Cuando tuve que elegir una de mis películas favoritas, opté por Melancolía (2011), de Lars von Trier. Una peli que habré visto unas cinco o seis veces; siempre en días domingo, siempre después de alguna situación que me costaba procesar. Una vez me acuerdo de que fue luego de que no me saliera una beca que tanto anhelaba, otra vez después de que me rompieran el corazón, y otra luego de una mala noticia de salud de una persona muy querida. Cuando tengo ganas de sumergirme de lleno en ese sol negro y solitario, sin agarrarme de ninguna idea que me pueda salvar, miro Melancolía. Cuando necesito ver las cosas con tanto principio de realidad, hasta que se caigan las máscaras y las sonrisas prometedoras, miro Melancolía. Creo que ese estado de arrojamiento al vacío en el que me deja la peli se vuelve un refugio necesario desde el cual renovar las ganas de desear y de compartir con otrxs.

La película está protagonizada por Justine (Kirsten Dunst) y dividida en dos partes: una donde se inicia, desarrolla y fracasa su fiesta de casamiento, y otra donde un planeta llamado Melancolía se acerca a la Tierra hasta colapsarla y aniquilarla por completo. La película habla, básicamente, de la relación entre esas dos partes que son, a su vez, modos de encuentro de Justine con lo que me sale nombrar como el abismo.

En el I-Ching, la figura número 29, llamada "Lo abismal, el agua", es definida como "precipitarse dentro de algo". Un algo que en la película se formula de dos maneras distintas.

En la primera parte, llamada "Justine", las fantasías del personaje y su estado de miedo creciente le impiden, a medida que la fiesta avanza, sostener la mímica de la recién casada, y la llevan a huir de diferentes modos. Primero desaparece para salir a hacer pis al jardín, después para dormirse en la cama con su pequeño sobrino, luego para darse un baño y, finalmente, para perder la fuerza de sus piernas y entregarse definitivamente al impulso de abandonar la fiesta, el casamiento y el marido. Acá asistimos al abismo del personaje precipitado a sus fantasías melancólicas y a su voluntad de no caretearla más.

La segunda parte se llama "Claire", que es el nombre de su hermana (Charlotte Gainsbourg; una suerte de espejo invertido del Justine, sobreadaptada, con una familia "bien constituida", un marido millonario y un hijo). Un tiempo después del fallido casamiento, Justine va a pasar unas semanas a la mansión de Claire, y en esos días la melancolía se hará presente bajo la forma del planeta Melancolía, planeta que amenaza, con su color azulado y con su órbita que traza una "danza de la muerte", con chocar y destruir la vida en la Tierra. Cuando Justine llega a la casa de su hermana está hecha una zombie, totalmente enfrascada en su sufrimiento psíquico y en su cuerpo doliente, pero una vez que se entera de que Melancolía se acerca y de que el fin es inminente, comenzará un proceso de revitalización que la devolverá, paradójicamente, al deseo y a la vida.

Es en esta segunda parte cuando, creo, empiezo a dejarme llevar por un estado flotante, en el cual los bordes de lo posible se desdibujan y se derrama, en cambio, la posibilidad de perderlo todo. Cuando perderlo todo (la propia vida, pero también la vida de la humanidad como sistema) se vuelve una imagen posible, ahí mi dolor empieza a centrifugarse como si lo hubiera metido adentro de un lavarropas galáctico y espiritual.

La melancolía ha sido históricamente asociada a los astros, como se ve en el grabado de A. Durero (1514), en este caso asociada a la influencia de Saturno, uno de los "planetas maléficos", según las creencias del pensamiento renacentista. O también en la imagen del Sol Negro de los melancólicos, estudiado por J. Kristeva. De una u otra manera, la melancolía fue definida como un estado de aquellos "embargados por la tristeza", una tristeza vertiginosa, extrema e infinita.

Es por eso que en esta segunda parte, ese algo en el cual Justine se precipita ya no es un estado de ánimo o de espíritu, sino más bien lo abismal de ese espacio exterior, espacio inmenso e incognoscible a través del cual se produce el progresivo acercamiento del planeta Melancolía. Un acercamiento desesperante, que va tiñendo todo con su luz azulina, y que es registrado a través de un rudimentario dispositivo óptico hecho de alambrecitos enroscados, mediante el cual es posible vislumbrar la catástrofe.

Esa tristeza infinita, ahora, ya no está en el interior del personaje, sino en el espacio exterior. Esa melancolía es ahora portada por el planeta que se avecina.

El modo en que Justine se relaciona con ese abismo supone (a diferencia de Claire, que niega la inminencia de la muerte y no para de buscar modos de resistirse) aceptar la muerte, entregarse a ella. Justine se dispone a ser arrasada y destruida por el planeta Melancolía, por esa masa azulada que, en su acercamiento, la devuelve a la certeza de una soledad cósmica.

La peli me resulta terrible, y hermosa en su darkitud, porque Justine no intenta huir, como huyó de su fiesta de casamiento, sino que imagina y construye una "cueva mágica" desde donde esperar, junto a su hermana y su sobrino, la llegada del colapso y la destrucción. Una cueva para atravesar el miedo primitivo y recibir la muerte; una cueva que no es un refugio, porque está completamente a la intemperie (son solo ramas clavadas en la tierra). Una cueva desnuda que funciona como una especie de ritual arquitectónico que dispone a los personajes a rendirse al encuentro con ese espacio exterior, aterrador y desconocido: la muerte.

Creo que ese modo de Justine de abrazar lo abismal, ese algo que acecha siempre afuera y adentro de nosotrxs, me hace sentir viva y me da consuelo. "La melancolía es la felicidad de estar triste", decía Víctor Hugo... De eso se trata: precipitarse en la tristeza infinita, atravesarla con el espíritu y con el cuerpo, para poder imaginar, con suerte, otros modos posibles de seguir habitando el mundo.

Adriana Kogan nació en Buenos Aires en 1983. Es Doctora en Letras por la Universidad de Buenos Aires, donde trabaja como docente de Literatura Brasileña en la carrera de Letras. También es profesora de Teoría y Análisis Literario en la Universidad Nacional de las Artes en la carrera de Artes de la Escritura. Actualmente trabaja como coordinadora del programa Casa de la Escritura, que forma parte de la Red de Bibliotecas Públicas del Ministerio de Cultura de la Ciudad. Publicó los libros de poesía El amor pasará montado en la escultura del camello (Pánico el Pánico, 2018) y, recientemente, Tropel (Caleta Olivia, 2023).