“¿Dónde están los asesinos que
mataron por matar? Lo juramos, compañeros,
los tenemos que encontrar.
Lo juramos por la vida, ese día llegará.”

(De la Cantata Santa
María de Iquique - Quilapayún)

 

Su blanca manita se extendió con la palma hacia adelante diciéndole a su mamá que ya había entendido, que ya le alcanzaba las servilletas de papel con dibujos de colores que decorarían la mesa del cumpleaños.

La fiesta estaba programada para fines de la tarde y ya no tardarían en llegar los invitados, los amiguitos del barrio, los compañeros de la escuela, algunos parientes y dos o tres amigos de los padres.

Grisel González Roig debe haber recordado estos momentos felices antes de suicidarse. Felices, efímeros y truncados por la horda esperpéntica que irrumpió en medio de la fiesta para llevarse a su papá.

El pánico se estragó ante el asombro y el llanto quedó alelado cuando, más aún, las bestias esbirras del grupo de tareas del Ejército de la dictadura se instalaron alrededor de la mesa para manotear cuanto resto de comida y bebidas había quedado y para escarnecer ese sueño de la infancia que es la torta de cumpleaños; la desmembraron en pedazos y se la tragaron con sus bocas groseras y socarronas como si aventaran, en cada eructo satisfecho, el futuro de un padre que nunca volvería a ver.

Grisel creció, se educó y brindó a su gente el mismo afecto que recibió de los suyos y de ese amor reconcentrado y edípico que recibe y da a su papá una chiquita de cinco años. Y sobre todo nunca perdió la esperanza de encontrarlo vivo o sus huesos como última resignación. Tuvo amores, éxitos y fracasos, pero nunca abandonó su lucha, siempre con otros familiares de desaparecidos, tan sufrientes como ella.

La relación con Carmen, su madre, nunca había sido fácil porque la pobre mujer descargaba sus propias frustraciones en ella y la llenaba de culpas, pero cuando murió, hace un par de años, comenzó a derrumbarse.

Y Grisel no aguantó. No aguantó la perversión que significa un ser amado desaparecido, sin razón, sin tumba, sin un hueco donde poner sus lágrimas. No aguantó saber que muchos de esos perversos que se lo quitaron siguen en libertad e incluso con cargos en el actual gobierno. Y ella sin unos simples huesos para elaborar su duelo.

El pasado 4 de agosto se cumplió un año del suicidio de Grisel. Sus amigos llevaron sus cenizas y una planta que era muy querida por ella al Parque de la Memoria de Rosario, donde le hicieron un homenaje.

Su padre, Héctor Alberto González (Tito), secuestrado el 4 de agosto de 1976 durante el cumpleaños de su hija, sigue desaparecido. Grisel es una nueva víctima del Terrorismo de Estado que, pese a los años transcurridos, sigue causando dolor al pueblo argentino.

* Editor de Libros de la Araucaria.