Con esta victoria España funda su patria y su bandera en la cima del fútbol mundial femenino. El fútbol tiene una verdad de la que carece el arte: no hay falsos prestigios. Pero ese prestigio hay que creérselo, y España se lo creyó. Una manera de pensar y de pensarse, de "ser" y de "estar", que la identifica con ese innegociable respeto por el balón, por esa humilde y sencilla interpretación del fútbol ofensivo. 

Se lleva un Mundial con la convicción por recrear un fútbol empecinado en persuadir, en hechizar, en cautivar. Con la necesidad de juntarse, hacerse con el balón, encontrar los espacios, los huecos necesarios para que el adversario se obligue a "venir", a "buscarte", para que se desdibujen las marcas, se fabriquen los vacíos, los huecos, y nazcan las asociaciones y las complicidades. 

Una asociación convincente entre Bonmati, Hermoso, Putellas (dos balones de oro) y Redondo, que configuró una España más contundente, más sólida, ante una Inglaterra algo desfigurada, agarrotada, muy pendiente de lo que creaba e imaginaba su rival. Reaccionó algo el equipo inglés después del penal fallado por la española Hermoso que hubiera supuesto un dos a cero casi definitivo. El gol de Olga Carmona le bastó para alcanzar el final.

El fútbol femenino ha desplegado en este Mundial guiños de chispazos, de luces, sabores y sonidos. Imaginaciones desbordadas más cercanas a la creatividad que a la rigidez de la pizarra. Se percibe que se ha hecho mayor. Ha construido un "yo" que empieza a ser un "nosotros" con una identidad futbolística que nos reconoce y que se alimenta de un juego generoso para seguir soñando. Un fútbol cálido, luminoso, que se empecina, cada vez más, en acariciarte el alma.

(*) Ex jugador de Vélez, clubes de España, y campeón Mundial Tokio 1979.