Es paradójico que La mamá y la puta –el legendario film de Jean Eustache, que el jueves 23 llega tendrá su reestreno en versión restaurada en la Sala Lugones, a medio siglo de su realización– comience en el más absoluto silencio, con un hombre y una mujer en una cama en penumbras, apenas surcada por las primeras luces de la mañana. Es paradójico porque a partir de allí, de ese despertar somnoliento y melancólico, de esas sábanas que parecen resistir el desprendimiento de los cuerpos, todo en el desmesurado film de Eustache será un fascinante concierto de palabras y canciones, un continuo fluir de diálogos y monólogos, de encuentros y desencuentros entre un hombre –el verborrágico y seductor Alexandre (Jean-Pierre Léaud)– y las mujeres con quienes comparte la bohemia del Saint-Germain-des-Prés de París, en una primavera de comienzos de los años ‘70.
Ya en su momento, en el dossier de presse original del film, el propio Eustache (que entonces tenía 35 años y que se suicidaría en 1981, a los 43) advertía sobre la dificultad de condensar las peripecias de La maman et la putain en unas pocas líneas y se resistía a ofrecer un resumen argumental, que iba en contra precisamente de la esencia misma de su película, que necesita de las tres horas y media de su duración como se necesita de la respiración para vivir. “La maman et la putain es la narración de ciertos hechos de apariencia anodina”, decía. “Un resumen del guion no daría ninguna idea de las ambiciones y posibilidades de la película. Y sin embargo La maman et la putain no puede ser sino lo que es, no puede situarse sino dónde se sitúa (...). Un resumen hace aparecer las acciones definitivas en detrimento de las acciones accesorias o sin resultado. Ahora bien, mi tema es la manera en que las acciones importantes se insertan a través de una continuidad de acciones anodinas. Es la descripción del curso normal de los hechos sin el atajo esquemático de la dramatización cinematográfica.”
Como ya se ha advertido tantas veces en Francia –donde la película, desde su controvertido estreno en el Festival de Cannes 1973, se convirtió en un film de culto–, la estructura del film parecería responder a la geometría básica de los Cuentos morales de Eric Rohmer, un cineasta a quien Eustache admiraba pero con quien, al mismo tiempo, mantenía profundas diferencias de tono y estilo. Si en La maman et la putain hay ecos de esa fórmula acuñada por Rohmer para su serie –un hombre busca a una mujer y, en el camino, se encuentra con otra que le hace desviar su curso– parece aquí alcanzar un grado de complejidad mucho mayor, que le da al film otra libertad, una apertura a otras fórmulas y combinaciones.
De hecho, Alexandre ya vive con Marie (Bernadette Lafont, otra figura emblemática de la nouvelle vague, como el mismo Léaud) cuando va a proponerle casamiento a Gilberte (Isabelle Weingarten). Pese a su ferviente declaración de amor, Gilberte lo rechaza, pero ese rechazo provoca el proteico encuentro de Alexandre con Veronika (Françoise Lebrun). A partir de allí, Alexandre, Marie y Veronika irán construyendo, sin proponérselo, un informal ménage à trois, un delicado triángulo isósceles en el cual él es el vértice superior, precariamente sostenido por las figuras de la “mamá” y de la “puta” de las que habla el título de la película.
“En la declaración de los derechos del hombre habría que incluir el derecho a contradecirse”, afirma Alexandre, con su habitual desparpajo. Ese derecho es el que permanentemente asumen el film y su protagonista, que junto al director Jean Eustache parecen ser una unidad indivisible, un cuerpo articulado en el cual realidad y ficción se mezclan hasta hacerse indiscernibles. Esta es otra de las paradojas que le dan a un film-río como La maman et la putain su carácter único, intransferible.
Por una parte, visto hoy, con su austera, rugosa fotografía en blanco y negro, el film parece el mejor documento de su época, un maravilloso testimonio antropológico sobre hábitos y costumbres –el habla, la ropa, la música, la comida, la bebida– de un momento y un lugar determinados. “Es la única de mis películas en la cual el pasado no juega ningún papel”, contó Eustache en el momento del estreno. “Resuena en la vida que estaba llevando en el momento en que se filmó, e incluso a veces se superpone con ella de manera trágica. El ritual también está ausente. A menos que pueda advertirse un ritual en gestación en ese estilo de vida de la Rive Gauche. Lo veremos en algunos años. A menos que las inflexiones formales y el principio del triángulo sea una referencia a los ritos de la tragedia clásica con un barniz moderno. Es la única de mis películas que puedo odiar, porque me sigue poniendo frente a frente conmigo mismo, en el presente. En mis otras películas el pasado me protege”.
Por otro, el personaje de Alexandre, en la piel de un Léaud más locuaz y ansioso que nunca, es absolutamente novelesco, un héroe insólito, capaz de vivir tan sólo en la ficción que él mismo hace de su vida, un dandy impenitente, tan irresponsable como erudito, deseoso de citar a Borges, de declarar su admiración por Murnau y de burlarse de Sartre al mismo tiempo que consigue que todo gire alrededor de la cama que comparte con Marie y Veronika.
Esa extraña levedad, esa gracia que ostenta la película en muchos de sus tramos, esa facilidad que tiene Eustache para lograr que el espectador se instale a vivir en el film y que sus personajes se comuniquen con una canción de Marlene Dietrich o un tema de los Rolling Stones, que ellos mismos eligen poner bajo la púa de un viejo Winco, no impiden que La maman et la putain refleje también la desesperanza que siguió al estallido de Mayo del ‘68, la certeza de que la oportunidad de construir algo nuevo, diferente, había pasado con la fugacidad de un rayo y que lo que le quedaba por delante a esa generación era atravesar un desierto de resignación y conformismo. Un desierto al que Eustache, como lo expresa su acto final, no pudo sobrevivir.
Eustache por Eustache
A poco más de 40 años de su suicidio, Jean Eustache (1938-1981) sigue siendo un faro del cine francés. Cercano a la redacción de la revista Cahiers du cinéma y a los directores de la Nouvelle Vague, en 1963 dirigió su primer largometraje, Les Mauvais Frequentations (estrenado recién cuatro años después) y en 1965 filmó en Narbona, su ciudad natal, Le père Noël a les yeux bleus. En 1972, rodó La mamá y la puta, que ganó el Gran Premio Especial del Jurado en el Festival de Cannes de 1973. Después de este éxito, Eustache representó su infancia en Narbona en Mes petites amoureuses, que tuvo menos éxito y fracasó en su intento de hacer un nuevo largometraje. Las que siguen son algunas definiciones de Eustache sobre su cine:
- Formo parte de la generación que, como espectador, tuvo pasión por el cine. No soñaba con hacerlo algún día. Pero a fuerza de buscar viejas películas y también nuevas, de ver dos o tres por día, se encuentra gente que tiene la misma pasión. Uno se enteraba que algunos habían hecho un corto, que otros habían sido asistentes de un largo y, de pronto, la pasión desencadenaba en la realización.
- Odio el cine en el que el director no deja de hacerle guiños al espectador. La Nouvelle Vague luchó contra esos procedimientos.
- En principio, el público debe saber un poco menos que los personajes y seguirlos por sus huellas. La narración debe mantener una cierta distancia. Rechazo la ilusión de la participación, los grandes retratos trazados en los primeros diez minutos de la película. En La maman et la putain el conocimiento de los personajes es al mismo tiempo el conocimiento de la película. Este método exige el abandono de los prejuicios y una apertura a nuevos esquemas.
- Me gusta el cine popular, nunca quise hacer otra cosa. Como Renoir, al que admiro. ¿Pero por qué hay que darle obligatoriamente a las películas una duración comercial? No se le impide a un escritor escribir una novela de mil páginas o un cuento de unas pocas. En el cine, desde el momento que se sale de las normas, uno se encuentra con dificultades insalvables y al margen del público.
Retrato de un cineasta sismógrafo de su tiempo
Por Serge Daney *
El cineasta Jean Eustache se suicidó durante la noche del miércoles al jueves, en París.
La muerte de Jean Eustache trastorna, pero no sorprende. Sus amigos lo dirán: era propenso al suicidio. Solamente se aferraba a la vida por un número ínfimo de hilos, tan sólidos que habíamos creído que eran irrompibles. Nos equivocamos. El deseo del cine era uno de esos hilos. El deseo de rodar pasara lo que pasara era otro. Este deseo era un lujo y Eustache lo sabía. Pagó el precio.
Es poco decir que había nacido para el cine en el momento de eclosión de la nouvelle vague, muy poco tiempo después, pero con iguales rechazos e idénticas admiraciones. No significa casi nada afirmar que era un “autor”, que su cine era despiadadamente personal. Es decir, despiadado desde el principio debido a su propia personalidad, extraído de su experiencia, del alcohol, del amor. Llenar el depósito de su realidad para hacer de ella la materia de sus films, de sus propios films, esos que nadie podrá realizar en su lugar: sólo moral, pero moral de hierro. Sus films sólo se producían cuando él estaba bastante fuerte para realizarlos, para hacer retornar a sí mismo aquello de lo que su vida estaba compuesta.
A lo largo de esos desoladores años ‘70, sus películas se fueron sucediendo, siempre imprevistas, sin sistema, sin intervalos. Películas-río, cortometrajes, emisiones televisivas, la realidad apenas ficcionalizada, la ficción hiperrealista. Cada film llegaba hasta el límite de su tema, inscribía su duración. Imposible ir en su contra, imposible calcular, tener en cuenta el mercado cultural, imposible para este teórico de la seducción y del arte de seducir al público.
Tuvo a su lado a este público cuando realizó el mejor film francés de la década, La maman et la putain (1973). Sin él, no conservaríamos ningún rostro que nos sirviera para recordar a los hijos perdidos de Mayo del ‘68. Perdidos y ya avejentados, parlanchines y obsoletos, Lafont, Léaud, y sobre todo Françoise Lebrun, su chal negro y su voz obstinada. Sin él, no quedaría nada de todo esto.
Etnólogo de su propia realidad, Eustache habría podido hacer carrera, convertirse en un buen autor, con fantasmas y visión de mundo, un especialista de sí mismo, por así decirlo. Su moral se lo impedía: sólo rodaba lo que le interesaba, conseguía transcribir lo que le atormentaba. Las mujeres, el dandismo, París. El campo y la lengua francesa. Era demasiado.
Como un pintor que sabe que nunca acabará con ello, nunca dejó de volver a sus obsesiones, sirviéndose del cine no como espejo (esto es para los buenos directores) sino como si se tratara de la aguja de un sismógrafo (esto es para los grandes). El público, seducido por un momento, olvidará a este etnólogo perverso a quien seguirá acaeciendo un sinfín de desgracias. Artista y nada más que artista (lo único que sabía era dirigir films), mantenía, por el contrario, el discurso más modesto y más orgulloso al mismo tiempo, el del artesano. El artesano pesa todo, evalúa todo, asume todo, memoriza todo. Así era Eustache.
Un año, unos amigos marroquíes organizaron en Tánger una retrospectiva completa de su obra. Extraña idea. Idea genial. Todos los rollos, los viejos, los pesados, los enmohecidos, los ligeros, el número increíble de kilos que representa La maman et la putain habían pasado como valija diplomática y habían cruzado el mar, se encontrarían en el patio de un colegio, un verano, delante de un grupo de marroquíes asiduos al cine-club. ¿Haría Eustache acto de presencia? Es difícil conseguir que abandone París, pensamos. Sin embargo, vino y permaneció dos días. La proyección de la obra eustacheana tuvo lugar, fuera de tiempo, para este público imprevisto al que desconcertaron todas esas historias de sexo y de deseo, de la Francia profunda y de la fauna de Montparnasse. Eustache les desconcertó todavía más. Su dulzura, su paciencia, su manera de recibirlas preguntas con una mezcla indecisa de ironía y seriedad, haciéndolas resonar en sí mismo antes de responderlas, sorprendieron a todo el mundo.
Tánger no era París ni los cafés del puerto la Croserie des Lilas; buscamos un bar que abriera hasta tarde para beber cerveza y hablar de cine. Eustache habló de sus maestros, a los que no se atrevía a compararse. Otros artesanos que fueron antes que él mismo Pagnol o Renoir. No olvidaré nunca la manera en que evocaba sus films, cómo los hacía revivir con sus palabras, plano a plano, con su particular acento. Esto trastornaba, pero no sorprendía. Eustache se parecía demasiado a su tiempo para sentirse a gusto. Acabó perdiendo. Peor para nosotros.
* Este artículo, escrito por el más respetado crítico francés de su época, fue publicado originalmente en el periódico Libération el 16 noviembre de 1981.