¿Dónde habitan los sueños anhelados e incumplidos? Esa es la inquietud que abre Panorama, el teatro de la memoria, de Daniel Santoro, potente experiencia inmersiva de 30 metros de largo, realizada con una serie de magníficas obras en carbonilla y acrílico. A partir de la tensión latente entre hombre y naturaleza, Santoro se propuso sumergir al espectador en esa sensación que provocaban los panoramas de fines del siglo XIX. La muestra, que se presenta en el Museo Nacional de Bellas Artes, se completa con un teatro de la memoria: un fichero helicoidal que presenta una secuencia de imágenes en miniatura.

Para esta exhibición, el creador del gigante descamisado se inspiró en aquellas antiguas pinturas circulares de grandes dimensiones con una visión central de 360. “Los panoramas pictóricos, populares en el siglo XIX, eran enormes murales circulares que evocaban hechos trascendentes del pasado, como guerras, desastres naturales y episodios históricos. Eran pinturas realistas que buscaban emular escenas verosímiles: fueron, de alguna manera, un antecedente del cine”, señala Andrés Duprat, director de nuestro mayor Museo. En la muestra, el visitante está literalmente adentro de un dibujo de 30 metros de largo que ocupa los muros de la sala (cuyos ángulos fueron redondeados para dar la sensación de circularidad). “Es un dibujo continuo donde se muestra el espectáculo de todas las formas en que podrían darse las catástrofes en el mundo en el que vivimos. Desde el punto de vista del Antropoceno, de cómo el hombre a través de su actividad, de la codicia, de las distintas formas en que aborda su relación con la naturaleza, podría producir un colapso”, explica Santoro, que dio clases de arte y política en los cursos de verano de la Universidad Johns Hopkins, la Universidad de Nueva York y Harvard.

A este espectáculo dantesco nos lleva este panorama que condensa múltiples formas apocalípticas. La tensión dicotómica entre hombre y naturaleza domina el centro de la escena de esta imperdible exhibición. Cada isla es un universo en el que el artista reflexiona sobre un sino sin retorno. “Básicamente lo que hay en este dibujo es la relación entre tres paradigmas o tres formas de la naturaleza: la piedra, la madera y la carne”, señala Santoro, que realizó exhibiciones en Singapur, Tailandia, Malasia, Italia, España y EE.UU., entre otros sitios. Y añade: “Ese diálogo entre esas tres formas de la naturaleza es lo que está en crisis y produce las formas del final. Cuando la piedra no tiene la mediación de la madera –el bosque, los árboles– la relación entre la piedra y la carne es conflictiva. La carne necesita de la madera para mediar. Esa relación está en tensión todo el tiempo. Cuando alguna de las tres no cumple con su función o tiene un déficit, se produce un gran problema”.

El drama imponente de este panorama tiene dos formas de abordaje: se puede contemplar desde el centro de la sala en una visión envolvente o recorrer los 30 metros acercándose y descubriendo detalles que son como joyas: Santoro es un dibujante agudo y avezado. Para los libros, se inspiró en El arte de la memoria, de la historiadora británica Frances Amelia Yates. “Es un texto un poco olvidado en el que Yates reflexiona sobre los teatros de la memoria. Hay un dibujo muy específico que se llama Teatro de la memoria: acumula todas las imágenes de todo lo que fue pasando”, señala Santoro, que desarrollo su propio teatro que incluye aspectos sociales y personales. En ese sitio recoleto, cuidado, donde habita la memoria personal, se recrea la propia mitología.

Santoro, que protagonizó el documental Pulqui, un instante en la patria de la felicidad, premiado en múltiples festivales internacionales, imagina también cómo sería la estructura de El Aleph, de Jorge Luis Borges. “Tiene que ver con el panorama y a su vez con cómo se constituye un flujo de imágenes que quedan permanentes, capaces de producir un nuevo teatro”, dice el artista, que editó los libros Manual de arcanos porteños, Mundo peronista, Manual del niño neoliberal e ilustró Rimbaud para principiantes. Y suma: “La mayor cantidad de imágenes del flujo de una vida desaparecen, pero hay algunas que se consolidan y que se convierten en paradigmas y mitos personales. Ese es el teatro de la memoria que trato de capturar, y eso es lo que Borges intenta comunicar en El Aleph”.

El teatro de la memoria del autor de Manual del niño peronista (Asunto Impreso) incluye imágenes de la militancia política, la muerte, la búsqueda de conocimiento (en una imagen se percibe una grieta en la biblioteca, un abismo imposible de reponer). Está Horacio González en la Biblioteca Nacional, María Moreno dando una clase, su madre trabajando con la máquina de coser. Hay imágenes de Teorema, escrita y dirigida por Pier Paolo Pasolini, un filme que lo marcó.

Las 23 tintas exhibidas encarnan el deseo de volver a recrear momentos de epifanía. “Uno recrea eso y continuamente a lo largo de su vida los va transformando y haciendo actuar como ese teatro que es”, dice sobre ese ámbito de la memoria personal y colectiva, imposible de disociar cuando uno se embarca en este viaje que propone. Las imágenes se suceden como en un torbellino imparable: el dolor del gigante descamisado incapaz de entrar nuevamente a su hogar; el cuerpo de Evita entre los árboles protectores de un bosque. Hay una cabeza que es al tiempo caparazón de gliptodonte, y hay insospechadas civilizaciones incrustadas en troncos de árboles.

Cerca, en una isla arrasada se ven rastros de la Fundación Eva Perón, la facultad de Ingeniería y el edificio Kavanagh, “que conforman una capa geológica antigua, de hace millones de años”. Se trata de un guiño a La isla de los muertos, del pintor suizo Arnold Böcklin.

Santoro resignifica el mito peronista con iconografía propia. Con clima nostálgico y al tiempo bien ácido, crea una frontera difusa entre celebración y tragedia. Dos chicos se acurrucan en la isla de la militancia, donde los árboles tienen talladas las figuras de Eva Perón, el Che Guevara, Mao Tse-tung, Vladimir Lenin. Es una imagen, explica, que indaga dónde van los sueños revolucionarios. Se cuestiona qué fue de ellos, en qué devinieron. Los dos chicos aluden a “las militancias de los setenta, representan la voluntad de cambiar el mundo y al mismo tiempo la frustración de no concretarlo”.

Una gran oreja yace incapaz de escuchar los latidos de la madre tierra. La incomprensión abismal e irreductible entre diferentes posiciones y miradas del mundo la encarnan dos hombres, únicos sobrevivientes en una isla: sólo se tienen el uno al otro, sin embargo buscan aniquilarse. A unos pasos, una mano anónima estruja un pájaro hasta asfixiarlo. Los dibujos ilustran un período de miles de años hasta un futuro insospechado. De un estrato geológico, asoma el Cristo de La civilización occidental y cristiana, de León Ferrari. En el medio del bosque un árbol deviene guillotina; otros, ya hachados eyectan sangre vuelta petróleo. Hay enfrentamientos entre troncos; pájaros alienados que perforan árboles; un bello centauro descamisado.

También están expuestos algunos de sus libros de apuntes, que reúne una selección de bocetos, dibujos y textos. Los libros –alma mater de los que surgen el resto de las obras, hizo más de 60– son caleidoscopios visuales sin referencias ni aclaraciones ni paginado: condensan la frescura con la que surgieron los bocetos, en bares como La Poesía, Saint Moritz y el Bar Celta. Allí dibuja y lee (es un ávido lector). Fue en un bar donde conoció a quien sería su maestro de caligrafía. Traductor jefe al chino de las obras completas de Jorge Luis Borges, poeta y amigo de Kodama, Lin Yi’An fue su maestro hasta que quedó ciego. En sala, se presentan siete libros y, además, en una pantalla se pueden ver 400 dibujos de los volúmenes exhibidos.

Uno de sus libros aborda la codicia, para el artista una de las cruces más aberrantes de la condición humana: “Es un problema humano letal que no tiene el mismo estatuto que la drogadicción o que el alcoholismo, sin embargo es una de las pasiones humanas más dañinas”.

Es imposible no volver a preguntar dónde habitan los sueños incumplidos. Santoro tiene la singular capacidad de transformar sueños olvidados, o cuyo devenir ignorábamos, en imágenes imborrables.

Panorama, el teatro de la memoria puede visitarse en la sala 42 del segundo piso del Museo Nacional de Bellas Artes, Av. del Libertador 1473. De martes a viernes, de 11 a 20, sábado y domingo, de 10 a 20. Hasta el 19 de noviembre. Gratis.