Si el cosmos habla el lenguaje de las matemáticas, que guardan su misterio, una ciudad concebida more geométrico, como La Plata, construida “con escuadra y tiralíneas”, como decía John William Cooke hablando de las revoluciones fallidas, no podía menos que acunar a poetas que ven en el descalabro del mundo una posibilidad salvadora. Para quien habita una ciudad sin nombres regida por el orden del número y la cuadrícula normalizadora, solo el desorden, el caos, es ocasión de ventura. Una de las vías de acceso a esa dimensión fue la búsqueda de estados alterados.

El ajenjo - “la bruja glauca”, como la llamó Baudelaire- que inspiró y malogró a generaciones de poetas más o menos malditos, hundió a Matías Behety, elocuente bardo inspirado que había suscitado el elogio de Sarmiento, en la miseria y el abandono del mundo. Destinado a la gloria, acaso a la mera política, se dejó morir entre los pobres de los arrabales que merodeaban el damero fundacional sin haber dejado siquiera sus poemas reunidos en un libro. Su cadáver, que había sido inhumado en una fosa común, fue reconocido por un amigo cuando, al ser trasladado, los sepultureros notaron con estupor que estaba momificado, incorrupto. Incluso se dice que de él emanaba una especie de luz: un cadáver resplandeciente, que fue exhibido al asombro del público durante varios días. En la entrada del cementerio de La Plata su tumba, ornada con un busto sin cabeza, es motivo de peregrinación. La obra de teatro Pequeño Gran Muerto, del dramaturgo Nelson Mallach, que se montó allí mismo, le rindió justo homenaje.

Pero quien acaso mejor exprese no ya el diálogo sino la lucha entre la pulsión anímica y la lógica entumecedora que rige el orbe es Pablo Ohde, que fue, como diría Marx, “un rayo en un cielo sereno”. Un hombre con los ojos de una claridad suplicante, alelada ante el clamor y la iniquidad del mundo, que vino a traer una palabra futura, un legado único, crítico y esperanzado.

Las etapas de su vida caben en algunas líneas significativas: hijo de padres científicos, tenía seis años cuando el golpe de Estado abatió a casi toda la familia materna, los Mainer. Marchó al exilio en Barcelona, donde recibió educación en una escuela anarquista, y retornó durante la primavera alfonsinista. Como dice Fernando Alfón, su amigo, biógrafo y albacea: “intentó entonces una vida normal: se casó, tuvo una hija, buscó un trabajo que lo mimetizara con la multitud”. Pero el mundo era un infierno que solo la poesía podía conjurar.

Una noche de insomnio -costumbre que lo acompañaría toda su vida- tuvo una epifanía: comenzó a recitar versos que le conferían densidad, existencia. Sería poeta. Era también un modo de domar lo que él llamaba “El Mal”: el síndrome de Gilles de la Tourette, que lo asaetaba como a un poseso y que haría muy difícil su vida cotidiana. De imposible imbricación social, Pablo construyó lazos entre pares, a los que en cierto sentido él conformaba como tales. Fundó comunidades poéticas, cifradas en la amistad, a la que sometía a la prueba de sus excesos y arbitrariedades. En 1995 creó la editorial Turkestán. Publicó tres libros de poesía: Atlante (1997), Panteo (2009) y La Eva de las tres muertes (2011); también uno de prosa: Los cuentos del señor Cornely (2011). Incluso editó la obra completa de uno de sus poetas favoritos, Edgar Bayley, labor en la que, desafiando las costumbres del gremio, prescindió de fechas, notas al pie, y todo tipo de minucias. Es que Bailey era para él, sobre todo el poema “Es infinita esta riqueza abandonada”, el modelo de la temporalidad que debe tramar la poesía. Y que, por supuesto, cae fuera del mundo. De hecho, escandía sus propios versos imitando su voz, sus ritmos, su exaltación. Dice Fernando Alfón: “sus intuiciones estéticas prescindían del tumulto teórico; su relación con la poesía era más bien vital, inmediata y obsesiva. Todo lo que estuviera por fuera del universo poético le resultaba un tedio”. “Su paso por la academia fue un desamor correspondido. Olvidó rápido las lecciones, pero no el latín, lengua que le resultaba inasible”.

Dueño de una memoria absoluta, podía citar sin dudar cualquiera de los pocos textos que había leído mientras la enfermedad aún se lo permitía. Y, como dice Fernando, todo lo que no comprendía lo parodiaba, que era en él una forma radical de comprensíon. Entre sus papeles póstumos había un poema en un latín inventado, con versos como “vía mandare infra orto / maleaestate tiranos / permanganatum porotae”. Por lo demás, el sindrome le habilitaba la franqueza brutal, no exenta de procacidad, que daba en la tecla de la autenticidad, su obsesión. Cuando topaba con un enigma, “se apropiaba de lo inasible y lo acunaba sin quitarle los velos, sin espantarle las sombras”. Por ello abjuraba de lo que otros llamarían la banalidad del mal, que él encontraba sobre todo en la lengua. “Un habla aplanada, denunciaba, había colonizado a sus contemporáneos; pero lo denunciaba a su modo, sin pretender adhesión”.

En el prólogo a su Obra reunida, Alfón dice que “elaboraba, mientras, una expresión inaudita y de asombro: llamaba a las cosas por sus nombres, no temía decir crisálida, galápago o nenúfar. Jamas reprimía una metáfora, por más pura que se le revelara. Jamás las explicaba, seguro de que vivían en la apertura”. “Para Ohde detectar la atutenticidad del poeta en el poema era decisivo. Juzgar a partir de esa vara, a la vez, resulta una quimera. Medir la autenticidad es un problema para el crítico, no para él, que a la hora del juicio, no se recostaba en el beneficio de la duda. Su vara no medía grados de autenticidad: establecía estados completos e irreductibles”. De allí que, sin mayores razones, Whitman o Pizarnik le parecieran farsantes ineficaces. Naturalmente, consideraba innesaria toda demostración.

Su obra es escrita, pero, sobre todo, como Borges decía de Macedonio, está en la memoria de quienes fuimos sus amigos. “Ese pájaro que se precipita prevé una mujer que reirá contigo”, recitaba por teléfono, a las tres de la mañana, cualquier día. Y a continuación desplegaba increíbles razonamientos con teorías inventadas sobre cualquier cosa, todas verosímiles, todas absolutamente indemostrables y a la vez extraordinarias, que hilvanaba con maestría. Recuerdo, por ejemplo, su fórmula sobre el capitalismo como un demonio acechando no en la usura, como para Pound, sino en la economía política del signo, que glosaba hasta el amanecer.

Pablo Ohde reía a carcajadas de las barbaridades que a veces salían de su boca: en él, como en pocos, la conciencia de ser hablado por el lenguaje, al punto de que, merced al Mal, profería verdades, no sin gozo, era de una plenitud trágica, sin vuelta atrás. Durante una cena a la que muy ceremoniosamente nos invitó -milanesas preparadas por la vecina - permaneció de pie, dando zancadas alrededor de la mesa, declamando y fumando un pucho tras otro: estaba feliz; Saint John Perse, Vallejo o Catulo fluían entre pitada y pitada. Noches enteras de caminatas, de bar en bar, donde importunaba a los parroquianos con preguntas filosóficas y chistes brutales, alcohol y porro para regular un poco el aluvión de razones que expelía su portentosa inteligencia, signaron la memoria de los compañeros. Como Funes el memorioso, en su cabeza había quebrado, aunque voluntariamente, la secuencia de la mera temporalidad lineal: vivía en un presente eterno, pero selectivo, que excluía la fealdad y el mal del mundo, y lo dotaba de dones que solo la poesía podía distribuir. Por eso no concebía el mundo sin La Guerra y la Paz de Tolstoy, o sin los libros de sus amigos, que ni siquiera se preocupaba por vender. La sola existencia de la poesía redimía. Como Schopenhauer, dice Alfón, imaginó un solo autor, un solo poema, un unico tiempo, un único lector. Y él era su cartero, su mensajero anónimo.

Solía llorar ante un poema, o más bien, ante un solo verso que justificaba la vida -del poeta, del lector, de la Humanidad. Sarcástico, el ácido de su lengua sin ataduras corroía toda certidumbre sobre valores asentados, sobre todo si de la fama se trataba. Para Ohde, un endecasílabo podía acunar tanta belleza oculta como una conversación con el verdulero. “Tenía la cara algo preparada para la carcajada. Su rostro se endiablaba cuando reía; su boca era un tajo a cuchillo en la mejilla, sus dientes asomaban como estalactitas de nicotina. Decir estalactita -aclara Fernando-, es desmesurado, pero él me hubiera reprochado que, teniendo la oportunidad de incurrir en un exceso, me haya contenido. 'Qué tristes son las cosas / consideradas sin énfasis'”, decía.

Libre de ataduras, Ohde tenía tiempo, de lo cual se jactaba (aunque en realidad, y lo sabía, no tenía tiempo), y lo convidaba a raudales con la generosidad del amigo que ejerce la amistad como un credo monoteísta. Emilio Rollie, Claudio Itza, Lautaro Ortiz, Juan Bautista Duizeide, y por supuesto Fernando y quien esto escribe, entre muchos otros, fuimos parte de su tribu. Turkestán cobró impulso por obra del encantamiento que, inesperadamente -o no- produjo en Julián Domínguez, que sintió la fascinación de las teorías desmesuradas de Ohde, entre ellas, su cosmovisión peronista. En sus últimos años, tensados por la enfermedad, había saldado los entredichos con el padre, al que había dedicado todos sus libros, y en especial el último, Los cuentos del Señor Cornely, con el que había conjurado los rencores. Escribe Alfón: “Había planeado demostrar que era más que un poeta exquisito, un alma bella llena de moretones. He llegado a la cúspide de mi vida, me dijo”. “Pablo hablaba distinto, no era dueño de casi nada, pero poseía una lengua a la que había enriquecido hasta volverla una gema preciosa”. Agazapado, el destino le tendió una emboscada: un rayo misterioso le hizo estallar el cerebro una tarde soleada de octubre, hace ya una década. Nos queda su voz.