el mundo quiere a Jeanne       7 puntos

Tout le monde aime Jeanne; Francia, 2022.

Dirección, guion y animación: Céline Devaux.

Fotografía: Olivier Boonjing.

Música: Flavien Berger.

Producción: Sylvie Pialat.

Intérpretes: Blanche Gardin, Laurent Lafitte, Maxence Tual, Nuno Lopes, Marthe Keller.

Duración: 95 minutos.

Estreno: en la plataforma Mubi.

La vida parece sonreírle a Jeanne, una ingeniera joven, independiente y que con un audaz proyecto ecologista –una máquina de su invención que se supone capaz de limpiar los océanos de todo el plástico que los contamina- se gana inmediatamente el favor de los medios masivos. Llega a la codiciada contratapa del periódico progresista Libération y en una entrevista de la televisión la consagran como “la mujer del año”. Pero sucede que, en el mismo día de su puesta en marcha, el invento fracasa estrepitosamente y así de vertiginoso como fue su ascenso a la cumbre, Jeanne se desploma en la consideración pública. Y en su propia autoestima.

Este prólogo no le lleva a Todo el mundo quiere a Jeanne –primer largometraje de la francesa Céline Devaux (36 años), estrenado en la Semana de la Crítica del Festival de Cannes 2022- no más de cinco minutos. La realizadora debutante cuenta rápido y bien, con un plus que ya quisiera más de un cineasta experimentado: Devaux proviene del campo del cortometraje de animación y se las ingenia muy bien para incluir la voz interior de su protagonista con unas brujitas animadas que constantemente la contradicen, la alertan frente a algún peligro inminente (un galán al acecho, por ejemplo) o la empujan maliciosamente a deprimirse más de lo que ya está.

Para colmo, y a pesar de que para su proyecto contó con importantes inversores privados, Jeanne (la estupenda comediante Blanche Gardin, en su primer protagónico para el cine) era la única garante y quedó en bancarrota total. La alternativa que encuentra su hermano (Maxence Tual) es vender el hermoso departamento que les dejó su madre en Lisboa, luego de suicidarse arrojándose del puente más famoso de la ciudad. Claro que para Jeanne –que no quiere aceptar que está terriblemente deprimida- no será fácil viajar y vaciar el que también fue su primer hogar y que todavía conserva intacto no sólo todas las pertenencias de su madre sino también el olor de su propia infancia.

Aunque a primera vista lo disimule muy bien, Todo el mundo quiere a Jeanne es una comedia romántica, casi clásica se diría, si no fuera por ese ingenioso monólogo interior animado que no cesa de acosar a la protagonista. Y es allí que aparecen –un poco a la manera del cine de Howard Hawks- no uno sino dos pretendientes. El primero es un viejo conocido, el apolíneo Nino (Nuno Lopes), un portugués con el que Jeanne ya vivió una historia de amor y con quien no quiere reincidir, a pesar de que no le va a resultar fácil resistirse. Y el segundo es casi su alter ego, Jean, un personaje que en el transcurso del film se va volviendo tan importante como la protagonista, un francés (Laurent Lafitte, una revelación) que dice haberla conocido en el colegio secundario, pero que tiene más capas que una cebolla, empezando por el hecho de ser un cleptómano incurable.

La opera prima de Céline Devaux tiene un humor constante pero siempre tierno, delicado, teñido de una melancolía que proviene no sólo de la ciudad que la cobija sino muy especialmente del pasado traumático de sus personajes. Hay secundarios entrañables, como esa agente inmobiliaria británica que le gusta tanto el departamento de la madre de Jeanne que se resiste a venderlo. Nadie podría contradecirla, por cierto, considerando que está en la parte alta de Alfama y que desde ese barrio histórico se puede admirar toda la belleza de Lisboa, una ciudad que como el mismo film se ocupa de señalar está perdiendo su identidad a manos de las hordas de turistas que la invaden diariamente y de la codicia inmobiliaria que hace de cualquier vivienda histórica un airbnb o un hotel boutique.

Quizás la única nota en falso de la película sean las ocasionales visiones fantasmáticas que Jeanne tiene de su madre (la legendaria Marthe Keller), que no parecen necesarias para una realizadora que maneja tan bien el montaje y que es capaz de evocar el dolor de la infancia perdida con unos pocos planos detalle que funcionan como la magdalena de Proust.