Sábado de celebraciones: cinco o seis chicas del Bajo Flores se reúnen esa tarde para amasar pizzas y festejar el cumpleaños de una de ellas junto a un grupo de la Comisión Investigadora de las Violencias en los Territorios, cuatro mujeres y dos varones jóvenes dedicadxs a reconstruir vínculos y afectividades que apenas ocho meses atrás eran granos de sal escurriéndoseles entre los dedos y ahora, alrededor de la mesa en la Cazona de Flores, entre mateadas y música propia ellas les permiten enterarse que un día se fueron de sus casas animadas –la mayoría–  en la potencia de decisiones que las llevaron a recorrer una deriva que las arrojó a situaciones riesgosas cuando no cruentas. No agregan demasiadas palabras, salvo alguna mirada más piadosa para aquellas que debieron irse chantajeadas por hostigamientos o amenazas virtuales recibidos desde las redes sociales, esas fauces que las succionan y devuelven al borde de abismos que muchas veces creyeron poder manejar.    

–¡Quiero tener autonomía!

El grito de una adolescente se derrama sobre todas las que hasta entonces amasan los bollos pegajosos. La alegría cómplice de los cuchicheos se vuelve risa colectiva en aprobación de la transgresora y de una búsqueda nebulosa que ni siquiera ella misma puede desgranar.

 –¿Pero qué querés hacer?

–Quiero ser autónoma. 

–¿Y eso significa no ver a tu familia?

–¡No! Verla, sí, pero tener mi autonomía.

Las miradas de Juan Pablo Hudson y Silvina Herrera, dos integrantes del grupo dedicado a reunirse todas las semanas con esas adolescentes de la villa 1-11-14 del Bajo Flores, que un día desaparecieron y volvieron o fueron encontradas por sus madres y por la Red de Docentes, Familias y Organizaciones de ese territorio, transmiten el reflejo incierto en la escucha de una manifestación individual pero potente. Ambos quisieran desentrañar esa realidad invisible para el mundo adulto donde las adolescentes, en su mayoría de la comunidad boliviana, soportan un cotidiano de expectativas que les son ajenas o de opresiones más graves, como la violencia intrafamiliar y los abusos. Segunda o tercera generación nacida en la Argentina, reniegan de espejarse en los modelos de feminidad de sus madres y en los mandatos laborales, culturales y afectivos de familias vulneradas. En ese apremio transgreden encierros que no aplican a los varones y que recaen sobre ellas por miedo a lo que les pueda suceder o porque cuidan a sus hermanos menores mientras las madres trabajan. Pero el afuera está gobernado por economías y poderes que rigen el territorio y que convidan a las chicas para otros modos de usos que incluyen la marginalidad del consumo de sus propios cuerpos.

 “La chica que habló de autonomía fue contundente, pero después otra compañera no pudo decir nada, no sabía qué quería. En esos relatos nunca del todo transparentes estamos muy atentos a sus pequeñas acciones y movimientos”, dice Hudson, sociólogo e investigador del Conicet. “Si ves que todo el tiempo una piba está buscándole la vuelta al afuera y a veces te cuenta divertida, a veces angustiada, formas que encontró para ganar quince minutos, una hora, una tarde, pensás que está agobiada y busca cómo salir de ese interior desgarrado que es su casa. Pero no desconoce que se sigue moviendo en las precariedades de su barrio.” 

Nadia Rojas, la adolescente de 14 años de Villa Lugano que desapareció dos veces en 55 días, es una interpelación volcánica del fenómeno de estos desvanecimientos sistemáticos que en el caso del Bajo Flores se contabilizan todas las semanas. Nadia ingresó el sábado pasado junto con su madre, Elena, bajo amenazas por la búsqueda que encabezó, al Programa de Rescate de Víctimas de Trata del Ministerio de Justicia. Había desaparecido por primera vez el 9 de junio y fue encontrada el 12 de julio, cuando se la alojó en un hogar de menores de la Ciudad de Buenos Aires; después fue trasladada a un refugio de donde volvió a desaparecer el 3 de agosto. El jueves 24 la rescataron de un departamento del barrio Tongui en Ingeniero Budge, cerca de La Salada, donde vive su captor, un hombre de 37 años que además la había sometido a explotación sexual.

Durante la primera desaparición de Nadia se filtró a los medios el audio de uno de los contactos telefónicos que tuvo con su madre. En el diálogo se vislumbraron los pliegues de una relación compleja entre las mujeres, la angustia de ambas y el esfuerzo titubeante de Nadia por sostener esa geografía abstracta que habitaba. “Pero tanto este espacio de la Cazona como la Red no acuerdan con judicializar a las pibas sin entender la complejidad de cada situación. Y mucho menos con exponerlas, como sucedió con Nadia”, reprocha Silvina, docente y vocera de la Red del Bajo Flores. “Muchas veces la intervención estatal termina siendo un problema, o la Justicia revictimiza a las chicas. Como Red, creamos conexiones con algunas instituciones que entienden el territorio y se manejan de otra manera. Pero lo que viene por arriba a veces es nefasto: cuando se manda a una adolescente a un hogar por una violación o por situaciones de violencia de género, termina en lugares saturados donde no existen los cuidados. Los refugios son un desastre y las pibas se quieren escapar, como sucedió con Nadia. Todo esto tiene que ver con la judicialización de las chicas, y es un dilema.”

La Comisión Investigadora de Violencia en los Territorios y la Red del Bajo nacieron entre 2015 y 2016 para oponer resistencia colectiva a los desalojos y en defensa de las tierras, y para encontrar respuestas a los acosos, abusos y desapariciones de niñas y adolescentes. En los reclamos de Justicia por el asesinato del militante popular Darío “Iki” Julián Eugenio en Villa Celina, que peleó contra la entrega de terrenos para la especulación inmobiliaria, y en el grito de “Con las pibas no se jode”, la consigna que acompaña búsquedas y  apariciones de cada una de las que vuelven, se reconstituyen discursos y revueltas que abrigan caminos nuevos y posibles. Sucede algo en esta mediación intergeneracional que logra convencer a chicas y chicos de su importancia para quienes los buscan. “Cuando les decimos ‘nos importás’ empiezan a dar bola”, advierte Silvina. “Pero lo real es que si una no acompaña ese regreso, el mensaje es mentiroso, porque están volviendo al mundo del que salieron, con miles de precariedades. Y hay que hacerse cargo de eso también.”

Protocolos estallados

Los territorios periféricos se reconfiguraron en los últimos veinte años. Un efecto en cascada de la década del noventa y la crisis de 2001 que habilitaron el avance de nuevas autoridades territoriales asentadas en el narcotráfico y las redes de trata para explotación sexual y laboral sobre una cartografía diseñada en circuitos estratégicos donde manda la captación de chicas y chicos en una rotación de uso, soldadesca al menudeo y descarte de cuerpos. “Esa capacidad de regulación o desregulación de los barrios ocurre porque hay mediaciones institucionales que están en crisis o funcionan poco, como la escuela, los hospitales, las iglesias y a veces las propias organizaciones populares”, señala Hudson.  “Hasta ahora observábamos cómo habitaban estos nuevos barrios los varones adolescentes, que se insertaban en una banda narco y eran soldaditos, que dirimían sus conflictos con otros grupos a los tiros, que andaban  en la esquina, tomando o fumando. ¿Y las chicas? ¿Cómo habitan estos barrios? No lo sabemos aún, pero de alguna manera estas salidas intempestivas de las casas, estas recorridas brumosas que no terminamos de conocer, son modos que tienen de insertarse y de vivir.”

La abogada e integrante del Instituto de Estudios Comparados en Ciencias Penales y Sociales (INECIP), Ileana Arduino, sostiene que uno de los hechos centrales en torno de esas desapariciones es la situación de explotación. “O de esclavización física, afectiva, sexual que se pueda producir en esas circunstancias y que no siempre están precedidas de una situación de engaño o de captación tramposa, o de aprovechamiento en términos de la configuración del delito de trata.”

En todo caso, agrega, la complejidad mayor radica en encuadrarlo todo en el bagaje de la trata, porque si no la operación judicial lo descarta como un caso en esos términos, y deja de ser atendido. “Y las múltiples formas de vulnerabilidad que atravesaron a esa persona, que de todos modos pudo haber sido víctima de otras circunstancias tan extremas como una situación de trata o no menos graves, pasan inadvertidas. Algo similar sucede con el abandono de las investigaciones cuando las chicas declaran algún tipo de voluntariedad. Independientemente de que la edad impediría poner en juego la voluntariedad en relación con este tipo de delitos, ese encuadre bajo la lógica de la fuga de hogar y todas esas categorías viejas del sistema tutelar hacen perder de vista que hay un conjunto de circunstancias precedentes de vulneración de derechos de las niñas o de las adolescentes. Colectivamente hay algo que no está pudiendo ser satisfecho.” 

La Red del Bajo, como se conoce a ese tejido permanente de lazos y acciones por las chicas creció a la sombra de la indiferencia del Estado frente a la cantidad de denuncias y causas archivadas o demoradas. Declaran que la adolescencia en la 1-11-14 es precarizada por un Estado cómplice de redes organizadas para adueñarse del cuerpo de las chicas del barrio, “aprovechándose de los ‘rajes’ que cualquier piba puede desear”. En muchos casos, las madres también son víctimas de múltiples violencias. 

Su protocolo de búsqueda y acompañamiento es una construcción que se va transformando y ajustando con la experiencia de organización, escucha y articulación entre quienes trabajan, viven y militan en el barrio. En la mayor parte de las desapariciones, los procesos avanzan casi exclusivamente por el aliento de las familias y personas allegadas, pero cuando esas familias no tienen los recursos necesarios sobreviene un estancamiento, sin líneas de investigación suficientemente exploradas. Esto sumado a que cada  una de las desapariciones de las adolescentes del barrio presentan aristas diferenciadas.

“Sería utópico pretender dar una solución integral a esta cuestión partiendo solamente de un protocolo que guíe la actuación judicial en estos casos, pero consideramos que el diseño de una investigación frente a la desaparición de una persona y la difusión de los recursos de búsqueda son un aporte importante y concreto que puede realizarse”, remarca Mariela Labozzetta, titular de la Unidad Fiscal Especializada de Violencia contra las Mujeres (Ufem) del Ministerio Público Fiscal. La “Guía práctica para la búsqueda de personas”, del MPF es una idea madre para poner en práctica frente a las desapariciones.

“La actitud que no debe tener el Estado es de queja o demora cuando en las comisarías no se quieren tomar las denuncias y dicen que se esperen 48 horas. Los casos de desapariciones que no logran resolverse en esas primeras horas se tornan complejos, por la urgencia en localizar a la posible víctima y de hacer cesar el delito. Es el tiempo en que se saca a una mujer del país y se hacen desaparecer rastros. Aquellos casos en los que la víctima no es hallada durante los primeros meses y se agotaron las vías de investigación disponibles se convierten en ‘casos fríos’, que quedan ‘archivados’ o ‘a la espera’ de una nueva evidencia. Y lo cierto es que cuando no hay pistas que orienten, no sabemos si estamos ante un caso de trata u otra cosa.”

Hace ya tiempo que las ausencias de chicas de los barrios más vulnerados por horas, días o semanas dejaron de ser una extrañeza para lxs que caminan esos laberintos. Las herramientas legales de búsqueda se estrellan contra un universo de complejidades difíciles de protocolizar, pero Labozzetta resalta las actuaciones desde una mirada humanitaria y de sentido común. “Una cosa es la intervención judicial y otra la administración del conflicto alrededor de un caso, como hace el MPF. Pero sin duda hay algo que en las desapariciones de las chicas se está repitiendo como un fenómeno que habrá que seguir en el tiempo. No son hechos aislados, porque en ese entramado existe algo fuerte que trasciende la investigación penal y que no se está viendo.” 

Jose Nicolini
Juan Pablo Hudson y Silvina Herrera

 

Modos de ver(las)

La primera jornada de reflexión en torno a las conflictividades que envuelven las desapariciones se realizó el año pasado en la Cazona de Flores, donde cientos de personas desbordaron la convocatoria y se sumaron al reto urgente de una colectiva para desarmar las violencias que están despedazando comunidades urbanas. En ese encuentro, Gonzalo Sarraiz Alier, del colectivo Juguetes Perdidos, lanzó la pregunta central: ¿Qué onda las pibas? “Era una forma de decir que toda la precariedad que cae sobre el cuerpo de las pibas es porque tienen un diferencial de potencia”, advirtió entonces. “Eso nos permite pensar que no había familias, no había hogares, no había un lugar del que la piba se iba, sino que había interiores estallados; una precariedad y un adentro que no se terminaba cuando ella se borraba. Todo lo contrario, cuando se iba seguía en ese continuo que nosotros llamábamos la vida mula.” 

Durante estos ocho meses de reuniones con aquellas que volvieron a sus casas, el grupo de la Comisión pudo evidenciar la existencia de un encierro que se hizo palpable en los relatos de las salidas controladas, en el temor de las familias a que circulen, en la obligatoriedad de las tareas domésticas hasta el regreso de sus madres de jornadas laborales interminables y en la sombra pegajosa del aburrimiento que exorcizan con sus celulares en incontables perfiles de internet.     

“Comprobamos que ese encierro es un padecimiento de las mujeres específicamente por ser mujeres, no de los varones. Es un problema de género”, señala Hudson. “Y en los casos que se fueron de sus hogares porque sufrieron hostigamientos o amenazas virtuales, ese encierro se recrudeció más por el miedo de las familias a que volviera a pasarles algo, precisamente porque son cuerpos femeninos.” 

Es posible que en muchos casos existan problemas de origen, pero es claro que las redes sociales son clave en las desapariciones de las chicas.

Silvina Herrera: –En la Red siempre les decimos a las chicas que las respetamos pero que también queremos saber que están bien. Porque no hay que naturalizar, como hace la Justicia cuando dice “se fue con el noviecito”. Simplifican una situación mucho más compleja porque es subjetiva e integrada a la precariedad y a un sistema que asalta los cuerpos de esas pibas. El avance de la tecnología llegó a las villas para destruir los vínculos. Todo pasa a través de redes sociales y lxs adolescentes la tienen clarísima. ¿Cómo se reconfiguran entonces esos vínculos? Cada piba del Bajo debe tener cinco perfiles entre facebook, instagram, twitter, musicaly, whatsapp. Cosas que hacen que se conecten de otra manera y a veces las madres, por miedo a esas situaciones, lo primero que hacen es encerrarlas y sacarles toda la tecnología. 

Juan Pablo Hudson: –A partir enterarnos de este problema para las chicas de tener que vivir muy encerradas, fuimos detectando sus estrategias vitales para romper ese aislamiento y nos encontramos con sus deseos y sus afirmaciones. Nos parece que cuando se analizan sus vidas, sobre todo de las que se fueron, se pierden esas expresiones y se las sitúa en un lugar de puro padecimiento, que por supuesto lo tienen. Al principio nuestra imagen era la de víctimas totales, y cuando fuimos conociéndolas descubrimos una fuerza vital que provocaba fisuras al encierro. Eso nos alentó mucho porque nos sacó a nosotros, en tanto adultos, de la tristeza de nuestras miradas. Si las entendemos como puras víctimas no hay solución posible a lo que les está sucediendo. Tenemos que poder dialogar con esa vitalidad también. Apareció la potencia de las pibas y eso es más fecundo todavía para ver cómo potenciamos de otra manera sus ganas de vivir y  las estrategias que ponen en práctica. 

S. H.: –Se da un condicionamiento de la distancia generacional con sus madres y con los mandatos de su comunidad. La mayoría son familias bolivianas que vienen de otras culturas y  creencias, y las chicas nacen en el auge de la Ciudad y se van constituyendo sujetas en un territorio hostil y violento, como es el Bajo Flores. Sus madres también las miran extrañadas porque no terminan de reconocerse en esas hijas, y es muy doloroso ese desfasaje.

Es imposible negar que muchas veces esos deseos terminan signados por mercados ilegales y en paralelo las chicas reproducen estereotipos asumiendo tareas de cuidado mientras los varones circulan y están más presentes.

J. P. H.: –Por supuesto que son poderes muy presentes, en todos estos barrios hay posibilidades peligrosas para las chicas y debemos actuar al respecto, pero si desoís sus manifestaciones las perdés de vista. Pensar solamente que fueron subsumidas por una red de trata o por el narcotráfico no nos deja pensar en la integralidad de esas vidas. 

S. H.: –Está presente un patriarcado salvaje que marca esos estereotipos, porque no se van con una amiga sino con un varón, a veces mayor, en busca de la misma vida que se les instala socialmente de casarse y ser madres. Reproducen mandatos. Muchas son pequeñas y tienen hijos de embarazos forzados o no deseados, y eso les genera salir de sus casas de otra manera a un lugar diferente, más o menos nocivo, pero con patriarcado instaladísimo.

J. P. H.: –La pregunta es cómo generar prácticas de cuidados entre las chicas, que no sean sinónimos de restricción de la libertad, pero que no signifique exponerse a poderes y lógicas muy cruentas. Porque si no se arman extremos de puro encierro, viendo todo el tiempo una pantallita de celular o de televisión, o en el afuera saliendo un mes a recorrer el Bajo Flores, Villa Lugano, Liniers, boliches, casas de chabones. Son cornisas de alto riesgo que obligan a interpelarnos sobre prácticas de cuidados que involucran a todas las mujeres. 

¿Qué recorridas de aprendizaje, prevención y cuidados se les deben ofrecer para que lxs adolescentes no pongan en juego todos los días su vida a futuro? 

S. H.: –Estamos iniciando un camino con las familias para entender sus lógicas, su construcción territorial y sus redes. Pero la verdad es que no hay adónde ir, no hay lugares de encuentro. El afuera no les ofrece nada, sólo el conflicto permanente de los saltos hacia un espacio nebuloso. Es como si fuese un efecto dominó porque todas las semanas buscamos a una chica. Desde la Red planteamos la importancia de dar talleres de prevención en las escuelas, porque no podemos seguir dejando que las docentes digan “no pasa nada, ya va a aparecer”. Que no se diga más que en las escuelas de los distritos 8°, 11° y 19° las chicas faltan porque se fueron con el novio o porque la familia es problemática.

Todo enlaza con la pregunta sobre qué se hace con los cuerpos de esas niñas y quiénes los consumen.

S. H.: –Rita Segato habla de la pedagogía del consumo y la pedagogía de la cosificación. Las pibas parecieran objetos de consumo dentro del territorio porque en el Bajo la red narco es muy fuerte, hay lugares donde sólo entran algunas familias bajo condiciones y códigos que ignoramos. En la villa 1-11-14 se sabe que una vez por semana mueren pibes y las chicas entran en un circuito donde se las consumen. Serán círculos de esa pedagogía que las va cooptando y vaciando las subjetividades para moldear otras nuevas.

J. P .H.: –Pero también los propios adolescentes se relacionan desde roles de difícil lectura, a través de las imágenes que publican en las redes. Nos preguntamos cómo viven la sexualidad estas chicas, cómo viven la corporalidad y la noche. Nos llenan de relatos sobre los boliches, espacios muy importantes para ellas, porque allí están los pibes de sus barrios y otros mayores que habitan el territorio. No sabemos qué condiciones tienen ni cuáles son las dinámicas al interior de esos sitios. Pero en el mientras tanto flota la gran pregunta sobre esos cuerpos, y de difícil respuesta.