El voto masivo a Javier Milei por su inesperada irrupción tiene mucho paralelo con el tan temido estallido social. Se trata de miles de individualidades que sin previo aviso y en un mismo acto expresaron el malestar social que las y los atraviesa.
Por definición, la diferencia entre un estallido social y una movilización popular no radica tanto en los motivos, sino en la formas de expresarse y sobre todo en sus resultados de mediano plazo. En el caso de los estallidos, la imprevisibilidad y la falta de organización previa es la cualidad que hace errático el resultado. La falta de conducción puede facilitar que una protesta sea capitalizada por intereses muy ajenos a los objetivos que la originaron.
Por pura estadística, el voto a Milei es un voto tan heterogéneo como transversal. Después de mucha tinta corrida en estos días, nos seguimos preguntando por el voto de adhesión que una porción de los sectores más postergados puede haberle confiado, a pesar de ser sus potenciales primeras víctimas en caso de ser gobierno. Para muchos de nosotros, el caso Milei no es más dramático que lo que fue en 2015 el voto a Mauricio Macri. El líder de Cambiemos era el fiel exponente de un modelo de gobierno empresarial, falto de escrúpulos y de dudoso éxito fuera de los opulentos límites de la ciudad más rica del país. Finalmente, resultó un gobierno que superó todos los pronósticos en cuanto al aumento de la desocupación, la pobreza y la pérdida de soberanía por efecto del endeudamiento externo.
Al indagar causas de la falta de apego al enfoque de los derechos sociales en el que tanto se había apoyado el gobierno entre 2003-2015, se observó que a mayor dependencia de la ayuda social, menor puede resultar la confianza por parte de los beneficiarios para superar la pobreza, especialmente si la economía no ofrece otras alternativas de movilidad social. Este fenómeno de desapego al gobierno proveedor lo conceptualizamos como “principio de desvinculación” en referencia a la incapacidad que per se tienen las políticas asistenciales para dignificar a sus destinatarios como sujetos de derecho. Se trata de personas que por su condición de pobreza y/o indigencia tienen una alta dependencia de las prestaciones del Estado y, en consecuencia, además de conocer las debilidades y fallas del sistema, son objeto de una sistemática descalificación (pública y mediática) por parte de aquellos que hacen de la pobreza un problema de las personas y no un fracaso de la sociedad.
Los motivos del voto a favor de Milei parecen ser tantos como personas lo votaron. Sin embargo, en los sectores más desposeídos las consultas arrojan respuestas muy concretas: inflación del 100 por ciento interanual, problemas de inseguridad comunitaria, la escolarización de niños y adolescentes, el deterioro de su condiciones de vida sin un horizonte de mejora, todas situaciones que tornan insoportable el día a día en comparación con otros grupos minoritarios que salen beneficiados por la crisis. Ante esa experiencia de frustración colectiva, explicar los condicionamientos de la deuda externa o la mundialización de la crisis resultan argumentaciones extemporáneas que parecen profundizar aún más el malhumor social. Es posible considerar que la peor tragedia es no haber producido explicaciones claras y oportunas frente a cada obstáculo. Sin duda, la pérdida de las elecciones intermedias a causa del ausentismo fue un llamado de atención al que no se le dio la debida atención.
La doctrina de la crisis es una formidable herramienta para generar malestar social. La experiencia de desgaste que experimentó el último gobierno popular de CFK demostró que, a pesar de tener indicadores positivos en casi todos los órdenes de la dinámica social y económica, es posible producir condiciones para impulsar un falso cambio en base a propaganda malintencionada, noticias falsas, corrupción judicial y flagrantes mentiras de campaña.
El estallido dentro de las urnas interpela a la política (a pesar de negarla), le pide que haga “algo” y transforme la realidad. Entonces el gobierno es castigado no por la gestión de la crisis (cosa que hizo), sino por su incapacidad para transformar la realidad adversa a los intereses de las grandes mayorías. Milei, más allá de su personaje irreverente y marginal, comparte los mismos principios que el PRO supo disimular para ganar competitividad electoral en 2015. Hasta ahora, la principal ventaja del nuevo candidato parece ser no haber gobernado nada.
El voto independiente (antipolítica) representa una porción del electorado que puede refugiarse en un candidato coyuntural. La transversalidad de ese voto nos interpela, pero no puede confundirnos. Deberíamos asumir que estamos atravesando una gran crisis de representación, crisis que quizás sellamos naturalizando la proscripción de CFK. ¿Será el fin de los partidos centenarios? En 2015, el radicalismo entregó su capital político al PRO y no lo volvió a recuperar. Ahora le toca al peronismo demostrar que puede resignificarse una vez más en honor a su historia y sus mártires.
* Adriana Clemente es docente e investigadora de la Facultad de Ciencias Sociales (UBA).