“Hay una o dos cuestiones que pueden hacer algo de ‘ruido’ durante la proyección de La esposa prometida, en particular si el espectador no profesa el judaísmo ortodoxo (la rama jaredí, en este caso)”. Así comenzaba la reseña –publicada en estas mismas páginas hace tres años– de la ópera prima de Rama Burshtein, realizadora israelí convertida al judaísmo ortodoxo que en esa película defendía férreamente, sin el menor atisbo de crítica, los valores de los casamientos concertados. Algo similar, si no exactamente idéntico, puede afirmarse respecto de su nueva película. Pero si en La esposa... el contexto dramático le ofrecía la posibilidad de desarrollar en el relato algunos apuntes psicológicos y ciertas aristas antropológicas, Un novio para mi boda se acomoda desde la primera escena en un formato de comedia romántica relativamente tradicional que, paradójicamente, hace estallar en mil pedazos la posibilidad misma del amor romántico.

Ante el desplante de su inminente esposo a menos de un mes del enlace, la protagonista –una mujer de unos treinta años llamada Michal– decide confiar ciegamente en la voluntad de Dios y ponerse un plazo de veintidós días para casarse. Con quien sea y como sea, por supuesto dentro de los márgenes del entorno religioso más cercano. La apuesta a una comedia romántica kosher –esto es, válida en todos los aspectos para el paladar del espectador ultraortodoxo– se choca de bruces con las prácticas culturales e incluso ideológicas de otra clase de plateas. Económicamente independiente, dueña de una pequeña empresa de animación de fiestas especializada en la exhibición de animales exóticos, despierta e inquieta, sólo el dogma religioso parece empujarla a la desesperación por obtener a toda costa un marido. “Quiero dejar de ser minusválida”, le dice a una mujer chamán en la primera escena, refiriéndose literalmente a su condición de soltera. Previsiblemente, le serán presentados varios pretendientes, todos ellos ortodoxos, aunque de las más variadas estirpes, entre otros un joven que no quiere verle el rostro y un hombre sordomudo.

Esas escenas jugadas a la comedia agridulce, con los rasgos cada vez más resignados de Michal (la actriz Noa Koler), están entre los mejores momentos de la película, a pesar de su carácter netamente derivativo. Un viaje a Ucrania (en parte, procesión devota) la pondrá de manera casual frente a frente con una estrella de la canción pop, único atisbo de una posible vida fuera de los muros de la tradición jasídica. Como en toda comedia romántica de fuste, el final llegará feliz y a tiempo (por otro lado, dado el planteo de base, la posibilidad de que Dios no proveyera quedaba totalmente fuera de la ecuación). Almibarada o pletórica de fe, tradicionalista o reaccionaria, la mirada que se tenga de Un novio para mi boda –e incluso posibilidad de la empatía con Michal– dependerá casi exclusivamente de las creencias o falta de ellas del espectador, además de su propio imaginario cultural. Desde una perspectiva secular, resulta difícil no ver a Michal como una heroína algo arcaica, no ayudada precisamente por la decisión formal de utilizar el primer plano como el único medio para trasmitir emociones.