Casi todo ha sido dicho sobre Lionel Messi, salvo que, como Beremiz Samir, un legendario personaje literario, quizás debería ser conocido a esta altura como "el hombre que calculaba".

Recibió la pelota apenas pasada la mitad de cancha, pegado a la línea de cal. Un defensor se agazapó delante suyo, pretendiendo intimidarlo, y durante uno o dos segundos Lionel arqueó su cuerpo abriendo un abanico de posibilidades, sin concretar ninguna de las previsibles. Amagó ir hacia el centro pero giró hacia la raya y aceleró a casi 32 kilómetros por hora en menos de tres segundos. Frenó en seco.

Parecía que había tomado una pésima decisión. Pero nadie sabe mejor que él que el desequilibrio en el fútbol lo provoca el rey de ese interminable baile de apariencias y máscaras: el amague. Otros dos defensores le cerraron el paso y en esa posición, con la pelota en su perfil derecho y tres rivales atentos a no dejarlo girarse, absolutamente nadie en el estadio -tampoco entre los millones de televidentes- podía imaginar que faltaban cuatro segundos para que Messi abriera el marcador.

Estaba a más de 40 metros del arco, tres defensores altos y corpulentos le cerraban el paso y, al frenarse, incluso había perdido la ventaja de su eléctrica velocidad con la pelota al pie. Lo razonable, seguramente pensó, era buscar a un compañero. Pero la imponente máquina de calcular de Lionel Messi -capaz de sopesar todas las posibilidades, saber dónde están propios y extraños, medir variables como la altura del pasto, la velocidad del viento, la presión del aire en el interior de la pelota y las condiciones atmosféricas, repasar la hemeroteca de la historia del fútbol y explorar todos los movimientos posibles en ese tablero verde sin escaques- no está en el interior de su cráneo sino repartida en todo su cuerpo. Sólo así puede explicarse lo que sucedió a continuación.

Con un suave toque de su pierna derecha se sacó de encima al primer defensor y con dos toques sucesivos de su pierna izquierda, cortos e inexplicables, logró puntear la pelota entre la otra pareja de defensores que había acudido a cerrarle el paso. La maniobra completa le llevó doce décimas de segundo. Los tres rivales quedaron desairados, atrás de la línea de la pelota, que nunca se le alejó a más de 60 centímetros, y en ese breve lapso, inopinadamente, la supuesta pésima decisión se convirtió en una jugada de peligro inminente.

Ya nadie pudo impedir que entrara al área, con el perfil cambiado. No había habitante en este planeta que no supiera a esa altura lo que iba a suceder: Messi buscaría cambiar el perfil para poder dejar la pelota a expensas de su pierna izquierda. Por supuesto que también lo sabía Aymeric Laporte, el actual defensor del Manchester City, quien le ofrecía con fingida generosidad, hija del temor, llegar a la línea de fondo, colocándose en una posición que parecía negarle toda posibilidad de hacer lo que todos sabíamos que haría. Y lo hizo, no sin antes fingir que aceptaba la invitación del defensor.

Un quiebre de cintura, seguido de un ligero toque con el exterior de su botín izquierdo, le dio -en un suspiro- una luz de un metro y medio para poder patear al arco. Y no demoró más el trámite: Messi apuntó al primer palo y le pegó con fuerza. Estaba a trece metros del arco. La pelota salió de su botín a casi 80 kilómetros por hora. El arquero intuyó la dirección de la pelota y pudo anticiparse. Se tiró antes de tiempo obligando a que la precisión del tiro fuera de menos de un grado. Ése era el ángulo que formaban la punta de los dedos del arquero y el poste, unidos por segmentos imaginarios a los bordes de la pelota. Meterla por ese resquicio era como acertarle a una naranja que está a cinco cuadras.

Para que la pelota -de 23 centímetros de diámetro- se colara entre el arquero y el poste, Messi tenía un margen de error de un milímetro y medio en el punto de impacto. ¡Un milímetro y medio! Algo así como el diámetro del orificio en el que insertamos el inflador. Por supuesto que fue gol y el Barcelona acabaría goleando al Athletic de Bilbao en esa final de la Copa del Rey del 30 de mayo de 2015. Pero el tema de estas líneas no es la enésima exhibición de Lionel Messi sino algo bastante más inquietante para un científico: ¿cómo es posible alcanzar semejante precisión?

Si quisiéramos insertar el inflador nos llevaría unos segundos acertar, y eso con la pelota sujeta bajo el brazo y no muy lejos de nuestros ojos. Messi realizó una compleja maniobra a lo largo de más de 50 metros, acelerando y frenando, con amagues y requiebres, sin que la pelota se alejara jamás de sus pies más de un metro, con varios defensores saliéndole al paso y otros tantos compañeros -integraban el ataque, recordemos, Neymar y Luis Suárez- pidiéndole a gritos el pase y, tras la última gambeta a un desconcertado Laporte, con la urgencia de otros dos defensores que intentaban cerrarle aún más el ángulo de tiro, sin agacharse a medir la circunferencia del balón en movimiento, fue capaz de patear con una precisión quirúrgica, sólo alcanzable en el ambiente controlado de un laboratorio y con apoyo tecnológico.

Cuenta Borges, entre sus muchos duelos de cuchilleros, aquél en el que Maneco Uriarte mató a Duncan: "Las armas, no los hombres, lucharon. (Los cuchillos) Habían dormido, uno al lado del otro, en una vitrina, hasta que unas manos los despertaron. Tal vez estaban agitados cuando despertaron; por eso tembló el puño de Uriarte, por eso tembló el puño de Duncan. Ambos sabían cómo pelear, no sus instrumentos, los hombres". Los cuchillos tienen la sabiduría de la pelea. La decisión de los cuchilleros, sus instrumentos, llega mucho más tarde.

Así, de ese mismo modo, es el cuerpo de Messi la portentosa calculadora capaz de toda la operatoria matemática y sensorial que ejecuta el prodigio, mucho antes de que pueda convertirse en un proceso racional. En sus piernas y brazos acontecen el álgebra y la exploración geométrica. En sus cinco sentidos se suceden, a trompicones, el torrente algorítmico y la forma más elaborada del conocimiento, esa adelantada de toda exploración a la que llamamos intuición. Su cerebro, conjeturo, está en un estado inefable en el que reparte el potencial de su urdimbre neuronal a todos los rincones del cuerpo. En ese estado de trance, Lionel Messi -su cuerpo- se convierte en la más sofisticada máquina de cálculo.

Más tarde, quizás cuando levanta los brazos con los dos índices apuntando al cielo en las postrimerías de la celebración del gol, recién ahí es cuando la sabiduría del cuerpo decanta, deviene cognición y es comprendida por él mismo.

A los demás -compañeros, rivales, público- nos lleva bastante más tiempo.

*Físico teórico, IGFAE, Universidad de Santiago de Compostela.