a Ana de la Regueira

Sábados

Hace mucho tiempo que no tenía un déjà vu. Asunto inexplicable y por lo tanto in-escribible. Ayuda la retrospectiva en un espacio repetido como los Cafés. Sábado, tarde, Café, libro. Esta vez con algún apuro debido al horario de una función de cine. Tengo poco tiempo para rasgar el envoltorio que cubre el libro nuevo y darle la primera ojeada. Son las 18.50 y a las 19.20 me encontraré con Ana en este Café.

Ana no frecuenta los bares tanto como yo. En el pasado nos encontrábamos alternadamente cada sábado en Retiro y en la estación Mariano Moreno. Ella solía hacerse esperar: tren, subte, la indomable e incalculable ciudad de Buenos Aires. De ese tiempo quedan fragmentos, pedacitos de cielo entrevistos a través de la ventana de un bar, luces que parpadeaban en la calle, anuncios de llegada y salida de trenes y colectivos, relojes pulsando la hora de la cita, el momento de la función, de la comida, del último tren.

Ana aparece entre una multitud, por más que su fantasía es, según me ha dicho una vez, huir de la ciudad, desparecer.

Libros

Ritual del libro nuevo: desempaquetarlo -cuando trae un empaque- y pasar las hojas entre los dedos, suplantando la antigua operación de tonsura que parecen reclamar todavía las páginas de un libro. Nostalgia de una maniobra que nunca fue del todo contemporánea, y que se extraña, como se extrañan los patines en las entradas de las casas para no rayar los pisos recién encerados. Oler el libro. El olor de la tinta fresca sobre el papel nuevo. Y luego moverlo, ir hacia atrás y hacia adelante constatando la cantidad de páginas y todos los para-textos: epígrafes (cuantos más, mejor), fecha de edición, dedicatorias, índice, fuentes de los textos, agradecimientos, ilustración de tapa, traducción, contratapa. Todos esos materiales que son el juego previo que asegura su volumen, su dimensión en el espacio, su realidad.

25 páginas

La lectura en el Café es el momento en el que se juega la escucha de la voz narrativa. Si nos complace, la vamos a seguir. El ritual de esa primera lectura tiene para mí una extensión estipulada arbitrariamente: 25 páginas. Arlt leía salteado, un poco sobre el principio y otro poco en la mitad del libro. Su juicio era casi siempre certero. Gide rechazó el manuscrito de Proust debido a una errata. Pero esas son lecturas previas. Aquí se habla de un libro ya elegido, comprado según una voluntad, una decisión con algo de riesgo siempre.

Por eso este periodo es un examen complaciente. Luce bien vestido el libro, fragante, luminoso para la ocasión. Después habrá que ver cómo resiste, sin llegar al extremo del decimonónico Joubert que, cuando leía, iba arrancando las páginas del libro que no le gustaban, logrando así una biblioteca enteramente a su gusto, libros de tapas flacas, demasiado grandes para los restos que en él se conservaban.

Déjà vu

19.10 llega el mensaje de Ana. Un “yendo” de WhatsApp. En ese momento leo el segundo capítulo del libro “Sigo sin saber de Ti” de Peter Orner, que es novedad. Orner relata una escena de “Anochecer”, el cuento de James Salter, en el que una mujer ve en la vidriera de un escaparte todo su pasado.

“Parecía haber viajado años atrás”, cita Orner, y contemporáneamente a esa lectura, aparece mi déjà vu, se hace sentir. Anoto como digresión, me ha ocurrido, comprar un libro que ya tengo o leí hace mucho. Pero no es el caso de Orner y mucho menos de Salter. No obstante, y como consecuencia de mi pequeño déjà vu, puedo afirmar que ya he estado en este bar, que no es el mismo de siempre, a las 19 horas de un sábado y que he leído este texto mientras espero a Ana para ir al cine.

Lo interesante del análisis de Orner es que se detiene en los actos preparatorios de un cuento, esos momentos en que no es todavía del todo un cuento, el instante en que se dispone el escenario para que comience el espectáculo. A veces basta una palabra, una imagen, las primeras gotas de lluvia, la mujer detenida en la tienda con una cebolla en la mano, que después tendrá o no su relevancia en la trama, y que la luz del reflejo de la vidriera le devuelva la vida que se le ha escapado.

Todavía tengo tiempo para pensar, mientras constato cómo se deshizo mi propio cristal tallado, el déjà vu. Cómo se ha ido disolviendo para transformar en absurdo este tiempo. Me parece que la preparación de un relato es un poco un déjà vu, la recurrencia de un fragmento ayudada por el doble escenario: el real del Café y el libro, y el imaginario que viene de la ficción. La suma de todos estos hábitos y afinidades cronometradas. Pero eso no es todo, eso quizá no sea lo más importante.

Una esperanza

Una esperanza, tal vez. Porque un déjà vu es un mensaje. ¿De dónde viene? No importan las explicaciones usuales, en tanto exhibe que continuamos viviendo en un futuro no muy claro, al menos un tiempo equis que no es presente ni pasado. Y para mejor, si es que desde ese “allá” indecidible venimos, al menos continuamos leyendo y esperando a Ana para ir al cine. Aunque haya tenido que abreviar la lectura pautada en 25 páginas esta vez, y el libro vuelva a su paquete a esperar otro momento, en el que, claro, ya no es posible el estreno y la promesa de una magnífica lectura, una lectura que siempre estamos persiguiendo para que nos cambie la vida, la haga mejor, más llevadera. ¡Qué otra cosa se puede pretender de un (nuevo) libro!

 

A las 19.20 Ana empuja la puerta giratoria del Café. Sus ojos me buscan y dan fácilmente conmigo. No hay multitudes en esta tarde puntual. Pero su sonrisa es la de siempre, la de estos (muchos) años de encontrarnos.