Ahí estaba de sombrero rancho y corbata pajarita, treintañero con cara de más chico, con cara de no saber qué esperar, en la puerta de la galería Witcomb de la calle Florida. Platense, talentosísimo, recién venido de once años y treinta exhibiciones en Europa, en ese fin de invierno de 1924 Emilio Pettoruti se la ve venir. Acaba de volver, acaba de recorrer ateliers y galerías, de mirar las revistas y los suplementos que marcan el buen gusto de la Argentina de Alvear. Y sabe que lo que trajo es una bomba neutrónica, la primera exhibición moderna que vio este país.

La capital platense vino al mundo con una academia de Bellas Artes que, para principios del siglo veinte, ya producía profesionales de buen nivel. Pettoruti, hijo de inmigrantes italianos en un país que los miraba de coté, se gana una beca de viaje a Europa con algunos buenos pesos fuertes. Era una política de desarrollo cultural que hoy parece un sueño, la de mandar artistas a aprender "allá" como hoy mandamos sólo ingenieros, si eso. A los 21, el pibe Emilio desembarca en Florencia, deslumbrado y encantado con su misión de dominar el lenguaje clásico.

Lo que puede haberle cambiado el rumbo al joven estudiante es que hablaba perfecto italiano y que era gregario. Apenas llegado en 1913, entró en una librería, habló un rato con el dueño y se llevó un ejemplar de la revista Lacerca, órgano cuasi oficial del futurismo. Pettoruti quedó deslumbrado, nunca había visto algo así, y volvió por más. Se llevó una copia del Manifiesto de 1909 y una invitación del librero, Ferrante Gonnelli, a una peña. En tiempo real, el pibe estaba en el centro de las cosas, adoptado por los vanguardistas florentinos. En 1914 ya participa en la Primera Exposición Invernal de Toscana con cuatro obras de neto futurismo. Desde el vamos: una se titula Armonía-Movimiento Espacio (diseño abstracto). 

Pero el joven sigue siendo joven y de a poco se le va colando el cubismo. Vuelan los collages, sube el color, se consolida la forma. Termina la guerra y se muda a Roma, donde encuentra más influencias, refugios de vanguardia en un momento en que se vuelve al clasicismo. Por ahí se encuentra con Xul Solar, un vanguardista vocacional, y se hace amigo de Juan Carlos Mariátegui, que lo aloja en un viaje a Alemania. Hay exposiciones individuales, algunos cuadros que se venden. En el comienzo de 1924 se muda a París y conoce a Juan Gris, que tanto le mostró. Ahí se toma el barco de vuelta, con Xul como compañero de viaje.

Y por eso está ese mismo año como atrincherado en la puerta de Witcomb, esperando al público y la crítica. Por estos pagos nadie sabe lo que él anduvo haciendo excepto por malas fotos en algún diario importado que muestran un borrón sin sutilezas en una era en que no se imprimía en colores. Buenos Aires era, para todos los efectos prácticos, un pueblito en algún rincón perdido, satisfecho comprando retratos de majas y construyendo palacetes -y casas, y hospitales- básicamente pensados en el siglo 18. Clemente Onelli, que era naturalista y coleccionista de cráneos indígenas robados pero fungía de crítico cultural, llegó a felicitar al Banco de Boston por hacer una sede en Diagonal Norte en buen estilo español. Adentro de los palacios se colgaban figurativismos, se soñaba como acme del buen gusto en comprar un Sorolla y se liquidaba, crítica mediante, a disidentes como el gran Malharro. Talento no faltaba, el impresionismo y sus diversos posts habían validado el color, pero nadie podía sacar los pies del plato.

Claro que el joven Borges ya había vuelto de España y andaba predicando vanguardias con buen eco. Pero ahí está una de esas cosas de la vida con las que nos distraemos, que los pintores no sólo necesitan un público sino un mercado. Y los coleccionistas de buen bolsillo son cautos.

La reacción a la muestra de Witcomb fue dura. Burlas, enojos, acusaciones absurdas. Hay, literalmente, piñas, y la comisaría se llenó de gente con ojos negros y sombreros abollados a bastonazos. Manuel Carlés, presidente de la Liga Patriótica y veterano de los progroms de 1919, tronó que la muestra de Pettoruti "es una grave ofensa inferida a la dignidad del país". Los diarios se enojaron, las revistas también. Los conservadores estaban ofendidos por el vanguardismo de las piezas y por cosas como querer hacer pasar por arte recortes de diarios pegados a una tela. Los de izquierda, como Claridad, no se bancaban que el artista hubiera pasado por el futurismo, para 1924 validado por el fascismo italiano. En fin, Pettoruti no tenía de dónde agarrarse.

Para peor, hasta los artistas se le dieron vuelta. Un grupo organizó de inmediato una muestra de arte moderno en la galería Van Riel e invitó al acosado. Era una joda llamada Primer Salón de Arte Ultrafuturista, con cuadros mal hechos, burlas del estilo de Pettoruti firmados como Mastodonte, José Pérez, B. Mudez y Ranchito. Al llegar a la muestra, uno se enteraba de que era auspiciada por la Asociación Argentina Pro Buen Humor "La chacota". Hasta había un periódico especial, El gran rotativo, dedicado a "la más estupenda demostración de arte del siglo" con obras que quedaban eclipsadas por "la luz fulgurante de Pettoruti". La tapa reproducía tres de esas obras, pero cabeza abajo...

Un comentario, apenas, de toda la chacota se salva todavía. "Nos llega la versión no confirmada aún de que varios pintores clásicos acaban de suicidarse en corporación, arrojándose al Riachuelo. ¡Fracasados!" No llegaron al Riachuelo, claro, pero algunos se vieron venir el futuro y se quedaron pensando. 

Y otra cosa, esta vez un acto: los dos cuadros de Pettoruti que participaban de la muestra fueron robados. Es una especie de acto de crítica concreta y delictiva, porque el comentario general era que esas dos piezas se destacaban por encima de todo lo que las rodeaba. El gobernador conservador de Córdoba, Ramón J. Cárcano, estuvo de acuerdo y compró el muy cubista "Las bailarinas", que sigue honrando el museo de la provincia. Los mil pesos que pagó fueron calificados de "derroche" y "plata tirada en futurismo".

Pettoruti tenía, sin embargo, sus amigos y Xul Solar escribió la primera nota sobre arte de la revista Martín Fierro. "Ya podrán los porteños admirar o condenar o desdeñar su obra, que otros públicos sancionaron en más de treinta exposiciones en Francia, Italia, Suecia y Alemania: pero todos reconocerán la importancia estimulante de éste su arte, un punto de partida para nuestra evolución propia".

Tenía razón, pero el reconocimiento tardó unos años. En 1930 lo nombraron director del museo bonaerense que hoy lleva su nombre. En 1943 el MOMA de Nueva York le compró una obra para tener también al vanguardista latinoamericano. En 1952, peleado con el peronismo, se volvió a Italia y a la abstracción. En 1970 decidió volver al país, pero se enfermó y murió en tránsito en París en 1971.

Sus papeles de diario pegados en telas valen hoy pequeñas fortunas. Nadie discute más al tanito de La Plata.