Caen el Makara y el Égar juntos por el abismo de tiempo que se hunde hacia el oeste de Atopia y a lo largo de la avenida en cuyas tiendas, como en un barco fantasma, todo se halla tal cual lo dejaron los tripulantes al desaparecer. Pasan siempre delante de las mismas vitrinas elegantes pintadas hacia 1947 por maestros letristas ya muertos, que dominaban los secretos del barniz transparente y el polvo de oro. Pasan siempre delante de las mismas antiguas razones sociales inventadas hacia 1973 en un idioma inglés de fantasía lleno de apóstrofes insensatos, de topónimos improbables. Pintadas en esmalte sintético, en ya deslucidos bermellones, las caprichosas letras que imitan una caligrafía flamígera y vagamente árabe van de a poco desprendiéndose como costras de los carteles picados y manchados por el óxido, a los que nadie parece haberles tocado un solo alambre en décadas.
Una melancolía sin fondo emana desde las vidrieras de las viejas boutiques, que exhiben lánguidos vestidos de hadas cuyo falso exotismo era el último grito de la moda en los tiempos del perfume Pachuli. Las boutiques coronan las tristes esquinas de aquellas cuadras donde alternan panaderías anarquistas con fachadas deslucidas de casas centenarias, cuyos propietarios las compraron y quedaron atrapados en su decadencia, sin resto para refacciones, sumidos en una miseria sin remedio. Al este de la estación de ferrocarriles abandonada sigue en pie el barrio ferroviario, con sus casitas de dos pisos, sus jardines enrejados adelante: una isla de un decoro tan vetusto como lo demás, pero más digno. Antes de llegar a la Hell se vislumbran –como se ven desde villa Mándrax pero del otro lado: un castillo feudal divisado desde una aldea, más aparición irreal que otra cosa– las torres de vigilancia de la fábrica de vidrios blindados.
La estación tenía otro nombre, pero por el neón inicial eternamente caído la apodaron la Hell. El centauro Égar-Makara se detiene, altivo, en la explanada, que huele al perfume más sutil que las fosas nasales del Égar hayan aspirado: el olor de la nafta, la savia viva del espíritu de los dinosaurios. Sabe que adentro de la Nigredo Tierra, desde hace miles de millones de años, aquella gran alma se conserva viva, verde, pensante. Embelesado se queda el Égar oliendo el nitrógeno surgido de la putrefactio de los bosques antediluvianos y sus habitantes: los hijos de la dragona oceánica Tiamat. Sabe lo que pocos: que aquellos hermosos monstruos fueron el primer experimento de los Dioses Antiguos para poner en un cuerpo físico una chispa divina de conciencia.
Carga de ellos el Égar al Makara y se alejan ambos por el caminito de tierra que los devuelve al asfalto, rumiando entre los dos un cántico de gracia feroz, unida la voz al ritmo ronroneante del motor. El Égar se acuerda de lo que tiene que hacer esta noche y sin desarmar el centauro se detiene, una vez más, para comprar media docena de naranjas, en una mesita al costado de la avenida-ruta, a un hombre marrón y arrugado como un duende gigante, que ya los conoce. Hacen el mismo recorrido cada anochecer, de regreso a la casa taller en Villa Mándrax, mientras Mázinger tal vez salga de nuevo a pasear un rato más, tarareando melodías por los jardines amurallados, antes de hundirse hasta el otro día en la soledad de su cena tempranera y su sueño químico.
Han quedado capturados en la peor y la mejor versión de sí mismos: un cerebro fundido, una lealtad inquebrantable. La guitarra le pesa en los hombros, en su estuche, más que un instrumento: arma antigua de hierro. Pero la batalla la ha visto envejecer preparándose. Confiado y prudente avanza entre los desalmados el Égar en el Makara, protegido de luz azul invisible. La protección envuelve al vehículo, al espíritu, al instrumento y al cuerpo, que una juventud en la industria de la construcción fortaleció. Se retiraron a tiempo, antes de que la construcción los rompiera, como hace con todos. Saltaron a una nueva línea temporal de amplificadores y magia. Era la línea alta. Pero algo falló. Cayeron desde lo alto de sus propios soles, como Ícaro. Hicieron una canción sobre eso. Tenían canciones para todo. Armaban un encofrado rítmico de batería y bajo y prendían la hormigonera de la melodía: la voz del Égar, la guitarra de Mázinger. Se llamaban Nigredo. Mázinger ya no recuerda ni su propio nombre. Ni el apodo que le pusieron por ser tan cabeza, tan tarambana. Ahora sigue tocando: improvisa y olvida.
Tras el accidente que le partió la frente y que mató al baterista, Mázinger había tenido que reconstruir su cerebro a nuevo; pero los meses de inconsciencia en intensiva se cobraron sus fiebres. De cada una salía, indestructible, Mázinger. Un día volvió a la vida y lo llevaron para rehabilitación: con paciencia, los dedos ya volvían a corretear a velocidad sobrehumana por el mango de la Fender. Y cuando parecía que iban a saltar a los escenarios de nuevo juntos los tres sobrevivientes, el virus despierta del letargo y la fiebre contraataca: incendio forestal, lava volcánica desatada, el herpes atraviesa la barrera hematoencefálica y se lleva puesta casi hasta la última neurona del hipocampo de Mázinger. Infección hospitalaria, les dijeron. Magia enemiga, se dijeron. Les dijeron que el stress de las fechas, dijeron tantas macanas. El Égar salió entero, pero le quedó el miedo: nervioso en la avenida, se concentra en los semáforos, los carriles y los giros. No puede permitir que el dolor lo distraiga. Y menos en la noche, la noche ya escasa de referencias visibles en la que todos los desalmados regresan a casa con hambre.