Alguna vez escuché o leí en algún lado que los libros eran como las personas, valían por lo que traían adentro. Me he pasado la vida leyendo gente en la calle. Así como no existe un Adán literario, todos los escritores, consciente o inconscientemente, se copian de lo que ya estaba escrito, muchos de los mortales, exceptuando únicamente a los niños, parecen parlantes amplificadores de pensamientos ajenos, seres que han sufrido la amputación de su capacidad creativa.
Cada vez que la suerte me regala encuentros con adultos que me sorprenden con ocurrencias tan inesperadas como un final de un cuento de Cortázar, me alargan la vida, me alejan de la muerte.
Cuando conocí a Don Ángel, tuve la sensación de estar parado frente a una enciclopedia universal. Sus renovadas ganas de vivir, lucidez envidiable y un aceitado sentido del humor, atributos que ostentaba orgulloso en el final de su vida, me obligaban a formularme la misma pregunta cada vez que me alegraba el día con su visita, ¿cuánta vitalidad habrá tenido este hombre a los veinte años?
Compraba el diario la Nación de los domingos para leerlo en el aperitivo junto al Amargo Obrero, decía que no le era fácil encontrar en el mercado productos más viejos que él. Si bien nunca supe exactamente con los años que cargaba, solía comentar a menudo que no le faltaban muchos almanaques para acertar una quiniela de tres cifras a la cabeza, apostando su edad en la nacional nocturna. Alguna vez usó una imagen para contarme la pobreza extrema que había sufrido en su niñez, me explicó la forma que jugaba a las muñecas su hermanita, chocó suavemente tres veces seguidas sus huesos carpos entre sí.
Consciente de su aguda inteligencia, tomó el estudio como un acto de rebeldía. Supo cambiar la mirada discriminatoria de un alumnado de principios del siglo pasado compuesto por familias poderosas económicamente, ganándose su confianza poco a poco. Los hijos de los ricos tenían apellido y plata, sólo les faltaba el título que difícilmente obtendrían tirando manteca al techo, mientras que a él lo impulsaba el hambre, motor principal para conseguir los sueños. Trabajó de garante, no sólo estudiaba para aprobar los exámenes, a la vez se ocupaba de que los otros también lo hicieran a cambio de pensión y comida. Ascendió socialmente, nunca más volvió a sufrir privaciones, pero jamás olvidó su origen, su barrio, su esencia.
A nuestros encuentros, cada vez más frecuentes, supo enriquecerlos con documentación. En un principio me costó reconocerlo en antiguas fotos, un deportista musculoso en blanco y negro poco tenía que ver con el hombre empequeñecido que las exhibía. Gozaba de una doble visión, podía contemplar la Rosario actual y a la vez otra inexistente, un pago de los arroyos que latía solamente en los subsuelos de su memoria.
Siempre le voy a estar agradecido por haberse molestado en llevarme a pasear por reliquias del pasado. De su mano conocí el lujoso teatro Colón de la calle Corrientes, la antigua cancha de Central con una sola tribuna, los bailes al aire libre en " Recreo Echesortu" antes de convertirse en un cine barrial y decenas de sucesos históricos de los cuales el anciano había sido testigo presencial.
En el transcurso de una larga vida, el tiempo te condecora con más medallas de dichas y de pesares. Cuando le pregunté al viudo, portador de la herida abierta de un hijo muerto, cuál de todas las pérdidas sufridas era la que más echaba de menos, no dudó en contestar, "el haberme quedado sin un amigo de aquellos, de los primeros, de mis hermanos del alma, con quienes fui inmensamente feliz sin una moneda en los bolsillos".
Continuó su relato explicando que al más longevo de los compañeros actuales, adultos mayores con quienes solía juntarse los sábados en el club, le llevaba más de veinte años de diferencia, distintas vivencias infantiles lo separaban de un grupo de ignorantes en saberes primordiales, como manejar la técnica para que un camambú saque de la línea con un sólo golpe a una batatita sin dejar de bailar en ningún momento, desconocían la villarda, jamás se habían soñado despiertos con una novia, adormecidos por la música de los zumbadores y tampoco sabían del sabor de un camote asado en un horno de barro construido en la zanja.
Cuando le advertí que el único pasatiempo en común que nos había hecho palpitar a los dos por igual era el fútbol, el sabio me corrigió en el acto. Me aseguró que existía un juego común para todas las generaciones, transmitido desde el final de los tiempos, originado tal vez, el día en que una madre anónima tapó y destapó sus ojos con sus manos frente a su bebé con el fin de hacerlo reír, habían inventado el juego de las escondidas.
Los años le habían enseñado, al quedarse sin amigos, que el último, para poder salvarlos a todos, como decía la ley no escrita voceada por calles y veredas, paradójicamente, debía hacer lo que ninguno quería hacer, ponerse a contar. En ocasiones, tal vez cuando se hace con amor, la experiencia personal puede ser transmitida a terceros.
Desde aquella charla con don Ángel, no paré de contar viejas historias para rescatarlas de la amnesia. Si bien no soy el último de la barra, me gusta salvar del olvido a dos jugadores irremplazables que se los llevó la muerte, les hago la pica en un plano de amor imaginario, sin distancia ni ausencias. Cuando creo que no tengo más nada que decir, Cacho suele asomarse desde atrás de aquel buzón carmín para gritarme, "31 y multa, Flaco, tenés que contar de nuevo…y por favor…no dejes de contar”.