No se llegó a organizar juntada para ver el primer tramo del debate presidencial. Estuvo la intención de aprovecharlo para la picada y la cerveza, para seguir hablando de lo que se viene, de qué más podríamos hacer antes del 22 o después cuando llegue el tiempo del ballotage. Pero se desarmó. El cansancio es una marca de la época, algo que arrastramos desde la pandemia y esta postpandemia que ya no se reconoce como tal pero que ha quedado en el cuerpo como una ansiedad pegajosa, un chicle viejo que se toca debajo de la mesa y deja el asco, como el olor de los barbijos después de una hora en bondi en el verano de 2022. El cansancio se siente los domingos a la noche, a las 21, esa hora límite para la cena cuando los días hábiles amenazan del otro lado de la noche, la hora del debate; que atrevimiento. A juzgar por las cifras del rating, candidatos y candidatas se sentaron a la mesa ¿O sólo se habrá sentado la pantalla? Entre mis amigues, la falta de ánimo para la juntada tuvo también mucho que ver con el papelón insoportable de Martín Insaurralde, esa mancha venenosa que te pide correr lo más lejos posible, que suma capas y capas de cansancio a los cuerpos ya castigados por la ilusión y la intención de militarla como sea, como se pueda y más, haciendo el ridículo, siendo un montón, siendo menos, marchando, conversando, todo para que ese ricachón nos plante en la cara su insufrible estupidez y descaro. 

No pasó por ahí el debate, de alguna manera fue un alivio. Pero a la vez fue el resultado de esa falta de expectativa que ofrece la política como puesta en escena, la espectacularidad de las luces y las reglas y la domesticación de las pasiones al servicio de mantener una distancia de autoridad con les votantes. Por suerte estuvo Myriam Bregman para poner chascarrillos y convicción apasionada. En la otra punta del arco ideológico, Javier Milei logró reprimir la pasión violenta (estas dos palabras juntas dicen demasiadas muertes con su sola mención, así se exculpaba a los femicidas hasta hace muy poco y todavía) a la que nos tiene acostumbrades, más bien hizo mohines y sonrisitas para anunciar a Miss Dictadura Villarruel como la garante -"la especialista"- de la seguridad y la defensa de la patria. No podía nombrar al tarado de Insaurralde, tenía que seguir el guión del ensayo, pareciera, para que no se le cruzaran los cables. Lució cuasi domado, gatito mimoso de los mercados.

Después pasó por el programa de Marcelo Tinelli a buscar a su novia en un auto sucio, la misma novia que en algún momento le contestó a Mirtha Legrand que son 30 mil y que dudar de eso es falta de cultura. Curioso. Todes parecemos saber algo de las puestas en escena de la política como espectáculo pero siempre algo decanta como si pasara entre nosotres, eso que llamamos verdad. Y de pronto, el candidato que levantó el dedo para copiarle el discurso al genocida Emilio Massera en su defensa en el Juicio a las Juntas para negar el plan sistemático de desaparición, tortura, aniquilamiento, apropiación de bebés de quienes se opusieron o podrían oponerse, o conocían a alguien que se oponía a la injusticia social y el saqueo neoliberal, despierta buenos sentimientos en una cantidad importante de la población. ¿Cómo es que algo del orden de la ternura quedó del lado de este tipo? Nuestrxs 30 mil se revuelven en sus tumbas sin nombre frente a este espectáculo de la crueldad. Ni errores, ni excesos, ni guerra; dictadura genocida.

Y sin embargo Milei busca y consigue acomodarse del lado de la ternura, como los machistas que lloran de celos, los que tienen ganas de balearse en un rincón, como dice el tango. Lo vimos emocionarse hasta las lágrimas por sus amigos perros, por el amor de su hermana, por esa familia que lo salvó del maltrato de los progenitores. No es sólo la promesa del dólar como moneda corriente -que no va a correr porque va a seguir faltando, más que ahora seguramente-, el gatito de los mercados rompe algo del aislamiento que no se fue del todo porque pone rabia, pone sangre y pone emoción. Encima ofrece un futuro a 35 años, ahí donde nadie ve nada. “Es un loco”, me dijo el verdulero de la esquina, migrante peruano de chiquito, con familia acá en el barrio y un cantito en la voz condescendiente, amable... tierno con esa locura. Conversamos con Daniel porque yo no me rindo a perder un voto. A veces acordamos. Pero es duro, lo de la ternura me dejó directamente knock out. “Igual nosotros nos vamos a seguir encontrando acá, como siempre”, me dice para terminar y asiento, aunque no tengo su seguridad de que la vida seguirá como siempre.

Este fin de semana estuve releyendo una traducción libre de El poder de la ternura, de Anne Dufourmantelle, la misma filósofa del Elogio del riesgo que murió arriesgando su vida para salvar a dos niños de ahogarse en el mar. Siempre vuelvo a ese libro a buscar algo más sobre esa ¿emoción? ¿sensación? que arrasa frente a escenas o seres que parecen contener a la ternura, crearla. Como una rendición a la evidencia de la ternura algo se afloja dentro. Los bebes que hablan en media lengua, los animales que corren libres después de haber estado en cautiverio, el sueño profundo de le amante... también los gatitos en las redes sociales y los patos que se abrazan con monitos, y la nena que dice "micumán" en lugar de Tucumán. La cultura digital lo capta rápido, toda una serie de algoritmos hacen de la ternura un punto débil para poner el anzuelo del scrolleo sin fin de esta era. Así como venden tiempo en pantalla los gatitos, venden las lágrimas del león desarmado por sus perritos.

“La ternura guarda el secreto de la animalidad. Un fundamental y paradójico salvajismo, tan ajeno a cualquier tipo de domesticación como la infancia.”, dice Dufourmantelle y anuda eso que nos da ternura, eso que les niñes tienen como secreto sin saberlo la presencia de un sujetx que llega a nosotres casi idéntico a sí mismo. Unx amante dormido es unx amante dormida es unx amante dormidx. Dan ganas de cubrirle, de ofrecer caricia, protección; de alojarle dentro para que no se dañe. Porque estar así sin doblez es exponerse al ridículo, a quedar desarmada de toda pose, blanda, abierta. En riesgo. En riesgo de ser afectada por otres, también frágiles, también pelados de artimañas que intentan como nosotres vivir. En esos esfuerzos, en ese reconocimiento, la vida se impone. 

El mismo algoritmo que satura de gatites vende la vulnerabilidad del copión del genocida para enternecer. Hay que hackearlo. El problema es que no se jaquea desde la puesta en escena.

La ternura está menospreciada en su poder, infantilizada, castigada por la mercantilización y sin embargo se impone, como la vida. Si no, no habría esa movilización desde abajo, transfeminista aunque nos odien, de quienes desbordan toda autoridad y salen a la calle a decir que ni guerra, ni excesos, ni dos demonios; genocidio. Si no, no saldríamos a pintar banderas con niñes a cuestas, a inventar canciones para reclamar la libertad para nosotres, no insistiríamos en mostrar los remedios que da pami en las redes sociales, ni haríamos el ridículo sin problema con tal de conservar una vida en común que ni siquiera tenemos como propia. Pero ahí la ternura, ese reconocimiento de hacer en la manada, la comunidad, el calor de les otres, la utopía. Contra todo riesgo.

En estos momentos cruciales no podemos olvidar nuestra armas, como ya lo dijo alguien antes, no podemos olvidar la ternura.