Estuve en Chile cuatro días. Muchas cosas me impresionaron y lo más seguro es que todavía no haya entendido del todo el impacto. Pero algo que insiste es el monumento en la Plaza Dignidad (antes Plaza Italia). Ahí donde antes estuvo el capitán Manuel Baquedano, montado en su caballo siempre encabritado, ahora hay un pedestal en el que no hay nada. Todas las fotos tomadas al monumento del militar a caballo en la revuelta popular del 2019 lo mostraban intervenido por banderas, aerosoles y cuerpos, montones de cuerpos. Ahora el señor inmortalizado no está, no hay nada. Parece que, como era una figura muy conflictiva, un día vino una grúa y se lo llevó. Esa nada que está sobre el pedestal es custodiada durante todas las horas del día y de la noche por guardias armados. En todos mis recorridos de ida y de vuelta hacia la Casa de Pablo Neruda, o el Museo de la Revuelta Social, o la muestra Infancia en Dictadura en el Centro Cultural Mapocho, me detuve a mirar ese espacio vacío protegido por la policía.

La vuelta me trajo a una Argentina en la que, como se ha dicho en innumerables memes en las redes sociales, los dinosaurios gozan de muy buena salud. No son decrépitos viejos carcamanes, son jóvenes y prolijas nuevas generaciones de dinosaurios recién nacidos. Listos para atacar.

No soy quién ni tengo con qué explicar semejante fenómeno, pero, como el silencio siempre es peor que cualquier intento de pensar, me animo a compartir algunas coordenadas.

La memoria implica pensar el concepto de tiempo. ¿Qué es el tiempo? ¿Cómo sabemos que algo está en el pasado o en el presente o en el futuro? Muchos pensadores, desde San Agustín para acá (“¿Qué es el tiempo? Si lo pienso lo sé, si tengo que explicarlo, ya no lo sé”.) han tratado de atrapar ese concepto tan resbaladizo. No es mi intención, ni es el lugar, aportar nada nuevo a estas disquisiciones, pero lo que sí puedo es tratar de nombrar al tiempo.

Para eso, para tratar de fijar un evento a un momento específico del tiempo, usamos en la lengua los tiempos de verbo. El pasado, el presente y el futuro se conjugan de distinta manera y lo que se mueve, entonces, son los verbos. No son los objetos ni las descripciones de los objetos (ni los sustantivos ni los adjetivos) lo que se traslada, sino las acciones.

Conjuguemos nuestro pasado reciente: el 24 de marzo de 1976 hubo un golpe de Estado. La dictadura cívico militar masacró a 30.000 personas. Se robaron, según se pudo calcular, a cuatrocientos bebés. Para eso se pusieron en funcionamiento, según arrojaron las investigaciones hasta el momento, setecientos centros clandestinos de detención y exterminio. Pasado simple. Veamos qué dice el diccionario sobre esta conjugación: “El pasado simple, también denominado por la norma culta pretérito perfecto simple, es un tiempo verbal usado en español para hablar de eventos que ya terminaron. Estos eventos comenzaron y terminaron en un momento anterior al presente”.

Si nos detenemos un momento a mirar cómo se han planteado los homenajes a las víctimas del terrorismo de Estado, cómo se recuerda la ahora efeméride del 24 de marzo en las escuelas, cómo son los actos, sobre todo los oficiales y los que antes hacíamos a fuerza de calle, sangre, sudor y lágrimas y ahora están oficializados, veremos que los hechos están narrados en pasado simple.

Y eso es un problema. Porque el pasado, ya se sabe, no es simple.

Nos faltan los hechos conjugados en pretérito imperfecto. Es decir, qué pasaba en ese momento. Qué hacía la gente en los años setenta, qué pensaba, qué construía, qué temía, qué sentía, qué esperaba, qué pedía, qué soñaba. Las personas que durante la dictadura sufrieron persecución y fueron asesinadas, encarceladas o empujadas al exilio, y también la otra gente. Porque tal vez esa gente (la otra) no fuera muy diferente a ésta, la que observa impasible cómo los dinosaurios trotan por las calles de nuestro país. O a ésta otra que les deja platitos con agua por si pasan por sus casas.

Nos falta también el muy fundamental pretérito pluscuamperfecto: qué había pasado antes. Y por supuesto nos falta el imperfecto progresivo para saber qué estaba pasando, qué procesos en nuestro país y en el mundo se estaban desarrollando, qué ideas, qué acciones estaban sucediendo y marcando el ritmo de los acontecimientos.

Un pasado conjugado sólo en pasado simple es un pasado sin texturas, sin espesor, sin preguntas. Un pasado conjugado sólo en pretérito simple es un pasado explicado a une niñe al que le suponemos un desarrollo conginitivo y emocional muy pobre.

Un relato construido con una sola conjugación de verbo es un relato frágil, destinado a durar poco. Es un pasado al que convertimos en monumento, pero un monumento como el de la Plaza Dignidad de Chile: un pedestal vacío al que custodiamos con firmeza y del que sólo nos queda la defensa de esa custodia, el homenaje a esa firmeza, a la persistencia de esa misma custodia.

Construir un relato de nuestro pasado con todas las conjugaciones de verbo exige, claro, otros niveles de acuerdo o de reconocimiento de los desacuerdos. Pero tiene la enorme ventaja de no dejar en el silencio pedazos importantes de la historia. Porque es en esos huecos, en esas historias calladas, en esos eventos silenciados, negados, denegados, donde está nuestra mayor fragilidad. Es ahí donde ahora se paran los nuevos dinosaurios a contarle a la gente la novedad de que en la Argentina existió la lucha armada. Grupos que, en esos años de revoluciones y de intentos revolucionarios en toda Latinoamérica, habían optado por tomar las armas para alcanzar el poder, para defenderse de las agresiones armadas del Estado.

Durante la búsqueda de las personas que habían sido secuestradas, en aquellos momentos en los que los presos y las presas cargaban con causas judiciales apócrifas y con sentencias brutales, el silencio tuvo el sentido estratégico de perseguir lo único que quedaba: la vida. Que los desaparecidos aparecieran con vida, que los y las presas obtuvieran la libertad.

Recuerdo que en el Primer Encuentro Nacional de H.I.J.O.S., allá por octubre de 1995, una de las discusiones más largas fue si se iba a reivindicar “la lucha” de nuestros xadres o “el espíritu de lucha”. Parece hasta un poco gracioso visto desde casi treinta años después, pero era una discusión muy importante. En el fondo lo que discutíamos era si íbamos a hacernos cargo de las contradicciones de la historia y aun así la íbamos a reivindicar o si íbamos a homenajear las intenciones, el muy etéreo y sin fisuras “espíritu”. En aquellos años, HIJOS asumió el desafío de homenajear la lucha, esa concreta y no tan prístina llevada a cabo por organizaciones. Para eso, entre otras cosas, se hicieron actos invitando a los sobrevivientes de esos espacios, para darles la palabra, para escuchar esas historias, para tratar de pensar esas experiencias. Para conjugar el pasado en todas sus declinaciones. Qué pasó, que había pasado, que estaba pasando. Después, la institucionalización de aquella organización revoltosa, llena de una juventud alegre e intransigente, hizo que se dejaran de lado las conjugaciones urticantes. Ser parte del Estado le quitó (a esa organización y a otras) el rol, incómodo e imprescindible, de poner las palabras en movimiento. En definitiva, para poder pensar en el futuro no nos queda otra que conjugar el pasado en todas sus declinaciones. Para que se entienda que no es un pasado simple (“eventos que comenzaron y terminaron en un momento anterior al presente”), sino una continuidad narrativa que afecta al gerundio de nuestro tiempo (a lo que estamos viviendo).

 

No perdamos de vista (no volvamos a perder de vistas) que para luchar contra el olvido es imprescindible terminar con el silencio. Aunque haya que estar un poco menos de acuerdo, aunque haya que convivir con las contradicciones y las diferencias. Porque el pasado no es simple, y mucho menos perfecto.