Finales del verano de 1998; atardece. La bola rebota, como sin manija. El ocho anuncia que viene hacia él, moviendo –apenas– los hombros y afirmando de manera imperceptible el talón izquierdo, que se abre sobre la grama como un capullo de jazmín a la altura del tobillo, vendado por una polaina blanca sobre la media oscura. Promedia el segundo período en la cancha del Parque Independencia. Toda la atención del estadio está fija en el ocho, que ve una sombra rojinegra resbalar como una ráfaga contra la raya izquierda de cal. El ocho echa el espinazo hacia atrás, encauza la pierna derecha y de una sola destreza sosiega el esférico dándole sentido. Recto, profundo, exacto. Seis ciegos segundos más adelante, tras un centro a la cabeza, pelota afuera. No toda obra de arte termina con la inspiración con la que empieza, lo que no desafía la solvencia del maestro. Decenas de miles de pares de ojos, atentos como vigías, empiezan a no olvidar el que será uno de los períodos más felices del resto de sus vidas.

Aquella tarde del 20 de marzo un Ñúbel de colección le propinó cuatro caprichos a un Boca civilizado, que comprendió desde el primer minuto lo que estaba pasando frente a sus ojos. Gerardo Martino, el Tata, usaba las vendas por fuera, como un Fred Astaire de pantalón corto. Todavía era sólo un extraordinario jugador, que atesoraba la pelota como si abrazara una almohada con el empeine derecho para apoyar sobre ella su cabeza, y habilitaba entre líneas, como si poseyera el don de materializar después las jugadas que había imaginado antes. No era más que eso. Pero ya entonces, más tarde –cuando sumó a la usura con la que almacenaba fútbol, ir a buscar sin quedarse esperando en su país de luna y de farol- y aún hoy, los que amamos el fútbol –espectadores y jugadores– lo comemos con la vista. No sé, algunos tienen esa condición, otros no, pero él la tuvo y la tendrá, sin lugar a dudas.

Un puñado de años después advirtió, como nos pasa a todos, que nada es para siempre. Tenía ganas de seguir jugando y supo que si él no cambiaba, no podía esperar que cambiara el rumbo hacia donde marchaba la historia. Eso sí que no nos pasa a todos. Entonces, cambió. La asidua pierna derecha y su más renuente pie izquierdo profundizaron sus conocimientos en el secreto arte de quitar. Sin infracción de sicario, sin presión de prueba olímpica, sin galope de atolondrado o culposo o careta. Con sus modos. En vez de acomodar las vértebras como un cajetilla, doblar el lomo; en lugar de ver fantasmas en la noche de trasluz y tocar al vacío (que viene luego), capturar la pelota (que está primero).

¡Verlo “robar” al Tata! ¡Quién lo hubiera imaginado! Y lo vimos. Eso sí, a su manera: un Fantomas de guante blanco desplegando su arte de birlibirloque, birlando aquí para completar su número con un pase embrujado allá, mientras nubes de ojos unidos gravitatoriamente gozaban del truco sin tratar de descifrarlo. Vestido con su overol rojinegro era más grande en su grandeza, más rico en su riqueza y hasta protestaba menos y ya casi no le mostraban la roja, como al señor cura en sus misas. Dejó el fútbol después de haberlo dejado un tiempo antes, como les pasa a muchos, por darse el gusto, nomás, pero sin que el fútbol lo hubiese dejado a él. Eso no les pasa a demasiados.

En las ollas de la vida se cuecen infinidad de platos, pero cada cocinero trabaja con los mismos materiales con los que vino al mundo. Era natural que en su etapa de técnico, sus productos terminados tuvieran la belleza con la que nació y la aplicación que aprendió. Lo que es intransferible es el uso de los condimentos, qué hace cada uno de distinto con lo mismo. A la hora del milagro, no fue igual aquél al que la afición miraba comiéndoselo con la vista –porque intuía que podía frotar la galera y soltar el conejo–, que aquél que tenía cabeza de alcornoque, ínfulas de superioridad o aires de gigoló. Milagro, lo que se dice milagro, es lo que hizo cuando volvió a Ñuls, en diciembre de 2011, esta vez a entrenarlo.

El Tata, para trabajar, primero elige sentirse bien. Y se ve que le da felicidad rechazar Selecciones nacionales y millones de dólares foráneos, para dirigir un equipo vernáculo (y asombrar a sus hinchas atónitos). Nos hizo sentir mejores, nos salvó del descenso, nos sacó campeones. Nosotros disfrutamos como nos sucede con periodicidad, que desearíamos más breve, y le estaremos agradecidos con regularidad eterna. Apenas si le sacamos los ojos de encima mientras duró. Cuando lo hicimos, durante un receso, se nos fue al Barcelona de España. Allí también van a mirarlo, qué duda cabe. Pero va a ser de otro modo.