Somos una especie asustadiza y frágil. Nuestros cachorros no sobrevivirían sin el cuidado del grupo, sostenido a lo largo de muchos años. Un minúsculo virus es capaz de poner en jaque a nuestra vida cotidiana, hundiéndonos en la incertidumbre sin siquiera proponérselo. Nuestros miedos nos han llevado a inventar seres imaginarios de quienes postulamos ser sus criaturas favoritas, y a creer en esas historias con férrea devoción. Y a pesar de todo esto, nos hemos embarcado en la irracional aventura de intentar comprender la Naturaleza en su totalidad abrumadora. El contraste entre nuestros miedos y nuestra audacia es conmovedor.

Apostamos por una hipótesis rebosante de sensatez: las claves para entender el universo físico se encuentran, pensamos, en sus constituyentes y leyes fundamentales. Bajo el influjo de esta conjetura hemos llegado muy lejos. Descubrimos una realidad microscópica fascinante: átomos hechos de quarks y electrones, el bosón de Higgs, un puñado de otras partículas elementales que ya hemos visto en los aceleradores y cuatro interacciones fundamentales. Todo ello en el marco jurídico desquiciante que proporciona la cuántica.

Si tuviéramos que elegir un único artículo científico que representara este logro colosal de nuestra especie, creo que habría unanimidad en la elección: A model of leptons (Un modelo de los leptones).

En menos de tres páginas, Steven Weinberg construyó en este trabajo el corazón del Modelo Estándar, la descripción más precisa de la Naturaleza jamás concebida. Que el título del artículo sea «Un modelo» en lugar de «El modelo» o, mejor, «La teoría», revela que el autor no era consciente de la excepcional trascendencia de lo que acababa de escribir. Recibió el premio Nobel de física en 1979 por ello. Peter Higgs cree que mereció haber compartido también el que él ganó en 2013, pero ¡quién se atrevería a dar dos premios Nobel por un único artículo tan breve!

Si quien lee estas líneas aventuró la posibilidad de que el título anterior fuera cuestión de humildad, es que no conoce al personaje. Steven Weinberg fue plenamente consciente de su singular inteligencia y talento desde su brillante paso por la escuela secundaria en Nueva York, compañero de clase —y, unos años más tarde, de Nobel— de Sheldon Glashow. Su leyenda como físico fue labrada desde muy temprano a fuerza de publicaciones esenciales que casi siempre escribía como único autor. Pero no sólo por ellas. Sus libros son lo más parecido a los textos sagrados que uno pueda imaginar en física teórica. «Cuando quiero comprender un tema y leo lo que se ha publicado, me quedo invariablemente con la sensación de que no se lo entendió bien; por eso escribo mis libros», me dijo en un almuerzo hace tres años con el tono cansado de quien tiene que lidiar con una comunidad científica incapaz de alcanzar su profundidad de pensamiento.

Sumada a su voz grave y poderosa, su mirada penetrante y la insólita precisión de su lenguaje coloquial, la proverbial soberbia de Weinberg tenía un punto encantador. El magnetismo fascinante de su personaje lo convertía de inmediato en el centro de atención. Cuando le ofrecieron dejar Harvard para instalarse en Austin, un par de años después de recibir el premio Nobel, su contrato tenía una cláusula inverosímil: su sueldo debía ser el más alto de la Universidad de Texas. Las autoridades universitarias olvidaron esta cláusula, unos años más tarde, cuando contrataron por una cifra millonaria a un entrenador de fútbol americano. Weinberg les hizo una visita de cortesía, por supuesto, contrato en mano…

A pesar de que la enormidad de su obra parece propia de una persona que no descansó ni un solo minuto de su vida, Weinberg tuvo siempre claro que una mente creativa debe habitar despreocupadamente el tiempo: «Hay una necesidad común, crucial para artistas y científicos: tienes que estar dispuesto a perder tiempo siguiendo pistas falsas».

En una conferencia sobre el origen del Universo que impartió en Harvard hace casi 50 años, Weinberg explicó en detalle lo acontecido en los tres primeros minutos de su existencia y sentenció: «Después de estos tres minutos iniciales no aconteció nada reseñable en el resto de su historia». El comentario no dejó indiferente al eminente sociólogo Daniel Bell, quien le pidió que escribiera un libro sobre ello. Así nació Los tres primeros minutos del Universo, una joya única en el mundo de la divulgación científica, a la que más tarde siguieron otros libros igualmente extraordinarios.

Quizás debí comenzar estas líneas aclarando que el viernes 23 de julio, a las 4:15pm, el corazón de Steven Weinberg dejó de latir. También es cierto que habría sido injusto darle tanta importancia a un acontecimiento doloroso, es cierto, pero del todo ordinario. Apenas el paso a la inmortalidad de alguien que intimó con las partículas elementales y las fuerzas de la Naturaleza como quizás no lo hizo ninguna otra persona.

En aquel almuerzo compartido en Austin quise saber qué pensaba hoy sobre la última frase de Los tres primeros minutos del Universo: «El esfuerzo por comprender el Universo es una de las pocas cosas que eleva la vida humana sobre el nivel de la farsa y le imprime algo de la elegancia de la tragedia». Su respuesta fue inmediata: «Debería haber enfatizado algunas de las otras cosas que también lo hacen: amar a otras personas y disfrutar de la belleza. Pero el hecho de que nuestra condición sea trágica… todos nos enfrentamos a nuestra propia extinción, a la muerte de la gente a la que amamos. Y yo no creo que haya algo que venga después. Y creo que tenemos que hacer lo mejor posible, como dice Yates, para haber merecido ser parte de la obra, aún cuando al final todo no sea más que nada». Vaya si lo mereciste, Steve.

A Juan Forn, por tu amorosa invitación a seguir escribiendo sobre ciencia en estas páginas.

José Edelstein: * Físico teórico, IGFAE, Universidad de Santiago de Compostela ([email protected])