Tengo que confesar que soy un ciclista de costumbres, y una de ellas es la de repetir y repetir un camino hasta sentirlo como propio. Porque una cosa es pasear en bicicleta respondiendo al desafío planteado por el sol en un fin de semana, elegir un destino casi sin mirar el mapa y salir a disfrutar del ritmo del pedaleo y de la sensación de ser parte de la ciudad casi como cuando se la camina. Y otra muy diferente es tener que ir de un punto A a un punto B regularmente, sin importar el clima o el día de la semana, con la cabeza a veces en otra cosa, o ya pensando en el final del camino y no en el durante. Con el tiempo me he dado cuenta de que mi solución personal ante esta paradoja –la libertad sobre la bicicleta versus la dictadura dentro de la mente– es la de simplificar el contexto repitiendo una y otra vez el mismo camino. Porque de esta manera detalles y particularidades de cada calle y cada vereda, cada curva y cada bache, cada pausa ante un semáforo y hasta cada negocio o cada vecino en la puerta, son tan parte del camino que la cabeza puede volver a sentirse libre como los pies sobre los pedales. 

Una de las primeras cosas que suelo hacer cuando, a partir de esa repetición, llego a alcanzar ese maravilloso estado de conciencia en medio de la mas feroz cotidianeidad, es prestar atención a los edificios, a las puertas, a las terrazas o balcones. Como no uso reloj, por ejemplo, voy buscando en las paredes de los negocios hasta encontrar alguno al que pueda convertir en mi paralelo Greenwich de cada viaje. Y, aunque no interactúe con ellos, empiezo a reconocer a ese quiosquero, ese gato que duerme en la ventana de alguna casa, ese mozo de algún bar abierto cuando voy o cuando vuelvo. También me carcomen algunas pequeñas intrigas que tal vez nunca sean resueltas. Por ejemplo, pasando la esquina de Rincón y Belgrano, a eso de las 8 de la noche, suelo ver a un cartonero aplastar latas de gaseosa con un matafuegos. ¿Por qué siempre está ahí y no en otro lado? ¿Será porque algún portero le presta el matafuegos? 

Las doce cuadras de Rincón que van entre Alsina y Pavón supieron ser mías hasta la semana pasada, en que una mudanza me obligó a cambiar de ruta y de calles. Fueron varios años en los que pude elegir mi portal preferido –está entre México y Chile, casi frente a una estación de servicio devenida estacionamiento– o fascinarme con el perro que se asoma lánguidamente, casi como un ser humano, en la ventana de un departamento que da a la calle justo antes de llegar a Independencia. Se parece tanto a una persona, que los niños se fascinan e intentan saludarlo, y justo en ese momento el perro es más perro que nunca y se pone a ladrar mostrando los dientes. Una vez vi a un borracho en la puerta de la peluquería que está en la esquina de Independencia, tirando el contenido de su botella de cerveza como si estuviese brindando con algún colega muerto, y el gesto me intrigó tanto que desde entonces lo busco cada vez que paso por esa esquina, aunque nunca lo he vuelto a ver. 

Pero cuando empecé a hacer ese recorrido, unos cuantos años atrás –serán unos diez, aunque no estoy seguro– lo primero que me llamó la atención fue que, al cruzar Independencia y antes de llegar a Estados Unidos, todos los días veía en la vereda a una vieja y un ovejero alemán enorme. No estaban juntos, la vieja estaba sentada en uno de los umbrales de un par de casas antiguas de la cuadra, acompañada a veces por alguna niña pero generalmente sola, y el perro un poco más allá, al frente de un estacionamiento, siempre al lado de su dueño. El perro también estaba viejito, o eso me parecía: tenía el pelo canoso y nunca estaba en guardia, siempre estaba tirado con el hocico contra el piso. No se por qué, pero lo primero que pensé era que estaba ante una competencia. ¿Quién se iría antes, la vieja o el perro? La vieja corría con ventaja, porque cada año para ella valía uno, mientras que para el perro valían siete. Pero la vieja era realmente vieja, nunca la vi levantarse o caminar, siempre estaba sentada, como ausente. El perro alguna vez se levantó justo cuando yo pasaba, y aunque rengueaba como los ovejeros alemanes viejos, a los que les cuesta mover las caderas traseras, alcancé a notar que podía seguir siendo amenazante.  

Hará cosa de un año, o tal vez un poco más, dejé de ver a la vieja en el umbral. Primero pensé que era una cuestión estacional, ya me había pasado de haberla dejado de ver un invierno y, cuando ya estaba pensando que la batalla había tenido un ganador, volvió con el verano. Pero esta vez fueron pasando las estaciones, y el umbral seguía vacío, por lo que empecé a pensar que el perro finalmente había ganado la partida. Y lo había hecho en el momento justo: la mudanza era inminente, y pronto Rincón iba a dejar de ser mi calle. Pero la semana pasada, la última haciendo el mismo recorrido –y cuando empecé a pensar en todo esto–, me di cuenta que el perro ya no estaba. Cada vez que pasaba ante el estacionamiento estaba sólo su dueño, un señor canoso y panzón, con cara de pocos amigos. 

El viernes no me aguanté y, aunque nunca nos habíamos dirigido la palabra, paré y le pregunté por el perro. “El perro se murió hace rato”, me dijo, lacónico. Ante mi insistencia, le puso fecha de un mes a su deceso. Quince, precisó, eran los años que lo había acompañado en la puerta del estacionamiento. Cuando retomé mi pedaleo, pensé que en el torneo que yo llevaba en mi cabeza, el perro estuvo a apenas una semana de llevarse el triunfo. Pero, ya se sabe, ante el tiempo no hay ganadores. Sólo en nuestra cabeza puede haber batallas, e incluso triunfos, donde sólo hay tiempo y más tiempo. O, mejor dicho, cada vez hay más cabeza y menos tiempo.