Eugenie Clark vivió rodeada de agua y de animales. La dama de los tiburones, como la nombra la historia, decía que era un privilegio explorar el mundo submarino flotando en la profundidad envuelta en la belleza de las almejas y los calamares gigantes. 

Mientras pregonaba un compañerismo acuático y hablaba de la posibilidad amorosa de conocer y de entender a los animales creaba en oleaje incesante un tratado sobre la vida oceánica. Tal vez fueron las visititas al acuario de su ciudad (New York) de la mano de su mamá japonesa, Yumico Mitomi, heredera de amores marítimos, las que le revelaron el amor eterno por el agua y ese acuario, una inusual guardería donde pasaba las horas mientras su mamá trabajaba (su papá murió cuando Eugenie tenía dos años), la guía inaugural de su vocación temprana por la zoología (se doctoró en 1950). 

A la nena del acuario que tenía en casa sapos, peces y un caimán chiquito entre otras compañías, la estaban esperando las aguas del Mar Rojo y todas las aguas que serpentean la tierra del mundo. Buceó cerca de los “tiburones blancos asesinos” en Hawaii, presenció nacimientos y descubrió a “los dormidos” del Yucatán. Le gustaba hablar con los pescadores y derribar mitos sobre los tiburones: “cuando ves un tiburón bajo el agua debes decir: "qué suerte tengo de ver este hermoso animal en su entorno (…) hay más accidentes automovilísticos que ataques de tiburones”, la película de Spielberg con Roy Scheider no la hizo nada feliz. 

Dirigió un laboratorio de biología marina, escribió cientos de artículos académicos y su libro, La dama de la lanza, fue un best seller.

Dirigió sola un laboratorio de biología marina, escribió cientos de artículos académicos y varios libros. Su vocación cambió la ciencia marina para siempre. La buceadora golosa del agua es la heroína en publicaciones infantiles como La dama de los tiburones: la historia verdadera de cómo Eugenie Clark se convirtió en la más valiente científica del océano, de 2022. Solía contar que la única lastimadura que le había hecho un tiburón había sido en tierra firme mientras manejaba su auto y los dientes de la mandíbula que llevaba como acompañante para ilustrar una charla se clavaron en su brazo tras una intempestiva frenada. 

Como ictióloga y oceanógrafa se oponía a la explotación comercial de las especies en peligro de extinción y promovía la preservación de costas ecológicamente frágiles. En su libro La dama de la lanza, casi convertido en un best seller traducido a varios idiomas, describe a los peces inflándose hasta alcanzar dimensiones increíbles, en contorsiones para exhibir masculinidad o gruñendo como cerdos. Una académica, una divulgadora. Cuando en 2004 se lastimó un talón en una sesión de buceo, los médicos descubrieron que tenía cáncer de pulmón, un cáncer que estuvo en remisión durante algunos años. 

Eugenie pudo festejar su cumpleaños 87 (su 88 también) sumergida en la profundidad dulce del lago Tahoe (Sierra Nevada, Estados Unidos). Se casó cinco veces y tuvo cuatro hijos. Un año antes de morir (tenía 92 años cuando murió) hizo su última inmersión en el océano. Sus cenizas fueron esparcidas en el Golfo de México. La primera vez que se sumergió (con un casco y una mascarilla) la manguera de buceo se rompió y llegó casi desmayada a la superficie, unas horas después volvió al agua.